El Beso Del Abismo

Antes del Amanecer

La batalla había terminado. El silencio posterior era tan intenso que dolía. Solo quedaban ruinas humeantes, los ecos de gritos ya extinguidos y el cielo abriéndose paso lentamente entre los escombros de la oscuridad.

Uriel y Asmodeo caminaban entre las calles destruidas. A su alrededor, los humanos sin comprender lo que realmente había sucedido lloraban, se abrazaban o simplemente contemplaban el amanecer como si fuese un milagro. Y lo era.

El aire olía a lluvia, a fuego purificado, a nuevo comienzo. Uriel alzó la vista. Su luz interior brillaba débilmente, pero con pureza. Sabía que la amenaza no había terminado. Belial seguía ahí, en algún lugar. Sin embargo, no quiso pensar en eso. No ahora. No mientras Asmodeo seguía a su lado.

—Necesitamos descansar —dijo el arcángel con suavidad, casi humana.
Asmodeo sonrió con cansancio.

—¿Descansar? Pensé que los ángeles no necesitaban eso.

—Yo ya no soy solo un ángel —respondió Uriel, mirándolo con ternura— Tampoco tú.

Esa misma tarde regresaron a su pequeño apartamento, el mismo refugio donde habían aprendido a vivir entre los humanos. Las paredes estaban cubiertas de recuerdos sencillos: libros, flores secas, fotografías de rostros humanos que habían conocido y ayudado, dibujos que los niños del barrio les habían regalado.

Uriel se sentó frente a la ventana, mirando la ciudad bañada en luz dorada. Asmodeo, detrás de él, preparaba café, imitando un hábito que había aprendido de los humanos con una precisión adorable. El aroma llenó el lugar.

—Nunca imaginé que llegaría a amar tanto algo tan simple —dijo Asmodeo mientras dejaba la taza frente a Uriel.
—Porque es humano —respondió el ángel, sonriendo.
—¿Y eso lo hace mejor?
—Eso lo hace frágil. Y lo frágil siempre enseña a cuidar mejor lo que uno ama.

Asmodeo lo observó en silencio unos segundos. La luz del atardecer se reflejaba en su cabello rubio, tiñéndolo de fuego suave. Aquel ser que alguna vez había conocido como un príncipe del abismo ahora era todo lo contrario: un alma purificada por el amor. Uriel extendió la mano y rozó su mejilla.

—Tu luz brilla más que nunca.
—Solo porque tú estás en ella —respondió Asmodeo, y su voz tembló levemente.

Ambos se quedaron mirándose, sin palabras, respirando el mismo aire, el mismo tiempo, la misma eternidad que habían robado a los dioses y al infierno.

Durante los días que siguieron, su vida se llenó de gestos pequeños: caminar juntos entre las calles reconstruidas, ayudar a los heridos, enseñar a los niños a sonreír sin miedo. Los humanos los conocían como dos jóvenes amables, inseparables, de presencia serena. Nadie sospechaba quiénes eran realmente.

A veces, al caer la noche, Uriel se quedaba quieto mirando el cielo desde la terraza.
Asmodeo se acercaba, lo rodeaba con los brazos desde atrás, apoyando su mentón en su hombro.

—¿En qué piensas?
—En lo que viene.
—¿Temes?
—Temo perderte —respondía él sin dudar.

Asmodeo sonreía con tristeza.

—Entonces no temas. Porque incluso si caigo, mi alma sabrá cómo encontrarte.

Pero no todo era calma. Algunas noches, cuando el viento soplaba desde el sur, Uriel sentía un escalofrío que lo atravesaba. Era la sombra del abismo. Un rumor lejano, como un eco en la mente. Belial no se había ido… solo esperaba.

En una de esas noches, Uriel despertó sobresaltado. El sudor perlaba su frente.
Había soñado con fuego y cadenas, con una figura oscura riendo entre sombras. Se sentó, respirando con dificultad. A su lado, Asmodeo dormía, su respiración tranquila. Uriel se inclinó y apoyó la frente en su pecho. El sonido del corazón de su amado lo serenó.

—Mientras esto siga latiendo —susurró el ángel— el abismo no ganará.

Asmodeo, sin abrir los ojos, habló entre sueños:

—Uriel… no importa lo que pase. Recuerda esto: no fui salvado por el cielo… sino por ti.

El ángel cerró los ojos, sintiendo una lágrima rodar por su mejilla. La tomó como un juramento. Como una promesa que no rompería jamás.

Al amanecer, el aire olía a pan recién hecho y a esperanza. El vecindario despertaba con risas, sin saber que entre ellos caminaban dos seres que habían sostenido el mundo con sus propias manos. Uriel y Asmodeo ayudaban en la panadería local, entregando café y dulces a los vecinos.

La gente los adoraba. Ellos reían. Y por un instante, todo pareció normal. Hasta que un cuervo negro se posó en la ventana. Sus ojos brillaban con fuego carmesí. Uriel lo notó primero. El ave los observaba con una inteligencia demasiado aguda, demasiado consciente. Y cuando desplegó las alas para volar, dejó caer algo al suelo: una pluma de obsidiana, ardiente.

Asmodeo la levantó con cuidado. En cuanto la tocó, sintió una energía familiar… y odiosa. Belial.

—Nos encontró —murmuró Uriel.

Asmodeo asintió, pero en lugar de miedo, su rostro mostraba determinación.

—Entonces ya no hay más que esconder.

—No quiero perder esto… —Uriel le tomó la mano con fuerza— No otra vez.
—No lo perderás. Te lo juro por todo lo que soy.

El cielo, en ese instante, pareció oscurecerse apenas. Una ráfaga de viento recorrió la ciudad, haciendo temblar las ventanas. Pero no era un ataque… aún. Solo una advertencia.

Esa noche, Asmodeo subió al techo del edificio. El viento jugaba con su cabello.
Su mirada se perdió en las estrellas. Sabía lo que vendría, lo sentía en su sangre celestial y en su alma marcada por el abismo. Belial no descansaría hasta destruirlos. Y si esa era la batalla final, estaba dispuesto a entregar todo.

Uriel lo encontró allí, y sin decir nada, se sentó junto a él. Durante minutos, solo miraron el cielo. Hasta que Uriel habló:

—¿Y si mañana no despertamos? Asmodeo lo miró con ternura.

—Entonces habremos vivido más que cualquier criatura. Porque vivimos amando, no temiendo.

Uriel lo besó suavemente. Fue un beso largo, silencioso, que contenía siglos de batallas, redención y deseo. Cuando se separaron, Uriel sonrió con tristeza.




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