Uriel caminaba descalzo sobre la hierba húmeda. A su alrededor, los árboles parecían recién nacidos, el rocío brillaba como cristales sagrados, y los rayos del sol atravesaban las nubes formando columnas doradas. Sus alas rosadas se movían suavemente con la brisa, iluminando el entorno.
Detrás de él, Asmodeo lo observaba en silencio. Sus alas celeste turquesa relucían como un océano bajo el sol, pero su mirada estaba fija en algo invisible… un presentimiento.
—No deberíamos estar tranquilos —susurró.
Uriel giró apenas, con una sonrisa melancólica. —¿Desde cuándo la paz te asusta?
—Desde que sé que nunca es eterna —respondió Asmodeo.
Ambos guardaron silencio. Las palabras de Asmodeo parecieron resonar en el viento, como si el mundo mismo las hubiera escuchado. En ese instante, el cielo tembló. Una grieta invisible rasgó el horizonte, y del resquicio emergió una presencia oscura. No era un demonio, ni un ángel caído… era algo distinto. Un ser sin rostro, cubierto de un manto gris que absorbía la luz. De su interior se escuchaban susurros, voces antiguas que hablaban en lenguas olvidadas. Gabriel apareció a su lado en un destello.
—Lo sabía —dijo con tono grave—. Cuando Miguel y Lucifer desaparecieron, dejaron un vacío.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Asmodeo, con la mano ya sobre la empuñadura de su espada.
—Que el universo está intentando equilibrarse —respondió Uriel— Y eso que vemos… es el resultado.
El ser levantó su cabeza. De su manto se desprendieron fragmentos de sombra que tomaron forma humana. Eran ecos, imitaciones imperfectas de ángeles y demonios. Las copias distorsionadas de todo lo que había existido.
—No son seres vivos —advirtió Gabriel—. Son recuerdos de la creación misma… y están buscando un amo.
Asmodeo dio un paso adelante, su voz resonó como un trueno:
—No lo encontrarán aquí.
Uriel extendió su mano, su luz envolvió el campo en un resplandor suave y cálido.
Pero el ser gris no se inmutó.
—Luz… oscuridad… todo es lo mismo —susurró una voz sin boca—. Solo ecos de un Dios que ya no habla.
Las palabras lo atravesaron como agujas.
Uriel sintió que algo dentro de él se estremecía: una duda, apenas un pensamiento. Pero Asmodeo lo tomó de la mano y lo ancló al presente.
—No escuches —dijo—. No importa lo que diga. El amor es lo único real.
El suelo se quebró bajo sus pies. De las sombras brotaron los ecos deformes: alas partidas, rostros sin ojos, cuerpos hechos de ceniza. El aire se llenó de gritos y un viento helado barrió el valle. Gabriel, Uriel y Asmodeo se miraron. Sabían que esa batalla no era solo física: era la prueba final del nuevo mundo.
—No los destruiremos —dijo Uriel, desplegando sus alas con fuerza— Los purificaremos.
Su luz se expandió, envolviendo las sombras.bAsmodeo invocó el fuego azul de su corazón, un fuego que no quemaba, sino que devolvía forma y equilibrio. Gabriel, con su lanza dorada, selló los portales que seguían abriéndose. Durante un instante, la oscuridad retrocedió. Pero el ser gris habló otra vez, su voz se filtró en todas las direcciones:
—Purificar… destruir… amar… odiar… ¿no son lo mismo en el fin de los tiempos?
La pregunta quedó flotando. Y por primera vez, Uriel no supo qué responder.bEl ser extendió su mano hacia él. Un hilo negro salió disparado, impactando en el pecho de Uriel. Asmodeo gritó su nombre y corrió a sostenerlo. El ángel se arrodilló, jadeante. Su luz vaciló un instante, y una sombra pareció deslizarse por su mirada.
—¿Uriel? —susurró Asmodeo.
El ángel levantó la vista, con los ojos dorados oscuros brillando otra vez.
—Estoy bien —respondió con voz temblorosa.
Pero su alma sabía que no lo estaba. El ser gris sonrió por primera vez, y su voz se volvió un eco lejano:
—Entonces… el equilibrio ya comenzó.
Y se desvaneció en el aire, dejando tras de sí un cielo sin sol y un viento helado que hizo estremecer el mundo entero.
Esa noche, mientras el firmamento se apagaba, Uriel soñó con un espejo que lo reflejaba… pero el reflejo sonreía solo cuando él no lo hacía.
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Editado: 18.10.2025