En medio del humo, Uriel, Asmodeo y Eiran aún temblando se encontraban rodeados por fragmentos de piedra y fuego. La figura oscura de Nadir se elevaba sobre ellos, su cuerpo formado por una mezcla de energía y sombra, como si el aire se hubiese condensado en puro rencor. Sus ojos eran dos lunas sangrientas, y su voz una mezcla de la de Eiran y algo más antiguo, más profundo resonaba con una dulzura retorcida:
—No entienden… no soy maldad, soy lo que la luz siempre niega: el dolor que no se perdona, la parte que no se ama.
Uriel, de rodillas, lo observaba con el corazón en llamas. Asmodeo se interpuso, con las alas extendidas, brillando con una intensidad que hacía retroceder a las sombras.
—No volverás a tocarlo — advirtió— Ni a él, ni a ninguno.
Nadir sonrió, pero no respondió. Solo levantó una mano, y el aire se partió con un rugido. Las ondas de energía oscura lo arrasaron todo. Asmodeo desplegó su poder. Su luz celeste se encendió como fuego líquido, creando un escudo que abrazó a Uriel y a Eiran. El choque fue devastador: el suelo se resquebrajó, los edificios a su alrededor se desmoronaron. Parecía el fin del mundo.
Pero Uriel no podía quedarse quieto.
Su corazón ardía, no por rabia ni por miedo, sino por un amor tan grande que amenazaba con romperlo.
—¡Basta! —gritó, su voz expandiéndose como un trueno de cristal— ¡Ya no quiero luchar!
El tiempo pareció detenerse. Nadir se volvió hacia él, desconcertado.
—¿Qué dices?
—Que no pelearé contra ti —dijo Uriel, poniéndose de pie— Porque tú eres parte de él. Parte de lo que debe aprender a amar.
Sus alas se abrieron, rosadas y brillantes, pero un fulgor dorado se mezcló con ellas: el reflejo de Asmodeo. Ambos estaban sincronizados, respirando juntos, sus luces entrelazadas. Uriel dio un paso adelante, mirando a Nadir directamente a los ojos.
—Yo soy el ángel purificador —susurró— pero no nací para destruir. Nací para aceptar.
Y entonces extendió su mano. Una ola de luz se elevó, cálida, envolvente. Nadir gritó, no de dolor sino de confusión. Cada fibra de su ser temblaba, fragmentándose, dividiéndose entre la oscuridad que lo había parido y la compasión que lo reclamaba. Eiran, en el suelo, observaba todo con lágrimas en los ojos.
—Uriel… no lo destruyas… por favor, él soy yo…
El ángel se volvió hacia él, y con una sonrisa llena de tristeza y ternura, respondió:
—Por eso mismo no puedo hacerlo.
El cuerpo de Nadir comenzó a desvanecerse, pero no en polvo ni ceniza. Su oscuridad se transformaba en una lluvia de plumas grises que caían suavemente, disolviéndose al tocar el suelo. En medio de esa neblina, Eiran se levantó. Sus ojos ya no eran grises, sino de un tono amatista profundo, mezcla de sombra y luz. Una nueva serenidad lo envolvía.
—Lo lograste —susurró Asmodeo, acercándose— Lo purificaste sin matarlo.
Uriel negó con la cabeza, exhausto, dejando caer las alas.
—No, fue él quien eligió ser libre.
Eiran alzó la vista, mirando las estrellas que volvían a asomar entre los huecos del cielo.
—Ahora entiendo… el amor no destruye la oscuridad, la ilumina.
Esa noche, los tres se refugiaron en una colina alejada. El cielo, aún cubierto de grietas de energía, parecía respirar junto con ellos. Uriel descansaba recostado sobre Asmodeo, con su mano enlazada a la del joven renacido. Eiran sonreía, observando las luciérnagas que revoloteaban cerca. Por primera vez, la paz era real. No una tregua, sino una calma ganada con dolor y sacrificio. Asmodeo se inclinó sobre Uriel y murmuró:
—¿Sabes qué pienso?
—¿Qué? —preguntó el ángel, somnoliento.
—Que hasta el abismo tuvo miedo del amor, porque nunca entendió su poder.
Uriel sonrió. —Entonces tendremos que enseñárselo.
Pero en lo profundo del abismo, Lucifer observaba. Sus ojos eran dos soles oscuros, ardiendo con ira contenida. A su lado, Belial resurgía, su cuerpo reconstruido de fuego negro y rencor.
—Fallaron todos —dijo el Señor del Abismo con voz serena— Sariel, Lyrhiel, Nadir… todos purificados por esa misma luz.
—¿Qué harás? —preguntó Belial, inclinándose.
Lucifer sonrió lentamente.
—Lo que siempre he hecho. Romper el equilibrio. Si el amor purifica, entonces haré que ame lo que debe odiar.
Aquella misma noche, mientras Uriel dormía profundamente en brazos de Asmodeo, una pluma negra cayó del cielo y se posó sobre su pecho. Era ligera, hermosa… pero en su centro ardía una chispa carmesí. La voz de Lucifer susurró en su mente:
—Hasta la luz puede corromperse… si ama demasiado.
#5554 en Novela romántica
#1633 en Fantasía
#angelescaidos, #amorquedestruyeysalvael cielo, #romancedefantasia
Editado: 18.10.2025