La mañana amaneció con un silencio anómalo. El viento, helado y pesado, se deslizaba entre las calles vacías como un presagio. El cielo gris, inmóvi parecía contener la respiración. Uriel, desde el balcón de su hogar, sintió que algo invisible lo observaba. Un escalofrío le recorrió la espalda.nLa luz que habitualmente lo envolvía tembló, como si dudara. Asmodeo apareció detrás de él, ajustando su abrigo oscuro
—¿Otra vez esa sensación?
Uriel asintió sin apartar la vista del horizonte.
—El aire… no vibra igual. Algo está por pasar.
—Entonces que pase —respondió Asmodeo con calma, colocando su mano sobre la de Uriel— Sea lo que sea, lo enfrentaremos juntos.
Pero el viento cambió. De pronto, una corriente ardiente cruzó el cielo como un relámpago negro. Un rugido retumbó a lo lejos. Los animales huyeron. Y el día se volvió noche.
En cuestión de segundos, la ciudad se apagó.bLas luces parpadearon, los autos se detuvieron, los relojes dejaron de avanzar. Y del suelo comenzó a brotar una neblina oscura, espesa, que olía a azufre y ceniza. Una voz retumbó desde las sombras:
—¿Creíste que la luz te redimiría, Asmodeo?
Belial emergió entre el humo, su silueta recortada contra el cielo rojo. Su presencia hacía que el aire se fracturara. Vestía una armadura negra con bordes ardientes y un manto de sombras que se movía como si tuviera vida propia. Sus ojos eran dos brasas que ardían con odio antiguo.
—¡Belial! —rugió Asmodeo, desplegando sus alas celestes. El viento estalló en torno a él —No volverás a tocarlo.
Belial sonrió con una calma cruel.
—Ya lo hice.
De las grietas del suelo, comenzaron a surgir miles de demonios. Algunos reptaban, otros volaban, otros parecían hechos de fuego líquido. Eran incontables. Una oleada de oscuridad viva que se extendía por todo el horizonte.
Uriel retrocedió, su luz estallando alrededor, protegiendo a los humanos cercanos que huían aterrados. Pero los demonios no iban tras ellos. Solo lo querían a él. La trampa ya estaba tendida.
—¡Asmodeo, no te acerques! —gritó Uriel, alzando su espada de luz. Pero era demasiado tarde.
Belial levantó su lanza. Un círculo de fuego púrpura se abrió bajo sus pies, y un enjambre de criaturas rodeó a Uriel, separándolo. El aire se volvió irrespirable, la energía demoníaca lo ahogaba.
Asmodeo, con furia, avanzó cortando sombras con un brillo cegador. Cada golpe suyo derribaba legiones enteras, pero por cada demonio caído surgían diez más.
—¡Déjalo libre! —bramó.
Belial alzó una ceja, disfrutando el espectáculo.
—Ven y quítamelo tú, traidor del abismo.
Uriel se retorcía dentro del círculo de fuego, su luz debilitándose. Belial caminó hacia él con lentitud, su lanza brillando como una estrella moribunda.
—El amor —dijo con desprecio— fue tu peor error, Uriel. Y el de él… —miró a Asmodeo— su sentencia.
El golpe fue rápido. Belial apuntó su lanza directamente al corazón de Uriel. El aire estalló, el fuego se encendió, el suelo se quebró en mil fragmentos. Uriel cerró los ojos, resignado al dolor inevitable. Pero nunca llegó.
Una figura se interpuso entre ambos. Un resplandor azul celeste cubrió el campo de batalla. Y luego, silencio. Asmodeo había recibido el golpe. El filo de la lanza atravesó su pecho con un sonido sordo. Por un instante, el tiempo se detuvo. El rostro de Belial se congeló en una mueca de sorpresa. Uriel abrió los ojos con un grito ahogado.
—¡No…! ¡No, Asmodeo! —corrió hacia él, atrapándolo antes de que cayera.
El cuerpo del arcángel azul temblaba entre sus brazos, su sangre una mezcla de luz y polvo de estrellas caía sobre el suelo como lluvia dorada. Asmodeo sonrió con dificultad.
—Te dije… —susurró— que jamás dejaría que te tocaran.
—No… no me dejes, por favor. —Uriel temblaba, sujetándolo con fuerza—. No otra vez.
—Uriel… —dijo él, su voz desvaneciéndose como el eco de una melodía— Mi luz… siempre fue tuya.
Su respiración se apagó. Y antes de que Uriel pudiera llorar, su cuerpo comenzó a desvanecerse. Una brisa suave levantó el polvo de luz que fue su piel, su cabello, sus alas. Los fragmentos luminosos se elevaron en espiral, ascendiendo entre los cielos grises, hasta que un torrente de energía descendió sobre Uriel, penetrando en su pecho.
El ángel quedó paralizado. Sus ojos se abrieron con horror. Sintió el alma de Asmodeo fusionarse con la suya, la calidez de su luz mezclándose con la suya propia.
Su respiración se agitó, su corazón ardía. Y luego… gritó. Un grito tan desgarrador que el cielo se resquebrajó.
El poder lo atravesó como una explosión divina. Las nubes se abrieron, un torbellino de energía dorada y fucsia envolvió todo el campo. Las alas de Uriel se extendieron, ya no rosadas, sino de un fucsia oscuro e iridiscente, relucientes como fuego líquido.
Su mirada antes suave se tornó de un dorado intenso, profundo, casi cruel.
El aire tembló. Los demonios se detuvieron, inmóviles ante la magnitud de su luz. Belial retrocedió un paso, por primera vez con una sombra de duda en sus ojos.
—¿Qué… eres tú? —murmuró.
Uriel levantó la vista. Su voz resonó grave, distorsionada por el poder.
—Soy lo que ustedes crearon. El ángel que destruye cuando ama.
El cielo estalló. Una ola de energía lo recorrió todo. Los edificios se desintegraron, los demonios fueron vaporizados antes siquiera de gritar. Las sombras se disolvieron, y el fuego de Belial fue apagado como una vela. El campo quedó vacío, silencioso, solo cubierto por ceniza luminosa.
En cuestión de segundos, toda la legión del abismo había sido borrada. Gabriel, Rafael y Miguel descendieron desde el cielo, cubiertos de asombro.
—Por el Padre… —susurró Miguel—, ¿qué ha hecho?
Gabriel miró la escena con tristeza.
—Ha amado. Y el amor… siempre destruye algo cuando es demasiado grande.
Belial, arrodillado entre el humo, levantó la vista hacia Uriel, que flotaba en el aire, rodeado de un halo resplandeciente. Su rostro era hermoso y terrible, mezcla de ángel y furia divina.
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Editado: 18.10.2025