El Beso Del Abismo

El Niño del Silencio

El sol había regresado a la Tierra. Pero era un sol distinto, casi tímido, como si temiera volver a brillar con la misma fuerza después de tanta oscuridad. El aire olía a tierra nueva, húmeda, a promesa y redención. Las heridas del mundo sanaban poco a poco, pero no sin dejar cicatrices.

Uriel observaba el horizonte desde la cima de una colina. Sus alas platinadas y rosadas se desplegaban al viento, luminosas y suaves, bañadas en la claridad del amanecer. A su lado, Asmodeo, con sus alas turquesa refulgentes, se mantenía en silencio, contemplando junto a él la calma posterior a la tormenta.

Por fin, después de siglos de batallas y pérdidas, ambos podían respirar. Sin embargo, algo en la mirada de Uriel no era paz. Era presagio.

—¿Lo sentís? —preguntó el ángel con voz baja.

Asmodeo asintió, sin apartar la vista del horizonte.

—Sí. Algo nuevo. Algo que no debería existir… y sin embargo… late.

El viento se alzó, trayendo consigo un murmullo lejano, apenas perceptible. Una risa. Una risa tan suave que se confundía con el silbido del aire, pero tan antigua que helaba el alma. Uriel cerró los ojos.

—La oscuridad… no murió. Cambió de forma.

Un llanto bajo la lluvia

La lluvia comenzó a caer en la ciudad. Eran gotas delgadas, grises, que golpeaban los techos como dedos impacientes. En una calle olvidada, una mujer corría, empapada, llevando entre sus brazos un recién nacido envuelto en una manta azul.

Su respiración era entrecortada; sus ojos, desorbitados por el miedo. Detrás de ella, las sombras se movían como si tuvieran vida. De entre los charcos surgían siluetas negras, pequeñas, deformes, con rostros sin facciones y bocas abiertas en un grito mudo.

—¡No! ¡No lo tendrán! —chilló la mujer, apretando al bebé contra su pecho.

Las criaturas la rodearon. Y justo cuando una de ellas se abalanzó, una luz descendió del cielo como un relámpago. El suelo tembló, las sombras se desintegraron, y la mujer cayó al suelo, aturdida.

Cuando abrió los ojos, frente a ella estaba Uriel. Su manto mojado resplandecía bajo la tormenta, y sus ojos dorados irradiaban compasión. Detrás de él, Asmodeo extendía sus alas para cubrirlos de la lluvia.

—Tranquila —dijo Uriel con voz serena— Nadie le hará daño.

La mujer sollozó.

—No sé qué es, señor… solo sé que todos lo quieren muerto…

Uriel extendió sus manos hacia el bebé. El niño lo miró con ojos completamente negros, profundos y silenciosos. Sin embargo, no había maldad en su mirada.
Solo… tristeza. Asmodeo dio un paso adelante, sintiendo el pulso oscuro que emanaba de esa pequeña criatura.

—Uriel…

—Lo sé —murmuró el ángel—. Es él.

La mujer intentó hablar, pero su cuerpo no resistió más. Cayó en los brazos de Asmodeo. Su alma se elevó como una brizna de luz hacia el cielo. Uriel sostuvo al bebé, acunándolo con ternura.

—Entonces… el ciclo ha comenzado otra vez.

El niño sin nombre

Pasaron los días. Uriel y Asmodeo se establecieron en un pequeño pueblo costero, en una casa de madera rodeada de mar y bosques. Allí criaban al niño, ocultando su verdadera naturaleza bajo el nombre de Eren.

Eren crecía rápido, demasiado rápido para ser humano. A los dos años ya caminaba con equilibrio. A los tres, sus palabras eran claras y su mente parecía comprender más de lo que debía. Pero lo más inquietante era su silencio: podía pasar horas observando el mar, sin moverse, sin hablar, solo escuchando algo que nadie más oía. Uriel lo observaba con preocupación.

—Hay algo dentro de él… algo antiguo —susurró una noche mientras contemplaba las olas. Asmodeo se acercó, apoyando su cabeza en el hombro del ángel.

—Sí. Pero también hay algo más. Luz.

—¿Creés que puede redimirse? —preguntó Uriel con voz quebrada.

—Creo que si el Padre permitió que naciera es porque su historia aún no terminó.

Esa noche, Eren se levantó de su cama y caminó hasta la orilla del mar. Sus ojos brillaban en la oscuridad. El agua se agitó ante su presencia. Y una voz la misma que había hablado en los albores del mundo resonó en su mente:

Eren… mi eco. El amor los debilitó. Pero vos vos serás mi retorno.

El niño miró hacia el cielo. Una lágrima negra corrió por su mejilla. Y el mar respondió con un rugido.

El despertar

Uriel sintió la perturbación antes de que el primer trueno rompiera el silencio.

—¡Asmodeo! —gritó, abriendo las alas.

Ambos salieron volando de la casa y lo vieron: Eren, de pie sobre el agua, rodeado por un remolino oscuro que ascendía hasta las nubes. Sus ojos ya no eran negros… eran dos galaxias girando, repletas de caos.

—¡Eren! —gritó Uriel—. ¡Detenete!

El niño lo miró, y por un instante pareció reconocerlo. Pero la sombra del Error Original ya se había infiltrado en su alma. Su voz resonó con un eco doble, una mezcla de su inocencia y de la voz de algo ancestral.

—No puedo, Uriel… él me necesita.

—¿Quién? —preguntó el ángel, aunque ya conocía la respuesta.

El niño extendió una mano hacia el cielo.

—Mi padre… Luzbel.

Un rayo partió el cielo. Del interior de las nubes emergió una silueta gigantesca: Lucifer. Su presencia era majestuosa, terrible, casi hermosa. Las alas negras cubrían el horizonte, y sus ojos ardían como soles oscuros.

—Veo que mi semilla creció bien —dijo con una sonrisa perversa.
Uriel lo enfrentó sin vacilar.

—No. Este niño no te pertenece.

—¿Ah, no? —Lucifer bajó lentamente, posando un pie sobre las olas— Fue mi poder el que lo despertó. Mi esencia la que lo nutre. Y mi error el que lo trajo al mundo.

Asmodeo avanzó, su fuego azul iluminando la superficie del mar.

—Entonces hoy mismo corregiremos ese error.

La batalla del mar eterno

El cielo se oscureció. Los vientos se arremolinaron. Y sobre el océano comenzó la batalla más bella y trágica que la creación había presenciado. Lucifer desató un vendaval de fuego negro; cada impacto hacía hervir el agua. Uriel respondió con una explosión de luz purificadora, cortando las olas como si fueran espejos. Asmodeo descendió con velocidad, su espada azulada ardiendo con fuego divino.




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