El cielo se partió en dos. Las nubes ardieron con fuego dorado y una vibración recorrió la tierra, haciendo temblar montañas, océanos y almas. El aire se tornó pesado, como si el universo supiera que estaba a punto de presenciar lo imposible: la luz y la oscuridad enfrentadas por última vez.
De entre la brecha celeste descendieron tres figuras. Miguel, Gabriel y Rafael aparecieron envueltos en resplandores de fuego puro. Sus alas rojas, doradas y violetas se desplegaron con un estruendo de relámpagos.
Cada una era una sinfonía visual: Miguel irradiaba poder y equilibrio; Gabriel, justicia; Rafael, sanación. Eran la voluntad del Padre manifestada, los heraldos del principio y el fin. Lucifer alzó la vista. Una sonrisa lenta, casi melancólica, curvó sus labios.
—Así que al fin bajaron del trono… —susurró, su voz llenando el aire como un eco divino—
¿Tanto temen perder a uno de los suyos?
Miguel avanzó hasta quedar frente a él. Eran idénticos. Mismo rostro, mismos ojos dorados. Solo las alas los diferenciaban: las del arcángel, luminosas como el sol naciente; las del caído, negras y centelleantes como un eclipse. La luz y la oscuridad se miraron mutuamente, reflejándose como dos mitades de un mismo origen. Durante un instante, el mundo pareció detenerse.
—No te temo, hermano —dijo Miguel con voz grave, firme, que resonó con autoridad—
Te compadezco.
Lucifer sonrió, inclinando apenas la cabeza.
—Siempre tan obediente, Miguel. Siempre el favorito. Dime, ¿cuándo dejarás de ser la espada del Padre para convertirte en tu propio ser?
El silencio se volvió tenso. Los rayos se cruzaban en el cielo, girando en espirales sobre ambos. Gabriel y Rafael extendieron sus alas, preparando sus armas celestiales: una lanza de oro y una cadena de luz que vibraba con energía pura.
Uriel, aún débil, observaba desde el suelo. A su lado, Asmodeo mantenía su espada azul alzada, sus alas abiertas, protegiendo al ángel con un gesto de amor feroz. El resplandor de los arcángeles se mezclaba con el aura de ambos, creando una barrera entre el cielo y el infierno. Lucifer se rió suavemente.
—Qué conmovedor… una familia reunida.
Entonces, en un susurro, añadió:
—Veamos cuántos sobreviven esta vez.
Y se lanzó hacia su hermano. El impacto fue tan violento que la tierra se abrió en grietas kilométricas. La luz de Miguel y la oscuridad de Lucifer colisionaron con una fuerza que desgarró el cielo. Cada golpe resonaba como una explosión, como un trueno divino. Sus alas golpeaban el aire, creando huracanes, destrozando montañas, levantando mares enteros.
—¡Lucifer! —gritó Miguel mientras sus espadas se cruzaban, lanzando chispas que se volvían estrellas fugaces— ¡Aún puedes regresar! ¡El Padre no te ha cerrado las puertas!
Lucifer respondió con un rugido que sacudió el espacio.
—¡El Padre me cerró el alma cuando me negó su verdad!
Giró sobre sí mismo, arrojando una ráfaga oscura que cortó el aire. Miguel la bloqueó, pero el impacto lo empujó varios metros hacia atrás.
Gabriel intervino, su lanza dorada atravesando las sombras como una flecha de justicia. Rafael agitó su cadena, atrapando a uno de los demonios que habían permanecido cerca, purificándolo con una explosión de luz violeta.
Pero Lucifer no estaba solo. De las grietas del suelo surgieron nuevas criaturas, deformes, hechas de humo y furia. Demonios antiguos, nacidos del primer pecado. Su presencia ensombreció el aire, sus gritos se confundieron con los truenos.
—¡Uriel, ahora! —gritó Gabriel.
El ángel se levantó tambaleante, sus alas rosadas temblando con energía recién restaurada. A su lado, Asmodeo extendió las suyas, el azul celeste mezclándose con el rosa. Ambos se elevaron, una sinfonía de luz pura entre la destrucción.
La batalla se volvió un caos celestial.
Uriel purificaba con fuego rosado cada sombra que tocaba. Asmodeo destruía con fuerza y velocidad, una ráfaga de azul que partía el aire en fragmentos. Los demonios caían como lluvia negra, evaporándose en destellos de fuego.
Pero entre ellos, Lucifer y Miguel seguían luchando, suspendidos en el aire, sus alas abarcando el firmamento. El contraste era tan deslumbrante que incluso las estrellas parecían oscurecerse ante su fulgor.
Lucifer alzó su mano, y el mundo tembló. De su palma emergió una esfera de oscuridad pura: la esencia del abismo concentrada. Miguel comprendió lo que era: el Corazón del Primer Fuego, el poder con el que Lucifer había sido creado. Si lo lanzaba, la tierra, el cielo y el infierno colapsarían.
—Hermano, ¡no lo hagas! —gritó Miguel, extendiendo su espada hacia él.
Lucifer lo miró con algo que parecía tristeza.
—No me queda nada que perder. Ni luz, ni amor, ni redención. Solo quiero silencio.
El fuego oscuro creció, devorando la luz.
Uriel y Asmodeo sintieron cómo el aire se volvía denso, inmóvil. Los demonios retrocedieron, temiendo a su propio señor.
Rafael gritó un conjuro. Gabriel voló hacia el frente, su lanza en alto. Pero Lucifer agitó su ala y los arrojó a ambos con un solo movimiento. Solo Miguel quedó frente a él.
Los gemelos. La luz y la sombra. El principio y el fin.
—Entonces que así sea —susurró Miguel, alzando su espada envuelta en fuego dorado— Por el Padre… por la Creación.
Lucifer respondió con una sonrisa trágica.
—Y por mi libertad.
Ambos se lanzaron al mismo tiempo. La colisión fue tan intensa que el cielo se volvió blanco, luego negro, luego nada. El sonido desapareció. Solo la energía pura, la existencia misma, tembló.
Uriel y Asmodeo apenas pudieron cubrirse con sus alas, cayendo de rodillas ante el resplandor que los cegaba. El viento arrancó árboles, las montañas se deshicieron, los mares se levantaron. El universo entero se dobló ante ellos. Y en medio de la tormenta, un solo suspiro: El de Lucifer.
Un gemido de dolor, de ira, de pérdida. Un eco que se extendió por el tiempo. Y entonces, silencio. La luz se disolvió lentamente. Los cielos quedaron en ruinas. Los arcángeles se levantaron, buscando a los gemelos. Pero no había rastro de ellos.
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Editado: 18.10.2025