Las noches eran más largas ahora, más profundas, y el tiempo ya no tenía el mismo sentido para Lorraine. Lo que antes eran horas, días, y semanas parecía haberse desvanecido en un flujo continuo de sensaciones y experiencias que se entrelazaban como las hebras de un sueño interminable. La ciudad, que antes la recibía con sus ruidos, colores y vida vibrante, ahora se desplegaba como un tapiz tranquilo y silente, con sus secretos revelados solo a aquellos que compartían su destino.
De pie en la terraza de un antiguo edificio en las afueras de la ciudad, la chica observaba el horizonte. Desde allí, podía ver la vida que continuaba abajo, cada alma ajena a la eternidad que ella había abrazado. Los sonidos de la noche, el viento susurrando entre las hojas, el eco de pasos lejanos, el zumbido lejano de las luces; eran más claros de lo que jamás había imaginado. Todo era distinto ahora.
Habían pasado meses desde su transformación, aunque el concepto “meses” ya no le parecía del todo relevante. Lo único que sabía con certeza era que había cambiado de forma irrevocable. Las dudas y los temores que la habían acosado durante tanto tiempo se habían disipado, reemplazados por una certeza inquietante: había hecho lo correcto.
Desde su elección, Vladimir había sido su guía, su sombra, su amante y, en cierto modo, su maestro. Había muchas cosas sobre la inmortalidad que la chica aún no comprendía, pero cada día, o más bien cada noche, aprendía algo nuevo sobre sus capacidades, sus límites, y la vida que ahora debía llevar. Había algo oscuro, sí, pero también una libertad salvaje que la embriagaba cada vez que se deslizaba entre las sombras de la ciudad, invisible para los mortales.
El vampiro se movía entre los rincones oscuros de la terraza, acercándose a ella sin hacer ruido. La vampiresa no necesitaba volverse para saber que estaba allí. Su presencia era como un eco constante en su mente, una conexión que ahora compartían desde su transformación. No era algo que ella hubiera esperado, pero tampoco la sorprendía. Desde el principio, había sido él quien la había llevado a este destino, quien había atado sus almas a lo largo de los siglos.
—Te veo pensativa esta noche —la voz de él acariciaba el aire como un murmullo. Se detuvo a su lado con su silueta oscura contra las luces de la ciudad.
Ella sonrió, pero no apartó la vista del horizonte. Sus ojos, ahora tan afilados como los de un depredador, seguían los movimientos de una pareja caminando por la calle a varios pisos de distancia, completamente ajenos a su presencia.
—Es extraño —respondió—. Pensar en lo que fui, en la vida que dejé atrás. Parece tan lejana ahora.
Vladimir asintió en silencio con sus ojos observando también a la ciudad abajo, pero con una calma que solo alguien que ha vivido tanto puede poseer. Era una figura constante, inmutable en su elegancia y misterio, pero ella lo entendía ahora mejor. Su eterna serenidad venía con el tiempo y la experiencia de los siglos, algo que la chica también comenzaba a desarrollar.
—Lo que eras sigue siendo parte de ti —comentó él suavemente—. No lo pierdes, simplemente lo dejas atrás para seguir adelante.
La muchacha asintió, sabiendo que sus palabras eran ciertas. Sin embargo, a veces la nostalgia se arrastraba en los rincones de su mente, especialmente cuando observaba las vidas de los mortales que seguían su curso natural. Había dejado atrás la mortalidad, pero no la empatía por quienes aún la poseían. A menudo se preguntaba si, con el paso del tiempo, esa conexión también desaparecería.
Se volvió hacia él, buscando sus ojos y preguntó:
—¿Es así siempre? ¿Este sentimiento de estar entre dos mundos, incluso después de tanto tiempo?
El vampiro la miró con sus ojos profundos y oscuros, aquellos que habían visto más de lo que ella podría imaginar. Sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa, pero no había burla en ella, solo comprensión.
—Al principio, sí —respondió—. Siempre hay un eco de lo que fuiste. Con el tiempo, te adaptas. Aprendes a moverte entre esos mundos sin sentir la carga de esa separación. Es parte del proceso. Todos los inmortales lo enfrentan.
Lorraine se quedó en silencio un momento, procesando esas palabras. No era una respuesta definitiva, pero tampoco esperaba que la hubiera. Parte de la inmortalidad, ya lo había aprendido, era aceptar las preguntas sin respuesta.
Él la tomó de la mano, y el toque frío y, sin embargo, familiar, la hizo sentirse en casa. Su presencia, tan fuerte y constante, la anclaba en este nuevo mundo en el que había entrado. Su mirada, siempre atenta, revelaba algo más que simple atracción; en él, había un amor que trascendía los límites del tiempo y del espacio.
—Quiero mostrarte algo —le dijo el vampiro. Ella lo miró con curiosidad—. Algo que he estado guardando para ti.
Intrigada, la muchacha permitió que él la guiara fuera de la terraza, descendiendo por las escaleras del edificio hasta llegar a una puerta que ella no había notado antes. Parecía antigua, tallada en un material que no reconocía. Él la abrió con facilidad, revelando un pasillo oscuro.
La vampiresa no preguntó. Sabía que en su nuevo mundo, algunas respuestas llegaban por sí solas. Lo siguió por el pasillo hasta una cámara amplia, iluminada por velas que colgaban en lo alto, arrojando sombras danzantes en las paredes de piedra. En el centro descansaba una especie de altar, cubierto con una tela negra que ocultaba lo que había debajo.
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Editado: 09.04.2025