El Beso Del Abismo

La Llama y el Abismo

El silencio había caído sobre el mundo como un sudario. El aire olía a hierro y ceniza, y el cielo negro, herido, sin estrellas lloraba relámpagos mudos. En medio de ese vacío, Uriel descendió.

Su luz, antaño suave y rosada, era ahora un resplandor quebrado, teñido de un fucsia oscuro que hería la oscuridad. Cada paso suyo era una herida en la tierra; cada respiración, una súplica al universo. El ángel de la pureza se había transformado en algo distinto: una estrella caída que aún ardía por amor, un sol que sangraba su propia aurora.

El abismo se abrió ante él. No con violencia, sino con ansia. Sus puertas, forjadas en el miedo y la desesperanza, se estremecieron al sentirlo acercarse. Uriel bajó sin miedo, como quien acepta una condena sabiendo que dentro de ella hallará la única verdad que le queda.

Su corazón latía lento, pero dentro de ese corazón dormía una voz, una chispa azul, temblorosa, el alma de Asmodeo. En lo profundo del infierno, Belial aguardaba.

Su trono era una amalgama de huesos y alas rotas; su piel, un mosaico de fuego líquido que nunca se apagaba. A su alrededor, millares de demonios se arrodillaban, sus rostros deformes mirando hacia el ángel que descendía desde el firmamento como una tormenta encarnada.

—Viniste al fin —dijo Belial, su voz reptando como humo espeso — Sabía que no podrías resistir el llamado del dolor.

Uriel alzó la mirada. Sus ojos, de un dorado ennegrecido, reflejaban la furia contenida de siglos enteros. No respondió.

Sus alas se abrieron con un sonido metálico, y la luz que emanaron iluminó el infierno entero durante un solo y glorioso instante.
Era la luz de un dios cansado, la de un amor que no moría aunque el cielo lo hubiera olvidado. El abismo contuvo el aliento. Y luego, sin una palabra más, la batalla comenzó.

Belial fue el primero en moverse. Su cuerpo se desvaneció en una llamarada oscura, y reapareció detrás del ángel, lanzando una lanza de fuego que cortó el aire. Uriel giró con la velocidad de una aurora, y su espada hecha de pura esencia celeste interceptó el golpe. El choque fue tan violento que los pilares del infierno se quebraron como cristal. Chispas de luz y sombras danzaron en el aire como luciérnagas enfermas.

Los demonios gritaron. Los cielos temblaron. Y el sonido de aquella colisión recorrió las nueve capas del abismo como un eco eterno. Uriel retrocedió apenas un paso, su cabello dorado agitándose como un río de fuego bajo la tormenta. Belial sonrió.

—Aún brillas, Uriel. Pero ya no es la luz del cielo… es la mía.

El ángel no respondió. Sus labios se entreabrieron en un suspiro que parecía contener siglos de angustia. De sus alas se desprendió una lluvia de plumas ardientes que al caer sobre los demonios los convirtió en polvo luminoso. Era hermoso… y terrible.

Dentro del pecho de Uriel, Asmodeo lo sintió todo. Cada herida, cada aliento, cada lágrima que el ángel no derramaba. Intentó moverse, romper el cristal que lo aprisionaba, pero era inútil.

—Uriel… —su voz temblaba dentro de la prisión azul— Por favor, escúchame….No estás solo…

Sus manos golpearon la pared espiritual, pero el eco apenas alcanzó a rozar la conciencia del ángel. Uriel no podía oírlo, solo sentir un ardor extraño en el pecho, un fuego que no provenía de su ira, sino de algo más profundo. Una llama que lo recordaba.

Belial atacó de nuevo, más rápido, más salvaje. Sus movimientos eran un torbellino de furia y oscuridad. Uriel los esquivaba con la precisión de un cometa, su espada cortando el aire como una melodía antigua. Las luces del infierno se agitaban, y el suelo se resquebrajaba bajo sus pies como si el mundo entero se rehusara a sostenerlos.

Cada golpe era un rugido del cosmos. Cada destello, una plegaria perdida. Y cada mirada entre ambos, un duelo de eternidades enfrentadas. Belial rió con crueldad.

—¿Sabes qué me encanta de ti, Uriel?
Que sigues creyendo que puedes ganar sin odiar. Pero el amor que sientes… es tu debilidad.

Uriel apretó los dientes, y una lágrima se deslizó por su mejilla. Era luminosa, ardiente, tan pura que el fuego del abismo se extinguió al tocarla.

—No —murmuró— Es mi fuerza.

Con un grito que desgarró los cielos, Uriel desató su poder. Sus alas se abrieron por completo y el infierno se llenó de luz. Un torbellino de energía divina barrió los ejércitos de Belial, desintegrándolos en un segundo.

El suelo se partió. Las llamas se elevaron hasta el vacío superior. Era como si el propio universo llorara. En su interior, Asmodeo gritó también, sintiendo el dolor de su amado, su furia, su desesperación.

—Uriel, basta….No te pierdas….no dejes que el dolor te consuma…

Pero el ángel no lo escuchó. Su grito, ese alarido que nadie oyó pero todos sintieron, fue el rugido de un alma rota, el canto de un ser que amaba tanto que la misma creación se quebraba bajo su pena. Belial fue lanzado contra una muralla de piedra fundida, pero aún reía entre jadeos.

—Sí… —dijo con voz ronca— Eso es. Uriel.
Déjate consumir. Déjame ver qué queda de ti cuando ames tanto que destruyas todo lo que tocas.

Uriel cayó de rodillas, exhausto. Su espada se clavó en el suelo. El abismo entero se iluminó con su aura, pero dentro de él, la voz de Asmodeo se apagaba, débil, suplicante.

El ángel apretó su pecho con una mano,
sin comprender por qué dolía tanto si se suponía que ya no quedaba amor.
Sus labios se abrieron, temblorosos.

—Asmodeo… — susurró apenas.

Dentro del cristal, Asmodeo alzó la cabeza, su rostro empapado en lágrimas de luz.

—Sí, Uriel….Estoy aquí.

Una grieta diminuta recorrió la superficie del cristal. La luz azul se filtró entre las sombras,
y por un instante, las alas de Uriel titilaron, volviéndose rosadas otra vez. Solo por un instante. Belial se levantó, riendo, su cuerpo humeante, su voz llena de malicia.




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