Asmodeo se encontraba sentado frente a Uriel, observándolo en silencio. El ángel, de cabellos dorados y ojos ahora entre dorado y fucsia, reía suavemente mientras intentaba preparar el desayuno. Pero cada movimiento suyo parecía venir acompañado de una punzada de dolor invisible.
—Podrías dejarme hacerlo yo —murmuró Asmodeo acercándose.
—No —respondió Uriel con una sonrisa luminosa—. Si lo haces tú, la cocina arderá.
—Una sola vez… —protestó el ex-demonio, cruzándose de brazos—. Fue solo una vez.
—Sí, y todavía hay una pared que brilla azul —rió Uriel, llevándose una mano al pecho mientras la risa se apagaba por un segundo.
El dolor lo atravesó como una corriente eléctrica. Su rostro palideció y cayó de rodillas. Asmodeo, aterrado, lo sostuvo de inmediato. Pero en ese instante, una sombra emergió del pecho de Uriel. No era tangible, pero su presencia heló el aire. Una figura difusa, sin rostro, con ojos blancos como la luna.
—Otra vez tú —susurró Asmodeo.
La sombra giró hacia él. De su interior emanó una voz dulce, casi infantil, aunque cargada de frustración:
—Cada vez que lo tocas… duele.
Uriel alzó la cabeza con esfuerzo.
—No le hables así —murmuró con voz temblorosa—. Él no es tu enemigo.
El ser gris se encogió como una niebla avergonzada. No comprendía. No entendía por qué cada vez que Uriel sonreía, una sensación ardiente y desconocida lo invadía.
Algo parecido a la rabia, pero teñido de deseo por algo que no tenía nombre: amor.
Asmodeo, en un intento por aliviar la tensión, le sonrió al ser.
—¿Celos, quizás?
La sombra giró con un bufido.
—No… yo no… ¡No lo entiendo!
Uriel se llevó una mano al pecho, jadeante, y en ese mismo instante una chispa de luz se extendió por la habitación. El dolor era insoportable, pero su corazón lo entendía mejor que su mente: cada palabra de amor purificaba al ser gris.
Asmodeo lo abrazó sin pensarlo, envolviéndolo entre sus brazos. El ser intentó interponerse, pero la risa de Uriel lo detuvo. Una risa cristalina, contagiosa, tan pura que la sombra retrocedió.
—¿Qué haces? —gruñó el ser.
—Amar —susurró Uriel, mirándolo con dulzura—. Eso es lo que haces cuando el dolor deja de importar.
Por un instante, el ser gris titubeó. Luego desapareció en una ráfaga de viento, ocultándose nuevamente en el interior del ángel. Esa tarde, la calma regresó, aunque con un toque de comedia celestial. Uriel insistía en volver a hornear algo por terapia y Asmodeo, decidido a ayudar, terminó lleno de harina de pies a cabeza.
—Estás irreconocible —bromeó Uriel, sonriendo.
—Soy un ángel de azúcar —respondió él con tono teatral, haciendo reír a su amado.
Pero en medio de las risas, el ser gris volvió a asomar fugazmente: una sombra diminuta que se formó sobre el hombro de Uriel.
—¿Por qué ríen? —preguntó curioso.
—Porque la risa sana —dijo Uriel, guiñándole un ojo.
—¿Sana…?
—Sí —intervino Asmodeo—. Sana lo que ni la espada ni la luz pueden curar.
La sombra lo observó, confusa. Y por primera vez, emitió un sonido que no era un gruñido ni un suspiro: una risa torpe y descompasada Uriel y Asmodeo se miraron sorprendidos, y el ángel casi cae al suelo de la impresión.
—Creo que acaba de reírse.
—¿Ves? —dijo Asmodeo riendo—. Ya está aprendiendo a ser un poco humano.
El ser gris se esfumó de inmediato, avergonzado de su propio acto. Pero dentro de Uriel algo cambió: el dolor fue reemplazado por calor. La oscuridad se diluía poco a poco, como tinta en el agua.
Esa noche, mientras ambos se recostaban juntos, el aire era suave y tibio. Asmodeo acariciaba el cabello de Uriel con ternura infinita.
—A veces pienso que el cielo no sabe lo que hizo al enviarte aquí —murmuró.
Uriel sonrió, apoyando su cabeza en su pecho.—Quizás lo sabía demasiado bien.
El ser gris, silencioso dentro de él, los observaba desde esa cárcel luminosa. Por primera vez, no sentía odio ni celos. Solo una extraña paz que lo hacía temblar. Y en su mente resonó un pensamiento propio, nuevo, puro:
¿Esto… es lo que llaman amor?
Mientras dormían, un hilo de luz brotó del pecho de Uriel y se deslizó al firmamento, trazando una constelación nueva. Desde el abismo, Lucifer la observó y murmuró con una sonrisa amarga:
—Hasta las sombras aprenden a amar… justo antes de caer.
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Editado: 18.10.2025