El Beso que me Enterró Viva

5. El secreto

El reloj marca las once y media cuando el sonido de los tacones comienza a golpear el suelo de la morgue.
No necesito mirar para saber que son ellos. La familia Dürer parece no caminar, sencillamente desfila.

El aire cambia antes de que entren.
Perfume caro, cuero, una fragancia densa que intenta disimular el olor del formol.
No lo logra.
Nada vence al olor de la muerte.

Estoy de pie junto a la camilla, con las manos entrelazadas frente al delantal.
Rafael Dürer yace ante mí, impecable, con el traje negro que trajo la funeraria.
Su piel conserva ese brillo antinatural, entre la porcelana y la fiebre.

El primero en entrar es un hombre de unos veinte años.
El parecido es inmediato.
Los mismos pómulos, los mismos ojos azules, la misma arrogancia tranquila.
Uno de los gemelos.
Detrás, su hermano. Más pálido, más delgado, casi traslúcido.

Y luego, ella.

Isabel Dürer.
La viuda.
Cabello negro, traje gris perla, gafas oscuras.
Podría pasar por una actriz de los años cincuenta o por un cuervo vestido de gala.
Se acerca sin mirar a nadie, ni siquiera al cuerpo.
Solo alza una ceja cuando me ve.

—¿Usted es la encargada? —pregunta. Su voz es baja, afilada.

Asiento.
—Sí, señora. Soy Clara.

Isabel se quita los guantes lentamente, uno por uno, como quien desnuda un arma.
Se inclina sobre el cuerpo y lo observa con una expresión imposible de leer.
Su rostro no tiembla.
No hay tristeza, ni rabia, ni dolor.
Solo cálculo.

—Está perfecto —dice al fin, sin mirarme—. Como siempre quiso verse.

No entiendo si habla de él o de sí misma.

Los gemelos se acercan.
El más delgado mira a su padre con una mezcla de repulsión y fascinación.
El otro, el que se parece más a él, se limita a tocarle la mano con la punta de los dedos.

—Frío —murmura, y sonríe.

Siento que el estómago se me revuelve. Esta gente es tan extraña.

Héctor aparece detrás, nervioso quizás.
—El féretro está listo, señora Dürer. Podemos trasladarlo cuando usted lo disponga.

Ella asiente.
Pero no se mueve.
Sigue observando el cuerpo, en silencio.
Hasta que susurra:

—Él no debería estar tan… intacto.

La frase se me clava en la sesera.
Quiero preguntar qué significa, pero algo en su tono me lo impide.

—Perdón, señora —interviene Héctor, incómodo—. La preservación ha sido excelente, gracias al trabajo de nuestra especialista.

Isabel me mira entonces.
Por fin.
Sus ojos, detrás de sus gafas alargadas, son del color del hielo.
—Sí—dice despacio—. Muy excelente. Quizás demasiado.

No sé qué responder.
Solo siento la humedad pegándose a mi nuca.

Ella da un paso hacia mí.
Su perfume me invade: gardenias, polvo y un fondo de incienso. Me habla tan cerca que puedo ver el reflejo del cuerpo en sus gafas.

—¿Le dijo algo?

Me congelo.
—¿Perdón?

—Mi esposo. —Sus labios esbozan una sonrisa apenas visible—. Cuando lo preparaba. ¿Le habló?

¿Me está jugando una broma o sabe algo? Trago saliva.
—No. —Miento.

Ella asiente, como si confirmara algo.
—Si lo hace otra vez… no lo escuche.

Me tiembla el pulso.
Quiero decir algo, pero Héctor ya interviene:

—Bien, creo que deberíamos moverlo al salón principal.

El sonido del metal y las ruedas rompe el hechizo.
Isabel se aparta.
Los gemelos la siguen sin hablar.

Mientras los empleados trasladan el cuerpo yo recojo mis pinceles, mis brochas y mis guantes. Pero antes de salir, me detengo.

El aire detrás de mí está helado.
Y huele a tierra y pudrición.

Debo estarme poniendo paranoica… Echo un último vistazo a Rafael, de unos cuarenta y tantos mantenidos con una belleza casi vampirezca y la pregunta se clava en mis pensamientos: “¿Qué fue lo que te hicieron estos desquiciados que tienes por familia…?”



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En el texto hay: terror, romance oscuro, romantasy

Editado: 19.10.2025

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