El camino a la morgue parece más largo de lo habitual. La ciudad despierta con un ruido que me resulta ofensivo, casi vulgar. Los colectivos llenos, la gente con café, las persianas levantándose. Todo vibra con una vida que me parece ajena.
Cuando cruzo el portón del edificio, el olor a desinfectante y metal me da la bienvenida como un abrazo familiar. El pasillo retumba bajo mis pasos.
La sala está igual que anoche. La losa fría. La luz blanca. Y él…ahí.
Rafael Dürer yace donde lo dejé, con los párpados cerrados y una expresión tranquila que me atormenta. Parece dormir.
Dejo el bolso y acerco la mano a su rostro. Nada. Ni un temblor, ni un parpadeo.
—Despierta… —murmuro, casi sin voz. Como una súplica para asegurarme que no estoy loca.
No pasa nada. El silencio me devuelve mi propia respiración.
Comienzo a trabajar.
Las manos me tiemblan. Aplico base en su frente, repaso los contornos con una brocha fina, pero no puedo evitar mirarlo. Cada línea de su rostro tiene algo demasiado humano. No es el cadáver de un hombre que cayó catorce pisos. Es… una estatua viva.
En su cuello, bajo la mandíbula, noto una marca. No estaba ayer. Es una línea delgada, oscura, como una quemadura. La toco con cuidado y noto que la piel está tibia.
Me alejo un paso, con el corazón desbocado. El aire parece vibrar.
—Clara —la voz de Héctor me hace saltar. Está en la puerta, con su portapapeles—. Menos drama, más maquillaje.
—¿Viste esto?—le señalo la marca.
Él se acerca, mira de reojo y encoge los hombros.
—Probablemente del traslado. ¿Sabes cuánto tardan los tipos de la funeraria en acomodar un cuerpo así?
No le respondo. Él no lo entiende. Nadie lo haría.
Héctor revisa su reloj y resopla.
—A las once quiero el cuerpo en el féretro. Los Dürer son clientes importantes. Si haces bien esto, te recomendarán para toda la línea de servicios premium.
No lo escucho más. Solo pienso en la posibilidad de que lo de anoche no haya sido real.
Cuando Héctor se va, el silencio vuelve a caer, espeso, casi líquido. Me quedo sola con Rafael.
Tomo una gasa y limpio la marca. Nada cambia. El trazo parece más profundo, como si la piel intentara escribir algo.
Mi respiración se acelera.
—¿Qué te hicieron? —pregunto, sin esperar respuesta.
El aire está tan frío que me duele respirar. Y sin embargo, hay un leve perfume. Dulce, inconfundible. El mismo aroma que olí anoche justo antes de que abriera los ojos.
Empiezo a hablarle mientras trabajo, sin darme cuenta.
—Tu esposa no quiere verte. —Paso la brocha por su frente—. Dicen que fue un accidente. Pero nadie cae así, sin romperse nada. Nadie muere tan… bello. Y menos bajo características tan violentas.
Mi voz suena temblorosa, pero no puedo parar.
—¿Por qué volviste? ¿Qué querías decirme anoche?
El sonido del formol al verterse en los frascos me da náuseas. Siento su mirada, aunque sus ojos siguen cerrados. Una parte de mí ruega que se mueva otra vez. Otra parte teme que lo haga.
—Despierta —digo, casi rogando.
Silencio.
Nada.
Me inclino sobre él.
El color vuelve lentamente a sus mejillas bajo el pincel. Le doy vida con pigmento, pero sé que no necesito mucho.
Él ya parece vivo. Demasiado.
Mientras aplico el labial, escucho un sonido leve. Un clic metálico.
La cámara de seguridad en la esquina gira sola.
Se detiene apuntando hacia nosotros.
—Héctor… —susurro, pero sé que no es él.
Las cámaras no se mueven solas.
El aire se carga de electricidad.
La lámpara tiembla.
—Si estás aquí… —murmuro—, hazlo otra vez.
Cierro los ojos.
Espero.
Escucho mi respiración, el latido en mis sienes, el zumbido de la corriente.
Y nada.
Abro los ojos.
Sigue inmóvil.
Perfecto.
Un vacío me traga desde dentro.
El silencio pesa tanto que me cuesta mantenerme de pie.
Me siento junto a la camilla, con el pincel aún en la mano, observándolo. Su boca tiene una expresión diferente ahora. Casi parece… divertida. Como si supiera algo que yo no.
Afuera, un trueno lejano hace vibrar los cristales. La tormenta se acerca. El cielo apenas se observa por un ventilete, parece gris como un cuerpo sin alma.
Quisiera que me hablara.
Quisiera que volviera a decir mi nombre.
Pero Rafael Dürer no se mueve.
Y yo, por primera vez desde que lo conocí, empiezo a temer que realmente esté muerto.