El Beso Del Abismo

El Sueño del Lucero Caído

La noche se deslizaba como un velo de terciopelo oscuro sobre la ciudad dormida.
El silencio era tan profundo que parecía que incluso los astros contenían el aliento.
Dentro del pequeño apartamento, una lámpara encendida derramaba un resplandor cálido sobre los rostros de Uriel y Asmodeo, que descansaban entrelazados, envueltos por las sábanas y por la paz temporal que tanto habían anhelado.

Pero la paz no siempre es un regalo… a veces es la antesala de una tormenta. En el pecho de Uriel, casi imperceptible, la pluma negra reposaba como una lágrima del cielo. Una brisa apenas perceptible la movió, y entonces… el aire cambió.

Un escalofrío recorrió la espalda del ángel.
Su respiración se tornó irregular, su cuerpo se arqueó con un suspiro que no era del todo suyo. El sueño se apoderó de él lentamente, como una sombra que lo abrazaba con dulzura, y lo arrastró a un abismo donde ni la luz ni el tiempo tenían forma.

Despertó sobre un suelo de cristal. A su alrededor se extendía un océano suspendido en el aire, donde las olas parecían compuestas de luz líquida y fuego. El cielo sobre él era una cúpula de estrellas heridas que sangraban reflejos dorados y rojos.

—¿Dónde… estoy? —susurró.

Su voz no produjo eco, pero el aire respondió con un murmullo suave, casi musical, como un coro invisible que respiraba su nombre.
Uriel…”

El ángel avanzó con cautela. Sus pies descalzos tocaban el suelo que no era sólido, pero tampoco líquido. Con cada paso, el lugar cambiaba, se replegaba, mutaba como si el sueño respondiera a sus pensamientos. Y entonces, entre la bruma dorada, vio una silueta.

Alta.
Serena.
De una belleza devastadora.

Tenía el cabello negro como la noche sin luna, cayendo en ondas sobre su espalda desnuda. Sus alas, abiertas en todo su esplendor, no eran negras ni blancas, sino de un tono azabache con reflejos de fuego y diamante, como si contuvieran galaxias enteras entre las plumas. Sus ojos, cuando se abrieron, eran del color del amanecer antes de nacer: dorados, tristes, inmensos.

—Sabía que vendrías —dijo la voz. Suave. Grave. Profunda.

Uriel lo reconoció incluso antes de escucharlo completo. Lucifer. El Lucero del Alba. El primer amado del Padre. El hermano gemelo de Miguel. El que había visto la luz y la había rechazado. Uriel retrocedió instintivamente, pero Lucifer sonrió, sin rencor.

—No temas, ángel de las alas rosadas. No he venido a dañarte.

—¿Por qué estoy aquí? —preguntó Uriel, aunque la respuesta ya ardía en su pecho.

Lucifer alzó una mano. Entre sus dedos brillaba una pluma idéntica a la que había caído sobre el pecho del ángel.

—Porque la curiosidad del alma nunca duerme. Tú me llamaste.

—¡Mentira! —Uriel apretó los puños— Yo jamás te invocaría.

Lucifer bajó la vista, su sonrisa melancólica.

—Oh, pero sí lo hiciste… cuando dijiste amo incluso a mi propia oscuridad”.

El ángel enmudeció. El eco de sus propias palabras lo envolvió como un recordatorio. Lucifer dio un paso hacia él. Cada movimiento parecía coreografía divina, una danza de sombras que desafiaba al universo.

—No vengo a tentarte, Uriel. Vengo a mostrarte lo que el cielo nunca quiso que vieras.

De pronto, el paisaje cambió. El océano de luz se disolvió y en su lugar surgió un jardín imposible, un jardín suspendido entre el día y la noche, donde las flores ardían y lloraban a la vez.bLos árboles tenían hojas de plata y frutos hechos de lágrimas de estrellas. Y en el centro, un lago oscuro reflejaba no el cielo, sino los recuerdos de todos los que alguna vez amaron y cayeron. Lucifer se acercó a la orilla, sin voltear.

—Mira, Uriel. Este es el lugar donde nacen los sentimientos prohibidos. Aquí florece el amor que el cielo teme, y el que el abismo no comprende.

Uriel se acercó con cautela. El agua del lago se agitó, y en su superficie vio reflejos de su propia vida: Él y Asmodeo, riendo bajo la lluvia. Él, encadenado en el abismo. Él, purificando la oscuridad, llorando de dolor y de amor. Cada imagen era una herida y una caricia al mismo tiempo.

—¿Por qué me muestras esto? —preguntó, con la voz rota.

Lucifer giró la cabeza.

—Porque tú, Uriel, eres lo que yo no fui capaz de ser.

El ángel parpadeó, confundido. Lucifer lo miró con ternura y dolor.

—Yo amé primero. Yo fui el primero en ver la belleza de la creación, en amar al Padre con todo mi ser. Pero cuando vi mi reflejo en su luz, no vi amor… vi servidumbre. Quise amar a mi manera. Y caí.

Lucifer extendió una mano hacia Uriel.

—Tú también amaste a tu manera. Pero a diferencia de mí, tu amor te redimió, no te destruyó.

Un silencio tembloroso se extendió entre ambos. La brisa agitó las alas de Uriel, haciéndolas brillar con reflejos rosados que se mezclaban con los destellos oscuros del cielo. Lucifer dio un paso más. Sus rostros quedaron a solo un suspiro de distancia.

—Dime, Uriel… ¿crees que el amor puede existir sin caer?

El corazón del ángel tembló. Su alma se estremecía ante la cercanía de aquella presencia imposible. Era como mirar al sol y a la noche al mismo tiempo.

—Sí —susurró—. Pero hay que aprender a amarlo sin poseerlo.

Lucifer sonrió.

—Entonces ya me superaste.

El jardín tembló. Las flores comenzaron a marchitarse, no por maldad, sino porque el sueño estaba muriendo. El cielo se oscureció, y en el aire resonaron cánticos en lenguas olvidadas. Lucifer bajó la mirada, con un destello de tristeza infinita.

—Debes despertar. No pertenezco a este tiempo ni a este lugar. Pero quería verte una vez más… antes del fin.

Uriel dio un paso hacia él, impulsado por una compasión que superaba toda lógica.

—Lucifer… ¿por qué el Padre aún te permite existir?




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