El Beso Del Abismo

El Silencio de las Estrellas

El amanecer llegó con una calma mentirosa.
Un cielo pálido cubría la ciudad, y el viento soplaba con una suavidad casi humana, como si intentara esconder lo que pronto se avecinaría.

En el balcón del apartamento, Uriel contemplaba la línea del horizonte. Sus alas, desplegadas, atrapaban los primeros rayos del sol. Ya no había en ellas oscuridad ni plumas negras; solo luz pura, renacida. La pluma maldita de Lucifer había desaparecido la noche anterior, desintegrándose en un resplandor fugaz que se elevó al cielo antes de desvanecerse.

No quedaba rastro del sueño, ni de la voz de Lucifer, ni del perfume del jardín del crepúsculo. Solo un murmullo lejano en el alma del ángel y la certeza de que el peligro había cambiado de forma.

Asmodeo se acercó desde el interior del apartamento. Su presencia era una llama viva; la calma de su respiración y el leve roce de sus alas turquesa bastaban para llenar el espacio.

—¿Lo sientes, verdad? —murmuró él, poniéndose a su lado.

Uriel asintió sin apartar la mirada del horizonte.

—El equilibrio se ha roto. El cielo se fractura y los humanos escuchan voces que no les pertenecen.

El ex–príncipe del abismo cerró los ojos y suspiró.

—Lucifer cambió de estrategia. Ya no necesita atacar. Solo está sembrando dudas.

El rumor de la rebelión

En los días siguientes, la paz se volvió un espejismo. En los cielos superiores, el trono de los serafines permanecía en silencio.
Los arcángeles restantes ,Gabriel, Rafael y Miguel, intentaban sostener el orden, pero cada palabra suya era respondida con desconfianza.

Los ángeles menores, confundidos, empezaron a discutir entre sí. Algunos dudaban del Padre, otros de sus hermanos, y algunos incluso murmuraban el nombre prohibido: Lucifer. Era una rebelión sutil, invisible a los ojos humanos.

No se trataba de espadas, sino de pensamientos. Un veneno suave que se extendía con la misma dulzura que una plegaria. Gabriel fue el primero en notarlo. Una tarde, mientras caminaba entre los jardines del cielo, escuchó a dos querubines discutir:

—¿Y si Lucifer no fue tan malo como dijeron? —susurró uno.

—Dios lo castigó por amar demasiado —respondió el otro— Quizás el amor también puede ser una forma de obediencia.

Cuando Gabriel se acercó, ambos se inclinaron, temerosos. Pero el arcángel solo les dijo:

—Cuiden lo que aman. No todo lo que brilla viene de la luz.

Aun así, sabía que las raíces de la duda ya estaban plantadas.

El eco en la Tierra

Mientras tanto, Uriel y Asmodeo caminaban entre los humanos. Vivían en un pequeño pueblo junto al mar, donde el aire olía a sal y a pan recién hecho. Uriel trabajaba en la misma confitería, amasando pan como quien esculpe la vida; Asmodeo enseñaba música a los niños en una vieja escuela.

A simple vista eran una pareja más, dos hombres enamorados que se reían con timidez bajo el cielo. Pero sus almas recordaban lo que el mundo olvidaba: el cielo y el abismo se estaban acercando otra vez.

Las noches eran inquietas. Se escuchaban cánticos extraños en los templos humanos, oraciones dirigidas no al Padre, sino al Portador de la Luz. Las estrellas parpadeaban como si algo las perturbara.

Una noche, Uriel y Asmodeo fueron llamados por Gabriel. El arcángel apareció entre un remolino de luz dorada, su expresión grave.

—Lucifer está moviendo sus piezas. No con violencia… sino con deseo. Está enseñando a los ángeles y a los hombres que pueden ser libres de todo, incluso del amor.

Asmodeo entrecerró los ojos.

—Eso no es libertad. Es vacío.

Gabriel asintió.

—Y sin embargo lo creen. Uriel, él teme lo que tú representas. Tú purificas. Él seduce. Y ahora hay legiones de ángeles menores que han dejado el cielo para seguir su voz.

Uriel apretó los puños.

—¿Y los humanos?

—La mayoría lo siguen también. —Gabriel bajó la mirada— Les promete poder, placer y eternidad sin sacrificio. Les enseña a adorar su propio reflejo.

Asmodeo se adelantó.

—Entonces los enfrentaremos.

Gabriel lo miró en silencio. Su expresión se suavizó apenas.

—Sí, pero no podrás hacerlo solo con fuego. Lucifer alimenta el orgullo. Para vencerlo deberán tocar el corazón de los que lo siguen.

Y con esas palabras, desapareció en un destello dorado.

El amanecer dividido

La mañana siguiente trajo consigo un silencio antinatural. Uriel despertó sobresaltado: el aire olía a hierro y ceniza.
Asmodeo se levantó de inmediato, alzando la vista hacia el cielo. Nubes negras giraban en espiral sobre el mar. Relámpagos recorrían la superficie del agua, y una figura luminosa demasiado luminosa emergía del horizonte. Era Lazariel, un antiguo ángel de sabiduría. Su luz era blanca, pura… pero su mirada estaba vacía.

—Uriel —dijo con voz calma—, ven conmigo. El cielo ha decidido seguir al verdadero portador de la luz.

—No —respondió Uriel, firme— El cielo no sigue a la oscuridad disfrazada de libertad.
—Entonces muere con tus ideales.

El aire tembló. Lazariel desplegó sus alas: una mezcla de plata y humo. Su espada brilló con un fulgor cegador. Uriel esquivó el primer golpe apenas a tiempo. La arena se alzó como una ola dorada; el mar rugió como si reconociera a los combatientes. Asmodeo extendió sus alas turquesa, la energía de su luz estallando en chispas azules.

—¡Uriel, cúbrete! —gritó.

El choque entre ambos poderes rompió la calma. El cielo se partió en dos: una mitad rosada, la otra gris. Las olas se congelaron en el aire como cristales suspendidos.

Uriel giró con gracia, cada movimiento acompañado por el zumbido musical de su espada de luz. Lazariel atacaba con precisión milimétrica, pero el amor que fluía entre Uriel y Asmodeo creaba un escudo invisible que desviaba cada embate.

El ex–príncipe del abismo rugió, lanzando una llamarada celeste. El golpe impactó de lleno, lanzando a Lazariel al agua. El mar se iluminó con un resplandor violáceo y luego quedó en silencio. Solo el rumor del viento permaneció. Uriel cayó de rodillas, jadeando. Asmodeo lo sostuvo, presionando su frente contra la suya.




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