El Beso Del Abismo

El Amanecer del Último Cielo – Parte II

El mundo ardía entre dos resplandores: la luz del cielo y el fuego del abismo. Los mares se agitaban como bestias enfurecidas, los continentes temblaban, y las estrellas caían una tras otra como lágrimas divinas extinguidas antes de tocar el suelo. En lo alto de la montaña donde el cielo y el infierno se rozaban, Uriel, Asmodeo y Gabriel enfrentaban el rugido de un ejército que parecía no tener fin.

El aire vibraba con coros disonantes: los ángeles traidores cantaban himnos invertidos, promesas de libertad y poder. En el centro de todo, Lucifer, el Lucero del Alba, observaba en silencio, su expresión serena y cruel, como si el caos fuera una sinfonía escrita solo para él.

El rugido del abismo

—Mirá a tu alrededor, Uriel —dijo Lucifer, su voz tan suave como el cristal quebrándose—
El amor que defendés no los salvó. Ni a ellos, ni a vos.

Uriel lo miró con el rostro sereno pero los ojos cargados de fuego.

—Sí los salvó. Solo que aún no lo recuerdan.

Lucifer sonrió.

—¿Y vos? ¿Cuánto más vas a sufrir antes de aceptar que tu luz solo sirve para quemarte?

El aire se quebró en un estallido de energía.
Lucifer abrió los brazos, y sus alas negras se desplegaron con tal magnitud que cubrieron el cielo entero. Cada pluma irradiaba oscuridad pura; cada sombra contenía el reflejo de los que lo habían seguido.

Un rugido ensordecedor sacudió la tierra. Del abismo surgieron los Siete Tronos Caídos, los antiguos príncipes infernales, ahora despojados de forma humana, convertidos en seres de energía oscura.

—¿Querés salvarlos? —susurró Lucifer—
Entonces, ¡intentá detenerlos!

La batalla que partió la creación

Asmodeo fue el primero en lanzarse. Sus alas turquesa se abrieron, su fuego azul iluminó la oscuridad como un amanecer en guerra. De su pecho emergió una esfera de energía que estalló al impactar contra el primer Trono, desintegrándolo en un torbellino de polvo y luz.

Gabriel invocó el sonido de las trompetas celestiales, cada nota una lanza invisible que atravesaba la noche. Las montañas se fragmentaron, los océanos se alzaron como muros líquidos.

Uriel, en el centro, blandía su espada de luz con movimientos que parecían danzar con la música del universo. Cada golpe suyo liberaba chispas que se convertían en estrellas fugaces. Era el fuego de la creación, el eco de la primera palabra del Padre. Pero Lucifer no se movía. Solo observaba. Y sonreía. Su sonrisa era lo más perturbador de todo.

El quiebre

En medio del caos, Asmodeo fue alcanzado por una ráfaga oscura. Su cuerpo se arqueó, la herida en su pecho ardía con fuego negro. Uriel giró, gritando su nombre, y corrió hacia él entre el caos de alas y llamas.

—¡Asmodeo! —su voz era desesperada, humana, rota.

El ex príncipe del abismo cayó de rodillas, su respiración entrecortada.

—Estoy bien… —murmuró—. Solo me rozó.

Uriel lo sostuvo con fuerza, sus alas envolviéndolo como un refugio.

—No te alejes de mí.

—Jamás —respondió Asmodeo, con una sonrisa débil— Ni aunque el cielo se apague.

Entonces, una carcajada resonó sobre ellos.
Lucifer descendió lentamente, su silueta cortando el aire como una espada.

—Qué poético. —dijo, mientras la tierra temblaba bajo sus pies— Dos seres que creen que el amor puede desafiar al destino.

Uriel se levantó, aún sosteniendo a su amado.

—El amor no desafía al destino. Lo transforma.

Lucifer lo miró con una mezcla de admiración y desprecio.

—Entonces mostrame cómo.

El fuego de los corazones

Las luces chocaron. La oscuridad y la pureza se entrelazaron como llamas de dos colores distintos, devorándose y amándose al mismo tiempo. Lucifer y Uriel se enfrentaron en el aire, cada golpe una explosión que rasgaba el firmamento. El sonido era tan fuerte que los océanos retrocedieron. La Tierra entera parecía contener la respiración.

Asmodeo, aún herido, se incorporó, lanzando un rugido que hizo vibrar las montañas. Su fuego celeste se mezcló con el resplandor rosado de Uriel, creando una aurora viva que se expandió por todo el cielo. Por un instante, el mundo recuperó la luz.

Lucifer gritó, cegado por el resplandor. Su forma perfecta comenzó a resquebrajarse, y de su pecho brotó humo oscuro. Uriel descendió, jadeante, con la espada apuntando a su enemigo.

—Aún podés regresar, Lucifer. El Padre…

—¡El Padre no existe! —rugió él, y su grito quebró el aire como un trueno eterno.

El instante antes del fin

En lo alto del cielo, donde las nubes ardían, una grieta gigantesca se abrió. De ella emanaba una luz pura, indescriptible, imposible de mirar sin lágrimas. La voz del Padre, aquella que hacía eones nadie oía, resonó como un susurro que atravesó todas las almas a la vez.

Hijo mío… el amor no fue tu condena, sino tu camino.

Lucifer se detuvo. Por primera vez en eones, su expresión cambió. Sus ojos antes dorados y crueles se llenaron de asombro.

Uriel aprovechó el instante. Clavó su espada en el suelo, y de la herida de la tierra surgió una llamarada de pureza que envolvió a Lucifer. El Lucero del Alba gritó, su voz quebrando el cielo, sus alas extendiéndose mientras su forma se desvanecía en la luz. Pero no murió. Solo desapareció. El eco de su caída resonó durante largos minutos… y luego, silencio.

Después de la tormenta

El aire olía a lluvia y a fuego purificado. Gabriel cayó de rodillas, con lágrimas doradas en los ojos. Asmodeo se dejó caer junto a Uriel, exhausto, cubriéndose con sus alas azules.

Uriel miró el cielo. Ya no había auroras negras.
El azul volvía lentamente, temblando como si temiera regresar.

—Ganamos… —susurró Asmodeo.
Uriel negó suavemente.

—No. Solo sobrevivimos.

El silencio se extendió entre ambos. Y entonces, en la distancia, un sonido leve
Un latido. No humano. No celestial. Algo entre ambos mundos. Uriel frunció el ceño. Asmodeo lo notó.




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