El mundo había cambiado. El amanecer ya no era dorado, sino gris, casi metálico, como si la luz misma se hubiera resignado a nacer. Las montañas parecían dormidas bajo un cielo que palpitaba con un resplandor antinatural. Las ciudades humanas permanecían en silencio, presas del mismo sopor que antecede al desastre.
Uriel se encontraba de pie sobre los riscos del norte, su silueta recortada contra un horizonte quebrado. El viento agitaba su túnica, desplegando las alas que resplandecían con un tono rosado y dorado. A su lado, Asmodeo observaba el cielo con una mezcla de ira y tristeza: en el firmamento, las auroras negras seguían girando como remolinos de sangre y sombra.
—Lucifer ha levantado su estandarte —dijo el ex príncipe con voz grave— Los ángeles caídos vuelven a marchar. Los humanos se arrodillan ante su nombre. Y el Padre guarda silencio.
Uriel apretó el puño. Su luz interior ardía como una hoguera invisible.
—Entonces hablaremos nosotros.
—¿Nosotros contra el infierno y el cielo? —preguntó Asmodeo, sonriendo con ironía.
—Nosotros contra la mentira —respondió Uriel, firme—. Y eso siempre ha sido suficiente.
La Tierra partida en dos
Las calles de la ciudad estaban cubiertas de símbolos arcanos: círculos de fuego, cruces invertidas, espejos con reflejos que no correspondían al presente. Lucifer no necesitaba demonios para conquistar el mundo; bastaba con el eco de sus promesas.
Serás libre. Serás igual al Creador. Serás tu propio dios.
Miles lo creyeron. Los templos se convirtieron en fortalezas de luz artificial. Los sacerdotes hablaban de redención sin alma. Los niños nacían sin sueños y los ancianos morían sin fe.
Entre ellos caminaban Uriel y Asmodeo, vestidos de humanos, con los rostros cubiertos por capuchas para ocultar el resplandor de sus ojos. Eran sombras de la esperanza, portadores silenciosos de una verdad que pocos querían oír. Una tarde, en un mercado abandonado, un grupo de hombres los rodeó. Sus ojos estaban vacíos, su piel marcada por símbolos oscuros. El primero en hablar tenía la voz distorsionada, como si el aire lo poseyera.
—No queremos tu luz, ángel. La oscuridad nos da lo que el cielo negó.
Uriel lo miró con compasión.
—No sabés lo que decís. Lucifer no te da nada. Solo te roba la capacidad de amar.
El hombre rió, y su cuerpo se contorsionó. Una sombra brotó de su pecho.
—Entonces… que me la quite toda.
La oscuridad se extendió, convirtiendo a los humanos en criaturas deformes de fuego y humo. Asmodeo dio un paso adelante, sus alas turquesa desplegándose con furia. De sus manos brotó una llamarada azul, pura, celestial, que atravesó a los demonios humanos sin destruirlos, purificándolos con dolor. El aire olió a incienso y metal ardiente.
Uriel alzó su espada. Una hoja de cristal divino emergió de la nada. Cuando la blandió, el sonido fue como un coro de mil voces rompiendo el silencio del mundo. En segundos, la batalla comenzó.
El Canto de los Caídos
Los edificios temblaron, el suelo se partió, y del asfalto brotaron las sombras de antiguos ángeles caídos. Sus rostros eran hermosos, pero sus ojos reflejaban la desesperación eterna. Entre ellos estaba Azel, antiguo compañero de Uriel en los cielos.
—Hermano —dijo Azel con una sonrisa triste— ¿aún crees que el amor puede salvarte?
Uriel bajó la espada un instante.
—El amor ya me salvó. A vos aún te espera.
—No, Uriel. El amor me destruyó.
Sus alas negras se abrieron con violencia, lanzando un torbellino de fuego oscuro.
Uriel esquivó, pero una ráfaga de energía lo lanzó contra un muro. Asmodeo rugió, arrojándose sobre Azel con un golpe que hizo temblar la tierra.
El choque de ambos desató un vendaval de luz y oscuridad que se extendió varios kilómetros. Los humanos huyeron gritando, mientras el cielo se abría en fractales dorados. Uriel se incorporó.
—¡Basta! —gritó con fuerza celestial— ¡No somos tus enemigos!
Pero Azel sonrió, con lágrimas cayendo de sus ojos ennegrecidos.
—Ya no soy nada, Uriel. Ni cielo, ni abismo. Solo ceniza.
Un último golpe bastó para acabar con él.
El cuerpo del ángel caído se desintegró en un remolino de luz que se elevó al cielo. Uriel cerró los ojos.
—Que el Padre reciba tu alma, hermano.
El silencio posterior fue más terrible que el estruendo de la batalla.
La voz del Lucero
Esa noche, mientras las ruinas ardían, una brisa extraña recorrió el mundo. Era cálida, suave… y sin embargo, su eco estremecía los corazones. Una voz resonó en todas partes. En los sueños de los niños. En los rezos de los ancianos. En los pensamientos de los ángeles.
No hay cielo. No hay infierno.bSolo vos….Y tu deseo.
Era Lucifer. Su voz, omnipresente, invadía incluso los templos donde la fe resistía. Los mortales se arrodillaban ante el sonido, llorando y riendo al mismo tiempo. En el refugio donde se escondían, Asmodeo apretó los dientes.
—Nos está robando el mundo.
Uriel alzó la mirada, sus ojos encendidos de un fuego nuevo.
—Entonces iremos a buscarlo.
—¿Al abismo?
—No. —El ángel sonrió con serenidad luminosa— Al corazón del mundo. Donde su voz nace.
Asmodeo lo tomó del rostro, acercando su frente a la de él.
—Si vamos, no habrá vuelta atrás.
—Nunca la hubo —susurró Uriel.
Ambos se besaron bajo el resplandor de un cielo roto. Y al separarse, la luz de sus alas se fundió, creando un nuevo color: la fusión del amor y la guerra.
La invasión de los cielos
Los días siguientes fueron el preludio del Apocalipsis. Las ciudades se incendiaban, los mares se alzaban contra las costas, los ríos fluían hacia atrás. Las nubes formaban rostros. Los relámpagos trazaban nombres.
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Editado: 18.10.2025