El Beso Del Abismo

Pan y Luz

El amanecer llegaba más temprano en el pequeño pueblo costero. El aire olía a harina, a azúcar y a mar. Las campanas del puerto marcaban las seis, y el primer rayo de sol se derramaba sobre el cartel de madera que decía, con letras doradas:

Confitería Aurora.

Dentro, Uriel removía masa con ritmo casi sagrado, los dedos hundidos en la mezcla tibia. Asmodeo, detrás del mostrador, batía crema con una sonrisa distraída y la mirada fija en su compañero. Cada movimiento de Uriel era una oración callada, y cada sonrisa de Asmodeo, una bendición cotidiana.

—No puedo creer que un arcángel haya aprendido a hacer pan —bromeó Asmodeo.
Uriel levantó la vista, con un destello dorado en los ojos.

—No es tan distinto de crear estrellas —respondió—. Solo que aquí las estrellas huelen a vainilla.

Ambos rieron. En el rincón más cálido del local, una radio antigua tocaba una melodía suave; el rumor de los hornos acompañaba como un coro invisible. Los humanos del pueblo los adoraban. Decían que el pan de Confitería Aurora tenía un sabor imposible de describir: como si cada bocado recordara algo que se había amado una vez.

Nadie sospechaba que los panaderos eran dos antiguos seres celestiales que habían salvado el mundo. Y ellos, felices, no necesitaban que nadie lo supiera. Uriel había cambiado su armadura por un delantal blanco, y Asmodeo había descubierto que la harina en los cabellos podía ser tan digna como una corona. Entre los dos, mantenían la panadería viva y el amor también.

La tierra como promesa

Cuando cerraban por la tarde, caminaban juntos hasta el muelle. El sol caía lento, y el mar reflejaba tonos de miel y cobre. Asmodeo solía tomar la mano de Uriel, y el ángel ya no la retiraba: había aprendido que el amor no era una prueba, sino un lugar donde descansar.

—Nunca imaginé que podríamos quedarnos —murmuró Asmodeo una vez, mientras las gaviotas cruzaban el cielo.

—El Padre no quiere santos ni mártires —contestó Uriel— Quiere corazones vivos.

Y así, bajo un cielo limpio, los dos reían.
Los niños del pueblo les llevaban flores, los ancianos dejaban oraciones en la puerta, y el mundo por primera vez no necesitaba ser salvado, solo amado.

El retorno de Luzbel

Una tarde, cuando la brisa traía olor a trigo, un extraño se detuvo frente a la confitería.
Llevaba una bufanda gris, un sombrero negro y una mirada cansada que contenía siglos.

—¿Puedo entrar? —preguntó con una voz que parecía venir de otro tiempo.

Uriel lo reconoció antes de que terminara la frase. Asmodeo, sin dudar, abrió la puerta.

Luzbel.

Ya no había fuego en sus ojos, sino una confusión casi humana. Su aura que alguna vez había teñido el firmamento de sombras ahora brillaba con una tenue luz plateada, como la luna después de una tormenta.

—¿Pan de miel? —ofreció Uriel, con una serenidad que derritió siglos de distancia.
Luzbel asintió.

—Huele… a perdón.

Se sentó en una de las mesas, mirando el vapor que salía de la taza.

—No sé quién soy —confesó en voz baja— No quiero volver al abismo, pero tampoco entiendo el cielo.

Asmodeo se apoyó contra el mostrador, cruzado de brazos, y sonrió con calidez.

—Entonces estás justo donde nosotros —dijo.

Uriel sirvió dos cafés.

—No hace falta entender, Luzbel. Solo quedarse y aprender a respirar.

Luzbel probó el pan. Por primera vez en eones, sonrió sin ironía.

—Quizá este sea mi castigo… o mi redención.

Y ellos no respondieron. Porque algunas respuestas solo existen en la quietud de los días que no necesitan milagros.

Desde entonces, Luzbel empezó a trabajar allí también. Le gustaba amasar en silencio y barrer el piso al final del día. A veces ayudaba a los niños del pueblo con sus tareas o tocaba el piano del local por las noches, cuando ya nadie quedaba. Nunca volvió a hablar del abismo. Solo una vez, mirando el horizonte, susurró:

—El amor… no se entiende. Se elige.

El niño y el cielo

Mientras tanto, en el cielo, Eren había sido recibido con honores. No como un dios ni como un caído, sino como algo completamente nuevo: un equilibrio. Crecía entre las nubes, estudiando con Gabriel y Rafael, aprendiendo los lenguajes del viento y las promesas que sostienen el universo.

A veces miraba hacia la tierra y veía, a lo lejos, la pequeña confitería que olía a pan y ternura. Sonreía. Y sabía que allí abajo, en ese rincón del mundo, habitaban los verdaderos milagros: los que no pedían adoración, sino compañía.

La sombra que observa

Pero no todo reposaba. Muy lejos, más allá del tejido del tiempo, donde la luz se curva para no ver lo que duele, una entidad antigua abría los ojos. No era Lucifer. No era Eren.
Era el que había estado antes de ambos. El primero. La raíz del silencio sin nombre. El Oscuro Primordial. Sus ojos eran huecos que devoraban estrellas. Su voz, apenas un pensamiento:

—Ya perdí a Belial… ya perdí a Asmodeo…
Ahora pierdo a Luzbel. Y eso… no lo permitiré.

El universo tembló, tan sutilmente que solo un ser lo notó. En el cielo, Gabriel detuvo su vuelo. Un estremecimiento lo recorrió, como si el aire le advirtiera de algo que aún no tenía forma. Sus alas doradas titilaron, y un escalofrío mitad luz, mitad presentimiento se posó sobre su alma.

—El equilibrio… peligra otra vez —susurró.

Y al mirar hacia la Tierra, sus ojos se detuvieron justo sobre la confitería donde reían Uriel, Asmodeo y Luzbel. El viento trajo una promesa y una amenaza al mismo tiempo. Y el cielo, por un instante, pareció contener la respiración.

Porque incluso la luz necesita una sombra que la haga brillar. Y todo amor verdadero, tarde o temprano, volverá a ser probado.

FIN (Por Ahora)




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