El Beso Del Abismo

Las Dos Sombras del Corazón

La mañana amaneció con un brillo extraño.
Los rayos del sol entraban por la ventana del pequeño departamento, pero no eran dorados como siempre: tenían un tono perlado, casi irreal, como si el cielo dudara entre el día y la noche.

Uriel dormía aún, su respiración pausada, los labios entreabiertos y una mano apoyada sobre el pecho donde antes ardía el sello.
Asmodeo lo observaba, con el corazón henchido de ternura. Su luz, aquella que una vez fue oscura, se mezclaba con la del ángel purificador formando un resplandor tan bello que parecía desafiar la existencia misma.

Pero no estaban solos. En algún rincón del alma de Uriel, el ser gris se removía inquieto.
Lo que antes había sido una sola sombra empezó a fragmentarse. Una voz suave, femenina, murmuraba:

—Él nos está limpiando... nos está matando.

Y otra voz, más grave, respondió con serenidad:

—No, nos está enseñando algo que jamás entendimos.

El ser se dividió en dos. Una mitad seguía siendo oscura, fría, resentida. La otra, tenue como humo iluminado, comenzaba a sentir algo parecido a la ternura. Ambas habitaban el interior de Uriel, luchando en silencio mientras el ángel dormía abrazado al amor que lo salvó.

A media mañana, Uriel despertó. El olor a café y a pan tostado llenaba la habitación. Asmodeo estaba en la cocina, tarareando una melodía humana que había aprendido recientemente.

—Te ves tan... terrenal —dijo Uriel desde el marco de la puerta.

—Y tú tan celestial que parece que el mundo se detiene cuando sonríes —replicó Asmodeo, dándole la taza con una media sonrisa.

Uriel la tomó, pero al hacerlo sintió un escalofrío. Dentro de él, las dos voces discutían:

—No confíes en él. Te arrastrará de nuevo.

—Cállate, él lo ama. Nos ama. ¿No lo sientes?

El ángel apretó la taza con fuerza. Por un instante, el líquido se agitó reflejando sombras y luces entrelazadas. Asmodeo lo notó.

—¿Otra vez esa molestia?

Uriel asintió despacio.

—Está más intensa... pero diferente. Como si hubiera dos de ellos.

—¿Dos? —preguntó Asmodeo, frunciendo el ceño.

—Sí... una parte me teme, y la otra parece querer quedarse —explicó el ángel con voz baja.

El silencio se adueñó del lugar. Afuera, las nubes se espesaban, presagio de tormenta.

Horas después, Uriel se retiró al jardín trasero del edificio, buscando concentración.
Se arrodilló entre las flores y cerró los ojos.
Su respiración se acompasó, su luz interna comenzó a expandirse. Y entonces las vio: las dos sombras frente a él. La primera, oscura y serpenteante, lo miraba con ojos vacíos.

—Me estás destruyendo, ángel.

La segunda, translúcida, temblaba como una llama débil.

—No. Él nos está salvando.

Uriel las observó, sin miedo.

—No quiero destruirlas —dijo con dulzura— Pero deben decidir qué serán: ¿sombras… o parte de mi luz?

La sombra oscura soltó una carcajada.

—¡Tu luz! La misma que nos quema, la misma que me roba existencia.

La sombra clara dio un paso al frente.

—La misma que me hace sentir por primera vez.

Y entonces ocurrió lo inesperado. Ambas chocaron entre sí, girando alrededor de Uriel en un remolino de luz y oscuridad. El ángel gritó, su cuerpo tembló, y Asmodeo corrió hacia él en cuanto sintió el estallido energético.

—¡Uriel! —exclamó sujetándolo.

La explosión se disipó. Cuando el polvo cayó, el ser gris ya no era uno ni dos… sino una figura humana. Un joven de piel pálida, cabellos plateados y ojos de un gris cambiante, mitad luz, mitad sombra.

—¿Qué eres tú? —preguntó Asmodeo, listo para luchar.

—No lo sé —respondió el joven con voz quebrada— Pero... gracias a ustedes, existo.

Uriel lo miró con sorpresa, lágrimas brillando en sus ojos.

—Te purificaste... no eras maldad. Solo eras… lo que quedaba del miedo.

El joven asintió, confundido pero con una paz nueva en el rostro. Se acercó a Uriel, extendiendo su mano.

—¿Puedo… quedarme aquí? No sé dónde pertenezco.

Asmodeo y Uriel se miraron, y sin palabras, comprendieron la decisión. Uriel tomó la mano del muchacho y asintió.

—Mientras exista amor, hay lugar para ti.

Esa noche, los tres compartieron la cena. El joven, al que Uriel llamó Eiran, el renacido, observaba con curiosidad cómo Asmodeo y Uriel se reían, cómo se tocaban las manos sin miedo, cómo el amor podía ser tan natural como respirar. En su pecho, algo nuevo comenzó a florecer: un deseo no de poder, sino de pertenencia.

Pero en lo más profundo de la tierra, Lucifer observaba aquella escena a través de un espejo de fuego. Sus labios se curvaron en una sonrisa.

—Un ángel que purifica la oscuridad —Y un demonio que la vuelve luz —susurró una voz a su lado, la de Belial, que aún vivía en la penumbra. —Déjalos disfrutar —respondió Lucifer— Mientras más amen, más dolerá cuando los reclame el equilibrio.

Esa noche, mientras Uriel dormía abrazado a Asmodeo, Eiran se levantó en silencio.
Su reflejo en la ventana no lo imitó.
Sonrió con tristeza.

—No todos los fragmentos de la oscuridad desean redención… algunos solo saben esperar.




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