El reloj de la cocina marcaba las seis de la tarde con su característico y monótono tic-tac. La lluvia golpeaba con insistencia las ventanas de un pequeño apartamento en el centro de la ciudad. No era una tormenta, apenas una fina cortina de gotas que bañaba las calles grises y solitarias, reflejando la luz anaranjada de los faroles encendidos antes de que la noche cayera por completo. Allí, tras una mesa pequeña y desordenada, estaba Lorraine, absorta en el vapor que subía de su taza de té y en los pensamientos que se arremolinaban como las hojas que el viento arrastraba fuera.
La chica llevaba varios años en la ciudad, pero no podría decir que había llegado a pertenecer a ella. Era como una de esas sombras que pasaban desapercibidas entre la multitud, una más entre los rostros que iban y venían sin detenerse a mirar a su alrededor. Había algo en su vida que siempre se sentía incompleto, como si faltara una pieza para que encajara en el rompecabezas de su existencia. Sus días eran iguales, monótonos. Trabajaba en una librería, atendiendo a los mismos clientes habituales, a menudo con conversaciones triviales que no dejaban ninguna huella en su memoria. Terminaba su jornada y volvía a su apartamento vacío, donde las paredes parecían cerrarse sobre ella en silencio.
El calor de la taza en sus manos era reconfortante, un pequeño consuelo en la fría soledad que parecía envolverla desde hacía meses. Pero incluso en esos pequeños momentos de paz, algo no estaba bien.
Últimamente, Lorraine sentía algo que no lograba comprender. Había una sensación constante de ser observada, un peso invisible que caía sobre sus hombros cada vez que salía del trabajo o volvía a su apartamento. Un escalofrío fugaz, una incomodidad pasajera. Sin embargo, en las últimas semanas se había vuelto más constante, más palpable. Ya no era solo su imaginación. A menudo se detenía en medio de la calle para mirar a su alrededor, buscando alguna figura entre la multitud que explicara esa sensación de inquietud, pero nunca veía nada fuera de lo normal.
—Es ridículo —murmuró para sí misma, agitando la cabeza mientras se sentaba en el sillón, buscando con desesperación distraerse.
Encendió la televisión, aunque no le prestó atención. Las luces parpadeantes de los anuncios y el murmullo de las voces le proporcionaban una compañía temporal, aunque superficial. Se recostó, dejando que el cansancio del día pesara sobre sus párpados, hasta que el suave golpeteo de la lluvia la arrulló en un sueño ligero.
Fue entonces cuando algo la sobresaltó. Un sonido distinto a los habituales de la noche. No era el ruido de la ciudad, ni el viento empujando las ramas contra las ventanas. Era algo más. Un crujido, como el roce de una prenda contra la pared exterior de su edificio, apenas perceptible, pero lo suficientemente claro para inquietar. Lorraine abrió los ojos lentamente, con el corazón acelerado. Al principio, pensó que había sido un sueño, mas el silencio que siguió fue tan profundo que cada pequeño sonido parecía amplificarse en su mente.
Se levantó del sillón y se acercó a la ventana. El cristal estaba empañado por la diferencia de temperatura, pero más allá de la fina capa de vaho, la calle parecía desierta. No obstante, algo en la penumbra le hizo fruncir el ceño. No podía decir qué era. La sensación de ser observaba estaba ahí, más intensa que nunca.
La tenue luz de los faroles iluminaban la acera vacía. Las sombras parecían moverse, retorciéndose con un ritmo que no se correspondía con el de la lluvia. Lorraine entrecerró los ojos, intentando enfocar. Una figura se deslizó por el borde de su campo de visión, una sombra alta y oscura que desapareció antes de que pudiera confirmar su presencia. Su pulso se aceleró.
—No puede ser… —susurró, con una mezcla de incredulidad y miedo.
Decidió cerrar las cortinas de golpe, como si ese simple acto pudiera alejar la inquietud que empezaba a apoderarse de ella. Trató de convencerse de que era solo el cansancio, que los reflejos de las luces en la lluvia jugaban con su percepción. Pero no pudo evitar sentir que había algo más allá de la ventana, algo que la observaba.
***
Las noches se habían vuelto insoportablemente largas desde que esa sensación la rondaba. Cada vez que se acostaba en la cama, sentía como si alguien la vigilara desde las sombras. Se levantaba varias veces para asegurarse de que todas las ventanas estuvieran bien cerradas y, en más de una ocasión, había dejado una lámpara encendida. Pero ni siquiera la luz parecía capaz de disipar la oscuridad que la rodeaba.
Esa noche no fue diferente. Después de lo que vio, o creyó ver, la ansiedad empezó a instalarse en su pecho, ahogando cualquier intento de descanso. Caminaba por su apartamento de un lado a otro, mirando el reloj sin poder concentrarse en nada. El silencio se volvió opresivo. A las dos de la madrugada, decidió salir al balcón a tomar aire fresco, en un intento desesperado de calmar sus nervios.
El aire era frío, cortante, y el aroma a tierra mojada llenaba sus pulmones. Lorraine se abrazó a sí misma mientras se frotaba los brazos para entrar en calor, y miró hacia las calles desiertas desde su pequeño balcón. La lluvia había cesado, dejando el asfalto brillante bajo las luces de la ciudad. Era extraño cómo la vida continuaba alrededor de ella, pero se sentía desconectada, como si existiera en una dimensión paralela donde nadie pudiera verla realmente.
De repente, lo sintió. Una mirada, intensa, clavada en ella desde algún lugar cercano. No estaba sola.
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Editado: 09.04.2025