El Beso que me Enterró Viva

3. ¿Quién es él?

El amanecer me encuentra en el sofá, con la bata puesta y la piel cubierta de escalofríos secos. No recuerdo haberme dormido. La lámpara del pasillo aún parpadea, y el reloj del living marca las seis y treinta.
No debería estar en casa.
Debería haber terminado el cuerpo.

Me toco los labios. Aún están fríos.

El teléfono suena, cortando el silencio como una herida.
No necesito mirar el identificador para saber quién es.
Mi supervisor.

—Clara —la voz de Héctor llega cargada de fastidio y sueño—. ¿Dónde demonios estás?

Abro la boca, pero no sale nada. Sigo mirando mis manos, las uñas manchadas con restos de base pálida.
—Anoche… tuve un inconveniente —respondo, al fin.

—¿Un inconveniente? —Su tono se eleva—. El cuerpo de Rafael Dürer tiene funeral privado a las doce. La familia ya llamó tres veces. Dicen que quieren verlo "como si estuviera dormido". Me prometiste tenerlo listo.

Rafael Dürer.
El nombre me perfora el pecho. Por primera vez, tiene identidad.

—¿Rafael…? —repito.

—Sí, el empresario. El de los hoteles. No me digas que no leíste la etiqueta.

No. No la leí. Solo vi su rostro.

—¿Qué… qué pasó con él? —pregunto, intentando sonar profesional.

Héctor suspira. Escucho el encendedor, el crujido del tabaco.
—Dicen que se cayó desde el piso catorce del edificio Mirador. Pero… —hace una pausa, exhala el humo—. Pero no se rompió nada, Clara. Ni un hueso. Ni una sola gota de sangre en la calle. Lo encontraron como si alguien lo hubiera acostado en el pavimento. Ni un rasguño.

Mi corazón se encoge. La imagen me golpea: su cuerpo intacto, su piel de mármol, ese frío que respiraba.

—Tal vez murió antes de caer —murmuro.

—Eso intentan averiguar. Pero el forense dice que el corazón simplemente… se detuvo. —Héctor suelta una carcajada breve, sin humor—. Aunque a mí me suena más a cuento para la prensa. Ya sabes cómo son las familias ricas. Les gusta que hasta la muerte tenga estilo, si es que no lo mató la esposa o algo así.

La línea se llena de ruido. Me aferro al teléfono como si fuera un ancla.
—¿Y su familia? —pregunto.

—La esposa es Isabel Dürer, dueña del grupo hotelero ahora. Dos hijos, gemelos, veintidós años. —Hace una pausa—. Dicen que la esposa no quiere verlo “así”. Que solo irá al funeral unos minutos, por protocolo. Todo muy raro.

—¿Raro cómo?

—No sé. —Se aclara la garganta—. Cuando fuimos a retirar el cuerpo, había… cosas. En el penthouse.

—¿Qué cosas?

—Círculos dibujados en el piso, como símbolos. Y en las paredes. Creo que esa gente toma sustancias raras, qué va. —Silencio—. Pero eso no salió en el informe, ¿me entiendes? La familia tiene dinero. Taparon todo. Y no es tema nuestro.

La piel se me eriza. Siento el peso invisible de su mirada, allá en la morgue, donde lo dejé, perfecto, inmóvil.

—Clara —Héctor vuelve al tono práctico—, escuchame. Llega la carroza en tres horas. Si no está listo, te despido.

La amenaza resuena (aunque hay confianza con Héctor, sé que no lo dice completamente en serio), pero apenas me importa.

—Voy para allá —digo, sin pensarlo.

Cuelgo y la habitación queda en silencio.

El reflejo del espejo frente a mí parece una burla: mis ojeras se han vuelto violáceas, mis labios, más pálidos que nunca. La piel alrededor del cuello tiene un tono grisáceo que antes no estaba. Me paso los dedos, incrédula. No. No puede ser. Debo estar agotada.

Tomo las llaves, un abrigo, y salgo.



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En el texto hay: terror, romance oscuro, romantasy

Editado: 19.10.2025

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