El Beso Del Abismo

Coro de Ceniza y Aurora

El mar madrugó antes que el sol. En la casa de madera junto a la costa, el aire olía a pan tibio y a promesa. Uriel amasaba en silencio las manos hundidas en la harina, el pulso lento mientras Asmodeo, descalzo, afinaba una melodía en una guitarra vieja que había encontrado en un mercado. Eren dormía en el sillón, pequeño centinela de un equilibrio imposible: su respiración subía y bajaba como la marea, y en cada latido se oía el rumor de mundos enteros que elegían no romperse.

—Hoy va a cambiar algo —dijo Asmodeo sin mirarlo, tensando la cuerda hasta que cantó una nota azul.

—Lo sé —respondió Uriel, y la harina le cubrió las muñecas como brazaletes de nieve— El cielo está más claro… y, sin embargo, el silencio del Padre pesa distinto.

No era miedo. Era ese temblor que antecede a las auroras verdaderas.

Un golpe de viento abrió la puerta. La luz dorada entró como un mensajero, y detrás de ella apareció Gabriel, con el rostro hermoso y crucificado por la preocupación; Miguel, rojo y majestuoso; Rafael, violeta y sereno. Raguel, más atrás, como un faro de obediencia, plegó sus alas verdes con delicadeza.

—El Consejo te convoca, Uriel —dijo Gabriel— Y a vos también, Asmodeo.

—¿Convoca… o juzga? —preguntó Asmodeo, sin acidez, pero con la memoria aún viva de antiguas sombras.

—Convoca para custodiar —intervino Rafael— El niño es equilibrio… y tentación.

Eren abrió los ojos. No eran negros ni dorados: eran dos amaneceres contenidos, un mundo que se niega a rendirse.

—¿Vamos a viajar? —preguntó, adormilado.

—Sí, pequeño —sonrió Uriel, secándose la harina de los dedos— Al lugar donde empezó el canto.

El puente del Primer Amanecer

El Puente del Primer Amanecer no era de piedra ni de luz: era de memoria. Cruzaba un abismo tranquilo, como si el universo hubiese guardado un trozo de respiración para no olvidarse de sí mismo. Allí, entre nubes que perfumaban con salmos antiguos, aguardaban coros, principados y dominaciones. Y, sin embargo, el murmullo no era de himnos: era de dudas.

—Algunos quieren separar al niño de ustedes —susurró Gabriel, con pena —Temen que el Error vuelva a tomar forma.

—El miedo nunca supo parir auroras —dijo Asmodeo, y sus alas turquesa, al abrirse, derramaron destellos que hicieron callar a varios.

Raguel adelantó una palma, pidiendo silencio.

—La voluntad del Padre fue clara: guardián, no arma. Pero el cielo también se prueba cuando protege lo que no entiende.

El puente vibró. Una brisa oscura lo recorrió, tan delicada como un recuerdo doloroso. De la niebla emergió Lucifer. No venía con ejército. No traía estandartes. No ardían sus ojos en soberbia. Venía solo. Y venía herido.

—No he venido a reclamar —dijo, la voz como una cuerda de arco que aprendió a no romperse— He venido a… mirar.

—¿Mirar qué? —preguntó Miguel, clavado como una columna roja.

—Lo que yo no pude —respondió el Lucero— El amor sin posesión. El poder sin dominio.

Hubo un estremecimiento general. Algunos ángeles interpusieron lanzas de pura liturgia; otros bajaron la vista, no por vergüenza sino por pudor ante algo inmenso. Uriel avanzó despacio, Eren tomado de su mano.

—Si mirás, mirá entero —dijo— Mirá al niño, y mirá a quien te devuelve la mirada.

Lucifer se inclinó hasta quedar a la altura de Eren. En sus ojos, por un latido, el amanecer y la noche se reconocieron como hermanos que se hirieron sin querer.

—¿Tenés miedo de mí, pequeño?

—Tengo miedo de lo que me habla cuando no estás —contestó Eren con una honestidad que hizo doler al cielo entero.

—Eso también me habla a mí —admitió Lucifer, y la verdad le partió la voz en dos.

Asmodeo apretó la mano de Uriel. Sentía cómo el puente acumulaba tensión, como si una nota grave estuviera a punto de romper la caja del mundo.

Los Vigías del Ángulo Ciego

La emboscada llegó desde el costado que nadie mira: el ángulo ciego del paraíso.
Una cohorte de principados sin nombre, armados de pureza sin caridad, surgió como un filo helado.

—¡Por mandato de la pureza absoluta! —clamó su jefe, Cassian, ojos de prisma— El niño debe ser contenido. La compasión es grieta; la grieta es abismo.

Las lanzas de luz cayeron como lluvia invertida. Gabriel alzó su trompeta, Rafael su báculo, Miguel su espada; Raguel, solo una palabra:

—¡Basta!

Pero el basta llegó tarde. La primera lanza apuntó al pequeño. No fue Uriel quien se interpuso. Fue Lucifer. La lanza reventó en su hombro con un siseo de estrella amputada. El Lucero cayó de rodillas, la sangre oscura manchó el puente que nunca conoció heridas. Hubo un jadeo unánime; el tiempo, por pudor, se detuvo un segundo.

—¿Por qué? —gritó Cassian, escandalizado— ¡Te atravesamos miles de veces y jamás te importó!

—Porque nunca antes lastimaban a un niño —respondió Lucifer con una calma que no había pronunciado nunca.

Asmodeo rugió. Su fuego azul se curvó en arco y desarmó a tres Vigías de un solo golpe. Miguel empujó con su ala, Gabriel cerró el cielo sobre las lanzas, Rafael selló el suelo agrietado. Uriel no gritó. Cantó. Una nota sola, humilde, humana. Una sílaba de pan tibio y manos con harina. El puente vibró; el coro de los siglos, obediente, la replicó hasta volverla cúpula. Y dentro de esa cúpula, lo imposible: Cassian tembló… y lloró. El prisma se le volvió agua.

—No entiendo —susurró—. ¿Cómo puede la misericordia ser más afilada que mi lanza?

—Porque la misericordia no hiere: abre —contestó Uriel.

La fisura del Nombre

El mundo, celoso de tanta luz junta, pidió su cuota de sombra. Desde abajo no del abismo, sino de la memoria que nombró mal al amor una grieta se encendió como una vena de lava. El Error Original no buscaba cuerpo: buscaba nombre.

Las letras antiguas se elevaron en espirales: DOGMA, ODIO, ORGULLO, TEMOR. Cada palabra era un anzuelo; cada anzuelo, un espejo. Si caías, te mirabas. Si te mirabas, eras presa.




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