El metal corta el aire con un gemido de las bisagras viejas. La puerta de la cámara se cierra detrás de mí con un suspiro grave y el frío me lame los tobillos.
El reloj de pared marca las tres de la mañana y en días como este que me sacan de la cama desearía haber elegido otra profesión, pero la muerte y su descomposición no tienen horarios de oficina.
Camino entre las losas brillantes, los tubos fluorescentes parpadean con una luz blanca que hace del cuerpo un fantasma antes de tiempo. Respiro hondo: formol, cloro, piel vieja y una pizca de miedo de quienes hacen guardia aquí. El olor de mi vida.
Deslizo los guantes de látex con un chasquido húmedo. Cada noche me visto para el ritual: delantal negro, cabello recogido, labios pintados aunque nadie los mire. Dicen que el arte no distingue público y yo maquillo para los ojos que ya no ven.
“Clarita, ¿por qué no trabajas en la tienda de tu tía Gertrudis?” me dice mi madre cada que puede. “Siempre hueles a líquidos fuertes, así ningún compañero te va a durar”.
Lo siento, madre. La muerte es mi único compañero estable.
El cuerpo nuevo me espera en la camilla central. Alto. Masculino. Cubierto por una sábana que apenas disimula la forma de sus hombros anchos. La etiqueta plástica en su muñeca dice “No identificado”. Me acerco con la familiar sensación de invadir un secreto.
Tiro de la sábana. El aire se vuelve sólido.
Bajo la luz azulada, su piel parece mármol pulido. Las líneas de su rostro son demasiado perfectas, como si alguien lo hubiese tallado para que el dolor se enamore. Labios definidos, pómulos tensos, una mandíbula que podría partir un corazón.
No tiene heridas visibles. Solo una belleza inquietante.
—Vaya… —susurro, sin pensar—. Qué desperdicio.
Apoyo la brocha sobre la bandeja metálica y acerco los dedos a su rostro. Frío, sí, pero no tanto como debería. Hay algo tibio en su cuello, una resistencia sutil bajo la piel, como si el mármol ocultara un pulso tímido. Retiro la mano enseguida, el corazón me late con violencia (en el mundo de los muertos, cualquier atisbo de vida posible es lo que aterra), pero vuelvo a tocarlo. No puedo evitarlo.
La piel cede apenas, suave, con una textura extraña, húmeda. La sensación me recorre los brazos como electricidad. Este hombre murió hace poco, muy poco.
Tomo la base y comienzo el trabajo. Pinceladas lentas sobre la frente, las mejillas, el arco de sus labios. Pinto la vida que ya no tiene, una caricia tras otra. En mi mente, las capas de maquillaje se confunden con gestos de ternura. Lo acaricio más que lo arreglo.
El silencio es tan espeso que oigo el roce de mis materiales al deslizarse por su piel.
Me inclino sobre él para perfilar los labios. Y ahí sucede.
Un exhalar, leve, apenas un soplo contra mi muñeca que me deja perpleja, aterrada. No, no puede ser, debo estar delirando, es la madrugada que me tiene agotada.
Me inclino otra vez, más cerca, para seguir trabajando…o bien, buscando cualquier corriente de aire. Entonces, parpadea.
Mi cuerpo se tensa. El pincel cae y rueda por el suelo. Lo miro, fija, esperando que la razón me rescate, pero no hay razón aquí. Solo ese par de ojos azules que se abren lentos, líquidos, como si despertaran de un sueño de siglos.
No grito. El miedo me encierra la garganta.
El muerto me mira. Y sonríe.
—No te asustes, Clara.
Mi nombre. Lo dice con una voz que vibra bajo la piel, grave, envolvente, como una nota baja en una melodía que nadie debería oír.
Retrocedo hasta chocar con la bandeja metálica. Las pinzas y los bisturís caen al suelo con un ruido seco. Él no se mueve. Solo me observa, sus labios curvados en una mueca casi… dulce.
—¿Qué…? —Mi voz suena rota, pequeña, ajena—. No puede ser, no es posible esto.
—Tranquila. Estaremos a salvo.
Su frase flota entre nosotros, húmeda, como si el aire la saboreara antes de dejarla caer. Me obliga a mirarlo. Hay una tristeza en sus ojos que no pertenece a los muertos, ni tampoco a los vivos. Doy un paso adelante, sin querer. La curiosidad me arrastra.
Él sonríe más.
—Tócame otra vez.