El Beso Del Abismo

El Amanecer Perdido

El cielo no amaneció. El mundo despertó cubierto por una penumbra inquietante, una calma falsa que precedía a la tormenta. En las alturas, las nubes formaban espirales luminosas que se deshacían apenas nacían, y el sol parecía dudar si debía volver a salir.

Uriel lo sintió antes que nadie. Su pecho ardió como si un fuego invisible lo devorara desde dentro. Cayó de rodillas en medio de la explanada sagrada, y Asmodeo, alarmado, corrió hacia él.

—¿Qué sucede, mi amor? —susurró, tomándolo por los hombros.
Uriel alzó la mirada, con lágrimas resplandecientes cayendo por su rostro.

—Miguel… y Lucifer… desaparecieron.

La voz del ángel era apenas un hilo quebrado. Su mirada, perdida en el horizonte.

A lo lejos, el viento trajo un sonido extraño, una vibración que no pertenecía al mundo humano. Era como un eco de un canto antiguo, pero descompuesto, dolido, casi un lamento.

—El lazo entre ellos no se rompió —dijo Gabriel, apareciendo detrás de ambos, con el rostro cubierto por una sombra de preocupación.

Sus alas doradas estaban retraídas, y el brillo de su mirada celestial se había opacado.

—Lo que Miguel selló no fue la oscuridad, sino su unión con su hermano.

Asmodeo frunció el ceño, su aura celeste vibrando con fuerza.

—¿Dónde están? Gabriel bajó la vista. —Nadie lo sabe. Ni siquiera el Padre ha respondido.

—¿Y Raguel? —preguntó Uriel con un hilo de esperanza.

—Ni siquiera él ha descendido —replicó Gabriel, apretando los labios— El cielo está en silencio.

El silencio de Dios. Era lo más aterrador de todo. Uriel se levantó con dificultad. Su aura se expandió, y sus alas rosadas se abrieron con un estremecimiento de luz.

—Entonces los buscaremos nosotros —dijo, con voz temblorosa pero firme.

Asmodeo tomó su mano, entrelazando sus dedos con ternura.

—Juntos.

Gabriel los miró un instante. La decisión brilló en sus ojos.

—Yo los acompañaré.

El viento cambió. El cielo retumbó con un rugido distante. El abismo, inquieto, comenzaba a moverse otra vez.

En lo más profundo del Velo del Silencio, dos luces titilaban en extremos opuestos del vacío. Miguel se arrastraba entre fragmentos de realidades rotas, su cuerpo herido, su espada rota en dos. La gravedad no existía allí; tampoco el tiempo. Solo una sensación constante de caída.

—¿Dónde estás, hermano? —susurró, su voz desvaneciéndose en el eco infinito.

A lo lejos, una chispa de oscuridad se movió.
Lucifer estaba allí. Suspendido entre la sombra y la niebla, con una herida ardiente en el pecho, su respiración irregular. Pero sus ojos… todavía tenían brillo. Un brillo antiguo, el del primer ángel que amó la creación.

—¿Sigues buscándome, Miguel? —preguntó, con ironía amarga.

—Siempre —respondió Miguel, acercándose con dificultad.

—No aprendes —rió Lucifer— Aún crees que puedes salvar lo que ya no existe.

Miguel alzó la espada rota, sosteniéndola con ambas manos.

—No quiero salvarte. Quiero que entiendas.

Lucifer lo observó en silencio. Por un segundo, un destello cruzó su rostro. No de ira. Sino de nostalgia.

—¿Entender qué? —preguntó al fin.
Miguel cerró los ojos. —Que incluso en tu caída, el Padre nunca te odió.

Lucifer rió. Pero su risa sonó vacía.

—Entonces, ¿por qué no me llamó de vuelta?

—Porque estabas gritando demasiado fuerte para escucharlo.

Las palabras flotaron en el aire inmóvil. Lucifer dio un paso atrás, su lanza volviendo a materializarse en su mano.

—Basta de sermones. Si. Él no puede hacerme callar, tampoco tú.

Miguel bajó la mirada.

—Entonces que el silencio sea testigo.

El suelo del Velo se rompió, liberando torrentes de energía oscura y luminosa.
Ambos se elevaron al aire, envueltos en sus respectivas auras: uno dorado como el amanecer, el otro negro como la eternidad sin estrellas.

La batalla comenzó.

Lucifer atacaba con precisión brutal, su lanza girando con la gracia de un dios. Miguel bloqueaba cada golpe, retrocediendo, avanzando, su espada rota aún resplandecía.
Los fragmentos de luz se dispersaban, convirtiéndose en estrellas fugaces que se perdían en el vacío.

Cada impacto evocaba recuerdos. El primer canto que compartieron. El momento en que fueron creados. El instante en que Lucifer cayó. Era más que una batalla física: era una lucha de almas, una danza de amor, orgullo, rabia y culpa.

—¿Por qué sigues resistiendo? —gritó Lucifer, empujándolo hacia atrás.

—Porque aún te amo —respondió Miguel, y su voz se quebró como cristal.

Lucifer lo miró con algo parecido al horror.

—No digas eso.

—Es la verdad. Eres mi hermano. Mi mitad.

—¡Yo no tengo mitad! —rugió el caído, lanzando un golpe directo al corazón de Miguel.

El impacto fue devastador. Pero en vez de defenderse, Miguel extendió las alas y lo abrazó. Lucifer se detuvo. Por un segundo, el universo entero se congeló. El abrazo. El gesto que desarmó el abismo. El toque que recordaba a su primera existencia juntos.

Lucifer apretó los dientes, su lanza cayendo al vacío. Empujó a Miguel con furia, pero sus manos temblaban.

—¿Por qué no luchas? —gritó, desesperado.

—Porque no quiero matarte —respondió el arcángel.

Lucifer retrocedió, la oscuridad ondulando a su alrededor. Sus ojos se llenaron de fuego y lágrimas.

—Entonces yo sí lo haré.

El rugido fue ensordecedor. Una llamarada oscura se extendió, envolviéndolos a ambos. El Velo se rasgó. Las estrellas más lejanas titilaron, como si lloraran. En la Tierra, Uriel sintió un estremecimiento en el pecho. Sus alas se abrieron de golpe. Asmodeo lo sostuvo mientras una lágrima de fuego caía del cielo, iluminando la noche.

—Es él —susurró Uriel— Es Miguel.

Gabriel levantó la mirada al firmamento.
El brillo del amanecer se mezclaba con sombras.bY en el horizonte, una tormenta descendía, como si el fin se acercara una vez más.




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