El mundo se había vuelto sereno otra vez.
Durante semanas, los días transcurrieron con una paz engañosa: Uriel y Asmodeo vivían entre los humanos, ocultos bajo apariencias sencillas, disfrutando del silencio, del calor del pan recién hecho, de las risas en los mercados y del atardecer que teñía sus pieles de oro.
Sus alas dormían ocultas, pero su amor seguía ardiendo con más fuerza que nunca.
Y aunque el cielo se mantenía distante, ambos sabían que no estaban solos. La luz seguía acompañándolos porque su unión era parte de ella.
Sin embargo, en lo más profundo del abismo, una risa resonó entre ecos de fuego y piedra. Belial observaba desde un espejo líquido, su mirada fría y carente de emoción. Sus labios se curvaron con una mueca apenas perceptible.
—El amor los hizo fuertes —susurró— Pero también… los hizo visibles.
Alzó la mano y el espejo se oscureció.
Miles de ojos demoníacos se abrieron en la penumbra, atentos a su voz.
—Lucifer quiere paciencia —continuó Belial con tono desdeñoso—, pero yo no soy paciente. Ellos deben pagar por haber desafiado las leyes del abismo y del cielo.
Que su amor se convierta en su condena.
Las sombras se inclinaron ante él. Y así comenzó su plan. Una noche, mientras Uriel dormía apoyado sobre el pecho de Asmodeo, un estremecimiento recorrió la tierra. Asmodeo abrió los ojos.
Sus alas, ocultas a los humanos, vibraron con una energía que no provenía del cielo sino del miedo. Se levantó con cuidado para no despertar a su amado. Miró por la ventana: el horizonte ardía con una luz roja que no era el amanecer. Era un resplandor demoníaco. La marca de Belial.
Horas después, los noticieros humanos hablarían de incendios espontáneos en distintas partes del planeta. De tormentas negras con forma de serpiente. De gritos que resonaban desde los túneles del metro y de ciudades enteras cubiertas por humo azul. Pero esa noche, solo Uriel y Asmodeo entendieron lo que realmente sucedía.
—Belial empezó la cacería —dijo Uriel, poniéndose de pie.
Su voz estaba calmada, pero su luz interior vibraba. Asmodeo lo miró, su expresión era una mezcla de determinación y amor.
—Entonces no habrá tregua.
Ambos salieron a la calle. El viento era cálido, sofocante. Y entre las sombras, comenzaron a aparecer figuras humanas que no eran humanas. Eran los poseídos.
Los demonios de Belial se habían mezclado entre los hombres. Algunos reían con rostros ajenos, otros lloraban, desgarrando su propia piel mientras sus cuerpos se deformaban en medio de la calle. El caos comenzó. Las farolas explotaban, los autos se estrellaban contra los muros, los vidrios estallaban por el poder de la ira colectiva. El aire se volvió denso, cargado de gritos. Asmodeo extendió una mano hacia Uriel.
—Juntos, como siempre.
Uriel sonrió levemente, apretando su mano
—Hasta el fin.
La batalla se desató. El cielo se tornó rojo, cubierto de fuego infernal. Las sombras emergían del asfalto, arrastrando consigo los restos de los pecados humanos. Uriel se elevó, desplegando sus alas rosadas con un resplandor tan intenso que los demonios retrocedieron cegados. Su voz resonó como un trueno:
—¡Luz eterna, purifica este suelo!
Una onda expansiva de energía celestial recorrió las calles. Los cuerpos poseídos cayeron, liberando almas confundidas que lloraban antes de disolverse en la luz. Asmodeo descendió como un rayo, su espada turquesa en llamas, cortando de raíz las sombras que aún se movían.
Los demonios chillaban, el aire se llenó de olor a hierro y ozono. Sin embargo, por cada criatura que caía, otras dos surgían.
—No basta —gritó Asmodeo mientras bloqueaba un golpe de energía púrpura.
—Entonces no te detengas —respondió Uriel, su luz volviendo casi blanca.
—No lo haré —dijo él, con una sonrisa fugaz— Ya no sé cómo hacerlo.
Belial apareció en medio del humo, caminando con lentitud, las manos a la espalda. Su armadura negra brillaba como obsidiana húmeda. Su mirada, de un rojo profundo, se posó sobre ellos con una calma perturbadora. A su alrededor, el aire se congelaba.
—Los hijos de la luz… siempre tan predecibles.
—Y tú, siempre tan vacío —replicó Uriel, su voz sin temblor.
—Vacío, sí —rió Belial— Pero lleno del poder que el Padre les negó.
Asmodeo avanzó un paso.
—Si vienes a destruirnos, empieza.
Pero Belial negó lentamente con la cabeza.
—No… aún no. Primero quiero ver cuánto resisten. Quiero ver si el amor que tanto pregonan puede sobrevivir a la desesperanza.
Chasqueó los dedos. De las sombras brotaron figuras monstruosas, amalgamas de hueso y fuego, con rostros humanos que gritaban en silencio. Los antiguos príncipes menores del abismo, resucitados por su poder.
Uriel y Asmodeo se miraron una sola vez.
Ese intercambio de miradas fue suficiente.
Sin palabras, comprendieron que no había marcha atrás. Uriel se elevó, la luz de sus alas rasgando las nubes. Asmodeo lo siguió, su espada brillando como una estrella fugaz. Los cielos se abrieron, y la batalla volvió a comenzar, más brutal y más personal que nunca.
Desde las alturas, Gabriel los observaba en silencio. El rostro del arcángel estaba contraído por la preocupación, pero sus órdenes eran claras: no podía intervenir. El cielo había decidido que esa guerra era solo de ellos.
—Que el Padre los proteja —susurró con pesar— Aunque temo que ni el cielo pueda hacerlo.
La noche se volvió un lienzo de fuego. Uriel giraba entre las llamas, cada movimiento suyo era una danza divina. Asmodeo lo cubría, su espada abriendo caminos entre la oscuridad. Y Belial, imperturbable, observaba como un dios cruel jugando con su creación. Sin embargo, algo en su expresión cambió. El brillo en los ojos de Asmodeo… ese resplandor humano y celestial a la vez… lo enfurecía. Era la luz que el abismo nunca pudo comprender.
—Él será mi primer sacrificio —dijo Belial, y el suelo bajo sus pies tembló.
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Editado: 18.10.2025