El Beso Del Abismo

El Último Eco del Abismo

El abismo rugía. Las grietas ardían como venas abiertas de la creación, y sobre ese escenario de fuego y sombras, Uriel descendió, envuelto en un resplandor que parecía contener tanto la aurora como el ocaso. Sus alas, mitad luz y mitad penumbra, se desplegaron con un sonido que partió el silencio del infierno.

Frente a él, Belial lo esperaba. Su cuerpo, una amalgama de acero vivo y fuego antiguo, parecía un monumento al odio. Sus ojos, dos carbones encendidos, lo escrutaron con desprecio.

—Así que vienes solo, ángel de la redención —gruñó— ¿Crees que puedes borrar con una espada lo que el Padre permitió que existiera?

Uriel no respondió. La espada en su mano, la Espada de los Siete Rayos, palpitaba como si tuviera vida propia, latiendo con su furia contenida. El aire temblaba alrededor de él. El recuerdo de Asmodeo se encendía en su pecho como un corazón prestado.

—No vengo a borrar nada —dijo finalmente, con voz serena y grave— Vengo a poner fin a lo que nunca debió comenzar.

Belial lanzó una carcajada que retumbó en los muros del abismo.

—Entonces muere con tus ideales.

El demonio avanzó como una avalancha.
Sus alas negras se abrieron, arrojando fuego y sombra, y en un instante, ambos se encontraron.

El choque fue ciego, brutal, casi divino. La espada de Uriel chocó contra la lanza infernal de Belial, generando un estruendo que desintegró montañas enteras. Cada golpe era un relámpago; cada estocada, una plegaria rota.

Belial se movía con furia, la de mil guerras perdidas. Uriel con precisión, la de un corazón que sangra y ama al mismo tiempo.
El fuego y la luz se entrelazaron, pintando el abismo con destellos que parecían amaneceres imposibles.

—Eres débil, Uriel. El amor te hizo blando —escupió Belial, bloqueando una embestida.

—El amor me hizo eterno —respondió él.

Un solo golpe bastó. La espada descendió como un juicio, cortando la oscuridad en dos. El filo atravesó el pecho de Belial, y la luz lo envolvió todo.

El rugido del demonio se extendió por los confines del abismo. Su cuerpo ardió desde adentro, desintegrándose en fragmentos de fuego que se elevaron hacia el vacío.
En su último instante, una lágrima, una sola, cayó de su rostro ennegrecido.

—¿Por qué…? —susurró, sin odio, solo cansancio.

Uriel no contestó. Lo sostuvo entre sus brazos hasta que el último rastro del demonio se desvaneció. Entonces, el silencio descendió. El abismo quedó inmóvil.

Uriel se arrodilló. La espada se apagó lentamente, su brillo fundiéndose con las lágrimas que caían sobre la roca derretida. Sus alas, que aún conservaban el matiz oscuro, comenzaron a cambiar. El fucsia profundo se volvió rosa pálido, suave, cálido, como el primer destello del alba. La pureza regresaba a él, lenta pero imparable. Por fin, la luz volvió a abrazarlo.

Sin embargo, algo más se movió. Un estremecimiento recorrió el suelo. Las columnas del abismo temblaron. El aire se tornó denso, pesado, cargado de una presencia indescriptible. Uriel levantó la cabeza. Una voz antigua, majestuosa y terrible se deslizó por el aire como un veneno:

—Así que has osado arrebatarme a dos de los míos, pequeño mensajero de la luz…

Lucifer. Apareció entre las sombras, caminando sobre la nada, envuelto en un fulgor oscuro que era más cegador que cualquier luz. Su belleza era insoportable, su poder casi tangible. Cada paso suyo hacía sangrar la tierra.

—Me arrebataste a Belial, y antes, a Asmodeo. Dos príncipes que el abismo amó como hijos. Dos almas que me pertenecían —dijo, con voz suave y peligrosa— ¿Y tú crees que el Padre te recompensará por esto?

Uriel se puso en pie, con la espada aún en la mano. El resplandor rosado de sus alas bañaba las sombras del infierno, pero frente al brillo de Lucifer, parecía una llama frágil.

—No busco recompensa —dijo con calma— Solo justicia.

Lucifer sonrió, esa sonrisa que una vez engañó al cielo entero.

—Justicia… ¿o venganza? ¿No sientes el vacío dentro de ti, Uriel? ¿El peso de haber perdido lo único que amabas? Esa es mi victoria, aunque me mates mil veces.

Uriel alzó la espada.

—Tu victoria terminó con Belial.

Lucifer alzó una ceja.

—¿De verdad lo crees? —susurró, acercándose.

El aire se fracturó. Una ola de energía invisible golpeó al ángel, lanzándolo hacia atrás. Las piedras flotaron, el abismo rugió, los fuegos se apagaron. Lucifer extendió su mano, y su poder lo envolvió todo, un poder hecho de orgullo, tristeza y furia. Uriel sintió el suelo desaparecer bajo sus pies.

—Te enfrentaré como lo hice con todos los caídos —dijo, con la voz firme y el corazón en llamas.

—No, Uriel —respondió Lucifer, deteniendo su gesto, su rostro entre la ira y la fascinación—A ti te destruiré… yo mismo.

Y al decirlo, el abismo se abrió. Un torbellino de energía oscura se alzó, tragando el resplandor rosado. El cielo se cerró, los ecos se apagaron, y solo quedaron dos luces enfrentadas: una nacida del amor, otra del orgullo. El destino del mundo estaba por decidirse.

El rugido de Lucifer resonó en todo el abismo.
Y en los confines del cielo, las estrellas comenzaron a temblar.




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