La orden me atraviesa como un hacha, pero tampoco es que pueda desobedecer a esta orden. Así que lo hago. Apoyo los dedos sobre su pecho desnudo. Está frío, pero el frío late. Es un frío con intención, con vida. Mi respiración se descontrola. Él la escucha.
—Tienes miedo —dice.
—Sí.
—Y deseo.
—N-no, yo...
Mis manos tiemblan, pero no las retiro. Siento cómo su carne de mármol respira bajo mis dedos, lento, profundo, como si cada inhalación suya aspirara mi alma. El miedo y el placer se confunden, se muerden, se mezclan en una sensación que no reconozco.
—¿Por qué yo? —pregunto—. ¿Por qué me eliges a mí para esto?
Sus labios se abren apenas, y en su voz hay un eco de lo imposible.
—Porque me haces hermoso. Y la belleza necesita testigos para existir.
El aire se vuelve más frío, o soy yo la que arde. Mis guantes se humedecen. Quiero correr, pero mis pies no responden.
Él levanta una mano. El movimiento es lento, antinatural, como si la gravedad lo odiara. Sus dedos tocan mi mejilla, y una corriente gélida me atraviesa la piel. Cierro los ojos.
—Estás temblando.
—No puedo evitarlo.
—Entonces no lo evites.
Su voz es un conjuro. Cada palabra me pesa en el cuerpo, me arrastra hacia él como si el aire tuviera garras. Su pulgar roza mis labios. El frío se mezcla con el calor que me sube desde el estómago… Su mirada es un abismo azul.
—¿Qué quieres de mí?—digo, casi sin aire.
—Tu compañía. Tu arte. Que me mantengas hermoso.
—¿Y…a…cambio?
—A cambio, te enseñaré a no temer a la oscuridad.
Su promesa me enreda. La oscuridad es lo único que conozco, pero en su voz suena distinta, casi amable, casi… erótica.
Doy otro paso. La losa fría bajo mis botas me recuerda dónde estoy, pero ya no importa. Estoy flotando en su mirada. Siento el impulso de huir y el deseo de quedarme.
—Esto no es posible —susurro.
—Nada bello lo es.
Su mano se desliza hacia mi nuca y me atrae con una fuerza invisible. El miedo se disuelve. El olor del formol se convierte en un perfume dulce, embriagador.
Mi boca roza la suya. No sé si soy yo la que lo besa o él el que me reclama. Sus labios están fríos, sí, pero detrás de ese frío hay algo vivo, vibrante, que se enciende al contacto.
Siento el choque: una descarga que me recorre la espina, un escalofrío que me parte el alma en dos.
Hasta que el olor de la muerte me…desespera. Caramba.
Me separo de golpe, jadeando. La morgue parece girar.
—Te estás pudriendo —digo sin pensar.
Él sonríe.
—La muerte es un arte, Clara. Y tú eres mi artista.
Sus palabras me atraviesan. En ese momento, entiendo que ya estoy perdida.
Me quito los guantes. Los dejo caer sobre el mármol. El sonido me parece una rendición. Vuelvo a tocarlo, ahora con la piel desnuda. El contraste es brutal: mi calor, su hielo. Pero siento que el frío me reconoce, que me acepta.
El corazón me late en los oídos, un tambor que marca el ritmo de algo que no debería existir.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunto.
—No lo recuerdo. Los nombres mueren antes que los cuerpos.
Su respuesta me eriza la piel. Apoyo la frente en su pecho. Cierro los ojos. Escucho… nada. Un silencio absoluto que, sin embargo, vibra.
De pronto, sus dedos se enredan en mi cabello. Tira de mí, suave pero firme.
—Mírame.
Obedezco. Sus ojos parecen más humanos ahora, más vivos.
—No quiero volver a estar solo —dice.
—Yo…
Su otra mano se desliza hasta mi cintura. La presión es leve, casi reverente. No hay calor, pero hay presencia. Una fuerza que me aprieta el alma.
—Entonces quédate. —Su voz es un susurro que se mete en mi oído, tibio, húmedo—. Quédate conmigo.
El mundo parece suspenderse. Solo quedan sus labios y el sonido de mi respiración entrecortada.
Cuando vuelve a besarme, no hay resistencia. Su boca es fría y dulce como un fruto prohibido. Siento el sabor del metal, de la muerte, de algo antiguo que no debería tener nombre. Y me gusta. Me gusta tanto que me odio por ello.
Sus manos me recorren el rostro, el cuello, como si quisieran memorizar la textura de la vida.
De repente, la luz titila. El neón se apaga. Oscuridad total. Solo su “respiración”. Solo mi nombre en su voz.
—Clara…
Un escalofrío me recorre la espalda. Algo gotea. No sé si es agua o sangre. El aire se llena de un aroma metálico.
—No te vayas —dice, casi un ruego.
—No puedo. —Mi voz se quiebra—. Ya estoy aquí.
El generador vuelve a encenderse. La luz blanca inunda la sala. Él sigue tendido, inmóvil. Sus ojos están cerrados otra vez. Me quedo mirando, esperando que se mueva, que hable, que respire. Nada. El silencio regresa, denso, insoportable.
Y sin embargo, algo ha cambiado. Su boca guarda la marca de mis labios. Y mi piel conserva su frío.
Apoyo la cabeza en el mármol. El contacto me calma. El frío se siente… familiar. No sé si estoy viva, si sueño, o si ya crucé a su lado sin notarlo. Solo sé que cuando cierro los ojos, escucho su voz dentro de mí, como un eco que no termina nunca:
—Clara, no sabes lo aterrador que es estar tan solo de este otro lado…
Me aparto, consternada por lo que ello puede significar y decido salir con toda prisa de la sala.
Esta vez, temo que el siguiente turno sea el mío porque no sé qué clase de consecuencias tenga coquetear con la muerte.