Uriel estaba en la cocina, sirviendo tres tazas de té. Su cabello dorado caía en ondas suaves sobre sus hombros, y su mirada aún dulce pero más madura reflejaba calma y tristeza en igual medida.
Asmodeo estaba apoyado en la ventana, sin camisa, con las alas plegadas. Sus alas celeste turquesa se teñían de tonos dorados cuando el sol las tocaba. En su pecho brillaban los restos de antiguas cicatrices que solo el amor de Uriel había cerrado.
Y en el sofá, con un libro que apenas entendía, Eiran los observaba. Sus ojos grises cambiantes como tormentas reflejaban algo más que curiosidad. Había un brillo en ellos… un fuego inquietante que ni siquiera él comprendía.
—¿Cómo dormiste? —preguntó Uriel con amabilidad.
—No duermo —respondió Eiran, sin levantar la vista del libro.
—¿Por qué? —intervino Asmodeo, arqueando una ceja.
El joven cerró el libro lentamente.
—Porque cuando cierro los ojos, escucho voces. Voces que me llaman por un nombre que no recuerdo.
Uriel sintió un escalofrío.
—¿Qué nombre?
—No lo sé —murmuró Eiran, apartando la mirada—. Solo sé que suena… antiguo.
Asmodeo caminó hacia él con paso firme.
—Si esas voces provienen del abismo, las callaremos. No volverás a él.
Eiran levantó la mirada, y por un instante, los tres callaron. Porque detrás del joven, por una fracción de segundo, se reflejaron alas negras en la pared.
Esa tarde, Uriel y Asmodeo salieron al parque, intentando disfrutar de la calma. Era una costumbre nueva: caminar entre los humanos, escuchar su risa, sentir el viento, mirar cómo los niños corrían. A Uriel le encantaba eso. Decía que era el sonido de la inocencia que aún no se ha perdido. Pero Asmodeo, aunque intentaba disfrutar, no podía dejar de pensar en Eiran.
—Hay algo en él… algo que no encaja —dijo con tono bajo.
Uriel lo miró con ternura.
—Fue creado del conflicto entre luz y sombra, Asmodeo. Necesita tiempo para entenderse.
—¿Y si ese tiempo no basta? —replicó él, con los ojos fijos en el horizonte—. Si dentro de él late algo más oscuro que el mismo Belial.
Uriel no respondió. Porque en el fondo, lo sentía también. El joven era una paradoja viviente: puro como un amanecer, pero con un vacío en la mirada que ninguna luz podía llenar. Al caer la noche, la tensión se volvió palpable. Eiran estaba de pie frente al espejo del baño, observando su reflejo. El vapor de la ducha empañaba el cristal, y entre las gotas, la imagen reflejada le sonreía aunque él no lo hacía.
—¿Quién eres? —susurró, acercándose al vidrio.
La voz que respondió no fue la suya:
—Soy lo que dejaste atrás. Lo que te trajo hasta aquí.
El espejo vibró, y el reflejo adoptó una forma más definida: la de un joven idéntico a él, pero con ojos rojos como brasas y alas negras extendidas.
—No puedes huir de lo que eres, Eiran —dijo el reflejo con una sonrisa torcida— No puedes borrar el abismo que te parió.
—No… —Eiran retrocedió, con miedo en la mirada.
—Ellos te usan —continuó la voz, cada vez más fuerte— Uriel y Asmodeo creen que te salvaron, pero solo te están moldeando. Ellos quieren que seas un ángel. Y tú… no naciste para eso.
El espejo estalló.bEiran cayó al suelo, jadeando, mientras pequeñas luces grises flotaban a su alrededor. Eran fragmentos de su alma. Y entre ellos, una sombra se alzó lentamente detrás de él….Uriel sintió un estremecimiento lejano, un tirón en su alma.
—Algo anda mal —dijo, levantándose de la cama.
Asmodeo ya estaba de pie, su expresión endurecida.
—Lo sentí también.
Ambos corrieron al cuarto de Eiran. El aire era espeso, frío. El espejo destruido reflejaba las luces de la luna, y en el centro del suelo, Eiran estaba de rodillas. Su piel brillaba débilmente, y su voz temblaba:
—No sé qué me pasa… hay algo en mí… que no soy yo.
Uriel se arrodilló junto a él, apoyando su frente contra la suya.
—Escúchame, Eiran. No eres oscuridad ni luz. Eres equilibrio. Eres lo que nunca existió antes.
Pero antes de que pudiera decir más, el cuerpo del joven se arqueó hacia atrás, un rugido inhumano escapando de su garganta.
Una energía negra y plateada se liberó de su pecho, y del suelo emergió una figura espectral, el reflejo mismo de Eiran, con una sonrisa cruel.
—Soy Nadir, el otro lado del renacido —dijo la sombra— Y ustedes… ustedes me han dado un cuerpo.
Asmodeo se adelantó, interponiéndose entre él y Uriel.
—Si vienes por él, tendrás que pasar sobre mí.
Nadir sonrió, los ojos llameando.
—No vengo por él… vengo por ustedes.
Y con un movimiento de su mano, lanzó una ola de energía oscura que destruyó parte del techo. Uriel apenas alcanzó a desplegar sus alas, protegiendo a Eiran y a Asmodeo bajo su escudo rosado. El estruendo sacudió todo el edificio. Desde las calles, los humanos solo vieron una luz cegadora romper el cielo. En medio del caos, Uriel apretó la mano de Asmodeo.
—No lo destruiremos.
—¿Qué? —gruñó Asmodeo, conteniendo el fuego que ardía en sus manos.
—Es parte de Eiran. Si lo destruimos, él morirá también.
La mirada de Asmodeo se endureció.
Sabía que Uriel tenía razón, pero el precio sería alto. Porque cada vez que Nadir crecía… el joven renacido se desvanecía un poco más.
Nadir rió, su voz retumbando en el aire como truenos distantes.
—No pueden vencerme sin destruirlo.
Uriel levantó la mirada, con lágrimas brillando en sus ojos.
—Entonces tendré que enseñarte lo que ni la luz ni el abismo comprendieron jamás: el poder de amar incluso a tu propia oscuridad.
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Editado: 18.10.2025