El Beso Del Abismo

Ecos del Primer Amanecer

El universo respiró una última vez antes de romperse. El choque entre los gemelos había abierto una grieta en la realidad, una herida ardiente entre la luz y la oscuridad. Ni el cielo ni el abismo podían contenerlos, así que fueron arrojados a un lugar donde nada existía: el Velo del Silencio, el punto donde mueren los nombres y nacen los dioses.

Allí no había tiempo. Solo vacío. Y dos hermanos enfrentados bajo una esfera de luz suspendida sobre el abismo infinito.

Miguel cayó primero, su espada todavía encendida, su respiración entrecortada.
Lucifer descendió poco después, caminando entre las sombras como si aquel lugar le perteneciera.

—Siempre fue así —dijo el caído con una sonrisa triste— Tú primero, yo detrás. Tu luz abriendo el camino, mi sombra siguiéndote los pasos. Hasta que decidí dejar de caminar a tu sombra.

Miguel levantó la cabeza. Su armadura estaba resquebrajada, su rostro manchado con ceniza celestial.

—No fue el Padre quien te puso en mi sombra, Luzbel. Fuiste tú quien la creó al apartarte de su luz.

El nombre prohibido resonó en aquel espacio como un eco doliente. Lucifer frunció el ceño. Durante un instante, la sombra que lo envolvía se quebró, mostrando el rostro del ángel que alguna vez fue: el portador del amanecer, el primero en cantar al Padre, el más amado de todos.

—¿Aún me llamas así? —susurró Lucifer.

—Siempre serás mi hermano —respondió Miguel, bajando la espada— Aun cuando te hayas convertido en mi enemigo.

Lucifer lo miró con un brillo incomprensible en los ojos, mezcla de rencor y añoranza.

—No digas esas palabras, Miguel. No después de que me abandonaste ante su silencio.

El aire entre ambos se tornó denso, vibrante, a punto de estallar. El silencio del Velo se llenó de memorias.

Por un instante, Miguel recordó. Recordó los días en que eran uno solo: la luz del amanecer y la de la aurora, cantando juntos ante el trono, riendo como niños divinos bajo los jardines de la eternidad. Lucifer solía enseñarle a crear melodías, a construir constelaciones con sus manos. Había amor, un amor puro y sagrado entre ellos. Miguel bajó la mirada.

—Extraño aquellos días —murmuró con voz quebrada— Cuando tus alas aún reflejaban el sol, no lo devoraban.

Lucifer dio un paso adelante. Su sombra se alargó, devorando el resplandor de Miguel.

—Yo también los extraño, hermano… pero la nostalgia no cambia el pasado.

La sonrisa desapareció de su rostro. Con un movimiento fluido, su lanza negra emergió de la nada.

—Vamos. Muéstrame si todavía eres la espada del Padre o si solo eres un recuerdo oxidado del amor que me arrebató.

Miguel cerró los ojos un instante. Cuando los abrió, su mirada dorada ardía con una tristeza tan profunda que el mismo vacío pareció retroceder. Alzó su espada.

—Por Él —susurró— y por ti.

El primer golpe fue como el nacimiento de una estrella. La colisión de ambas armas liberó una onda expansiva que iluminó el Velo, mostrando fragmentos de universos extinguidos. Lucifer atacó con furia inhumana, su lanza trazando líneas de oscuridad pura.

Miguel respondía con la precisión del rayo, cada movimiento una plegaria, cada estocada un intento desesperado por salvar al hermano que ya no existía. El fuego y la sombra se entrelazaron como amantes en guerra. Los ecos del pasado resonaban en cada golpe.

—¡Aún puedes volver! —gritó Miguel, desviando un ataque que casi lo atraviesa—
¡El Padre nunca te negó su perdón! ¡Fuiste tú quien lo rechazó!

Lucifer giró sobre sí mismo, su lanza chocando contra la espada con una fuerza descomunal.

—¡Él me negó el derecho a ser libre! —rugió, su voz resonando como un trueno— ¡Yo solo quise amarle a mi manera, sin cadenas!

Ambos se separaron, jadeando, la distancia entre ellos convertida en un abismo de siglos. Miguel lo miró, y en su rostro se dibujó un gesto de infinita compasión.

—Y esa libertad te convirtió en esclavo de tu propio orgullo.

Lucifer se detuvo. Por un instante, algo cambió en su mirada. Una grieta. Un destello. El recuerdo de su antiguo amor fraternal, de las risas bajo la aurora. Pero lo ahogó al instante, gritando con furia.

—¡Cállate! ¡No necesito tu piedad!

El suelo del Velo comenzó a resquebrajarse.
Las sombras cobraron forma, transformándose en serpientes de fuego que intentaron envolver a Miguel. El arcángel extendió sus alas y las golpeó con fuerza, liberando un estallido de luz tan intensa que las sombras se desintegraron.

Ambos volaron, cruzando el cielo vacío, chocando una y otra vez. Lucifer lanzaba ráfagas de oscuridad, cada una con la fuerza de un cataclismo. Miguel respondía con torrentes de fuego dorado que iluminaban la nada. Cada impacto creaba mundos efímeros que nacían y morían en segundos. Lucifer reía, desesperado.

—¿Lo ves, hermano? ¡No somos tan diferentes! ¡Somos los mismos dioses que el Padre temió crear!

Miguel apretó la empuñadura de su espada.

—No. Tú elegiste el orgullo.
Yo elegí el amor.

Lucifer rugió, atravesando la distancia con un golpe directo al pecho de Miguel. La lanza rozó su corazón, desgarrando parte de su armadura celestial. El arcángel cayó de rodillas, su luz parpadeando. Lucifer avanzó, apoyando la punta de su lanza sobre su cuello.

—Pude haberte matado hace eones —susurró— Pero siempre dudé. Porque, aunque te detesto, también te necesito.
Eres el único que me recuerda quién fui.

Miguel levantó la mirada. En sus ojos no había odio. Solo un amor inmenso, tan vasto que ni el infierno podría consumirlo.

—Y tú, Luzbel, eres el único que me recuerda lo que perdimos.

Lucifer vaciló. Su mano tembló apenas. Y esa vacilación fue suficiente. Miguel alzó su espada, la luz estalló como el sol en el primer día. El golpe atravesó la oscuridad, separándolos con una fuerza devastadora. Lucifer cayó hacia las profundidades del Velo, gritando de rabia y dolor. Miguel, también herido, intentó extender la mano, pero el vacío lo arrastró en dirección contraria.




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