El amanecer se filtró entre las cortinas, bañando el pequeño apartamento con un resplandor dorado y rosado. Era una luz tranquila, tibia, que acariciaba las paredes como si el propio cielo se inclinara para contemplarlos.
Uriel abrió los ojos lentamente. El sonido del viento y el aroma del café recién hecho fueron lo primero que percibió. Asmodeo estaba en la cocina, descalzo, con una camisa blanca abierta en el pecho y el cabello despeinado por el sueño. El vapor del café lo envolvía como un halo humano, y aun así, su esencia celestial vibraba en el aire.
Uriel lo observó en silencio, sintiendo un nudo en el pecho. Cada gesto de Asmodeo, por simple que fuera, le resultaba hermoso.
Sus manos al sostener la taza, la forma en que fruncía el ceño concentrado, la manera en que la luz jugaba con su piel.
Es imposible que algo tan puro provenga del abismo, pensó el ángel. Y sonrió. Asmodeo se dio vuelta y lo vio mirándolo. Una sonrisa leve, cálida, curvó sus labios.
—Buenos días, mi cielo.
Uriel se sentó, su voz apenas un susurro.
—Buenos días, amor mío.
Asmodeo se acercó, dejando la taza frente a él.
—Dormiste poco.
—Lo suficiente —respondió Uriel—. Soñé contigo.
—¿Y qué hacíamos en ese sueño?
—Nada extraordinario. Solo estábamos juntos.
—Entonces fue el mejor de los sueños —dijo Asmodeo con ternura, sentándose a su lado.
Durante unos segundos, ninguno habló.
Solo se miraron, compartiendo el silencio y el calor del momento. Afuera, la ciudad despertaba con normalidad: los niños corrían, los autos pasaban, los pájaros cantaban. Era un día cualquiera… y sin embargo, todo en el aire olía a despedida.
Más tarde, salieron a caminar. Asmodeo tomó la mano de Uriel mientras cruzaban el parque, donde los árboles aún conservaban gotas de rocío. Los humanos los miraban con simpatía: parecían una pareja enamorada, joven, serena. Nadie sospechaba que bajo esas apariencias caminaban dos seres que habían tocado el cielo y sobrevivido al infierno. Uriel se detuvo frente a una fuente. El reflejo del agua mostraba sus rostros juntos, envueltos por la luz del sol.
—¿Te das cuenta? —murmuró— Aquí nadie nos teme. Nadie nos adora. Solo existimos.
Asmodeo sonrió.
—Por eso amo este lugar. Aquí somos libres.
Uriel lo miró con dulzura.
—No lo digas así. Suena como si el cielo no lo fuera.
—No lo es —respondió él sin titubear—
En el cielo se ama con devoción, pero no con deseo. En la tierra, en cambio… se ama con alma y con cuerpo. Y yo… te amo así, completamente.
Uriel lo miró fijamente. Su corazón se aceleró.
—Asmodeo…
—No, no digas nada —dijo el otro, apoyando su frente contra la suya— Solo prométeme que pase lo que pase, si el cielo calla y el abismo grita, tú seguirás mirándome igual.
Porque mientras tus ojos me busquen, nada podrá destruirme.
Uriel lo abrazó con fuerza, cerrando los ojos.
—Jamás te olvidaré. Jamás dejaré de buscarte.
Y Asmodeo, con voz firme y cálida, le respondió:
—Entonces yo jamás dejaré de protegerte.
Pasaron el resto del día entre risas y gestos cotidianos: compraron pan, ayudaron a una anciana a cruzar la calle, observaron a los niños jugar en la plaza. La normalidad era su milagro, y la vida humana, su refugio más valioso.
Por la tarde, la lluvia los sorprendió. Corrieron riendo hasta refugiarse bajo el techo de una librería cerrada. Asmodeo se inclinó, empapado, con el cabello pegado a la frente. Uriel, riendo, lo tomó de la cara entre las manos. Y allí, bajo la lluvia, se besaron.
Fue un beso profundo, intenso, lleno de vida.
No había divinidad ni pecado, solo ellos dos, enlazados bajo el cielo que los había condenado y el mundo que los había perdonado. Asmodeo se apartó un poco, sus labios temblando contra los de Uriel.
—Si el destino se atreve a tocarnos otra vez, lo destruiré con mis propias manos.
—Y si yo muero antes, prometo encontrarte, donde sea que estés —contestó Uriel con voz baja.
Ambos rieron suavemente, como si esas promesas fueran solo poesía. Pero en el fondo sabían que no lo eran. Al caer la noche, regresaron a casa. Asmodeo encendió velas mientras Uriel tocaba una melodía suave en la guitarra que había aprendido a tocar hacía poco. El sonido era simple, humano, pero cada nota contenía siglos de emociones.
—Eres feliz —le dijo Asmodeo, observándolo con admiración.
—Sí —respondió el ángel — Por primera vez en mucho tiempo, lo soy.
—Entonces nada más importa.
Asmodeo se acercó y lo abrazó desde atrás.
Ambos quedaron frente a la ventana abierta, contemplando el cielo estrellado.
—¿Sabes qué es lo más hermoso del amor? —preguntó Asmodeo.
—¿Qué?
—Que no necesita permiso ni promesas celestiales. Solo necesita dos almas que se elijan. Y yo te elijo, Uriel… una y otra vez, hasta el fin de todo.
Uriel giró, tomó su rostro entre las manos y lo besó suavemente. En ese instante, la luz rosada y azul de sus almas se entrelazó, iluminando la habitación entera como si el cielo mismo los bendijera.
Esa noche durmieron abrazados, en silencio, sin sueños ni pesadillas. Solo paz. Pero muy lejos de allí, bajo la superficie del mundo, Belial observaba el resplandor de sus luces entrelazadas desde el abismo. Su mirada era fría, calculadora, y en sus labios se dibujó una sonrisa cruel.
—Déjalos soñar —murmuró— Que saboreen la calma porque pronto, el amor de los cielos volverá a teñirse de sangre.
Y una ola de fuego oscuro comenzó a subir desde lo más profundo del abismo. Al amanecer siguiente, Uriel despertó con una sensación extraña. El aire estaba denso.bLa ventana abierta dejaba entrar un viento frío que no pertenecía a la estación. Asmodeo dormía a su lado, sereno pero afuera, en el cielo, un resplandor negro se expandía lentamente, cubriendo el sol.
La guerra había vuelto.
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Editado: 18.10.2025