El Beso Del Abismo

Cuando la Luz Rompe las Sombras

El abismo había quedado atrás, convertido en un eco distante de fuego y ceniza. Uriel volaba sobre las corrientes del viento nocturno, con el corazón agrietado y la mente llena de relámpagos. No podía derrotar a Lucifer en su propio reino; sabía que enfrentarlo allí sería como pretender apagar el sol con las manos. El aire de la Tierra lo recibió con un estremecimiento, y el cielo estrellado, mudo testigo, lo vio caer de rodillas en un campo cubierto por la niebla.

Su pecho ardía. La espada de luz se disolvió en un polvo rosado, y entonces lo sintió: una vibración, un pulso de vida dentro de él. El oscuro cristal que contenía el alma de Asmodeo comenzó a resquebrajarse en su interior. Un sonido sordo, como el de un corazón rompiéndose, resonó en su alma. Uriel jadeó, tomándose el pecho, mientras una grieta luminosa cruzaba su piel y destellos azules se escapaban de ella.

De pronto, el cristal se hizo añicos. Una llamarada azul celeste envolvió su cuerpo, y de esa luz emergió Asmodeo, de rodillas frente a él. La tierra tembló bajo ambos. El aire se llenó del perfume de los lirios celestiales, y por un instante, todo el universo pareció contener el aliento.

Las alas de Asmodeo, inmensas y resplandecientes, se desplegaron como un amanecer sobre la noche. Tonos de turquesa, azul y plata danzaban sobre sus plumas; cada una parecía un fragmento de cielo arrancado de la eternidad. Uriel retrocedió un paso, sin poder creerlo. El rostro de Asmodeo estaba ante él, sereno, vivo, tan hermoso como lo recordaba. Sus ojos, dos mares luminosos, lo buscaron en la oscuridad.

—Uriel… —susurró con voz quebrada—
¿De verdad soy libre?

El ángel no pudo responder. Solo cayó de rodillas y lo abrazó con desesperación, con la fuerza de quien temió no volver a sentir nunca ese calor. Sus lágrimas eran luz pura que se mezclaba con la de Asmodeo, cayendo sobre la hierba como pequeñas estrellas.

—Creí que te había perdido para siempre… —murmuró Uriel, temblando— Pensé que jamás volvería a verte.

Asmodeo lo sostuvo, apoyando su frente contra la de él.

—No hay abismo que pueda destruir un amor que nació del Padre mismo —dijo suavemente— Siempre supe que volvería a ti, aunque mi alma tuviera que cruzar mil infiernos.

Uriel sonrió entre lágrimas. Sus alas se abrieron, rozando las de su amado; la luz rosada se fundió con la celeste, creando un resplandor único, un abrazo de colores imposibles que se extendió hasta los cielos. El viento los rodeó en un torbellino, sus corazones latiendo al unísono. En ese instante, no existían ni el cielo ni el abismo, solo ellos y su amor eterno.

Pero entonces, el aire cambió. Una presión insoportable se adueñó del lugar, haciendo vibrar el suelo. La noche se volvió más oscura, como si el mismo firmamento hubiese sido devorado. Una voz resonó entre los árboles, profunda y devastadora.

—Qué cuadro tan conmovedor… el ángel que traicionó al cielo y el príncipe que traicionó al infierno, unidos en un beso que el universo no tolerará.

Una figura descendió lentamente del cielo nocturno. El viento se detuvo. Las estrellas, una por una, se apagaron. Lucifer.

Era la perfección misma. Su rostro era el reflejo del primer amanecer y del último crepúsculo. Su cuerpo emanaba un poder tan vasto que distorsionaba la realidad a su alrededor. Las alas negras, tan extensas como el cosmos, se desplegaron con un movimiento que hizo temblar los cimientos de la Tierra. Cada pluma parecía forjada con fuego estelar.

A su alrededor, un ejército demoníaco surgió del aire, más poderoso y terrible que cualquier otro que Belial hubiera comandado. Los cielos se abrieron en grietas rojas, dejando escapar sombras que rugían con voces de mil lamentos. Lucifer posó su mirada en Asmodeo, y su sonrisa se curvó con un matiz de ternura cruel.

—Asmodeo, hijo de la oscuridad y de mi sangre. Bienvenido nuevamente. Tu lugar está a mi lado. Y lo ocuparás, te guste o no.

Asmodeo se interpuso frente a Uriel, con las alas extendidas.

—No volveré contigo, Lucifer. Elegí la luz, y no hay fuerza en la creación capaz de hacerme regresar al abismo.

El rostro de Lucifer se endureció.

—La luz es una prisión que te marchitará. Yo te di poder, te di libertad… y me pagas con desobediencia.

Uriel dio un paso adelante, su espada reapareciendo entre sus manos en un destello de fuego rosa.

—Él eligió el amor, Luzbel —dijo con voz firme—. Algo que ni tú ni tu orgullo podrían comprender.

Lucifer lo observó, y por un segundo, una sombra de melancolía cruzó su mirada.

—Amor… —repitió casi con dulzura— Yo amé más que nadie, Uriel. Amé al Padre por encima de todo, y fue ese amor el que me condenó.

El aire se cargó de electricidad. Los demonios se arrodillaron detrás de su señor, el suelo bajo sus pies comenzó a derretirse, y el cielo lanzó un trueno que partió el horizonte. Lucifer extendió su mano, y de ella emergió una lanza de oscuridad pura, más antigua que el tiempo.

—Asmodeo volverá a mí —dijo con voz de trueno— y tú, pequeño ángel de la aurora, serás borrado como el polvo de una estrella apagada.

Uriel levantó su espada, la luz reflejándose en sus ojos llorosos pero decididos. A su lado, Asmodeo extendió sus alas, su aura azul ardiendo como un fuego eterno.

—Entonces tendrás que destruirnos a los dos —dijo Uriel.

Lucifer sonrió, un destello de orgullo y tristeza en sus labios.

—Lo haré con gusto.

Y en ese instante, el cielo se partió en dos. La luz y la oscuridad chocaron, rugiendo como océanos en guerra. Las alas de los tres se desplegaron, llenando la noche de un resplandor imposible. El destino del amor, del cielo y del infierno, estaba a punto de decidirse.

Y cuando la primera chispa de sus poderes colisionó, el mundo entero dejó de girar.
El cielo sangró. El infierno tembló. Y el amor… volvió a desafiar a Dios.




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