El Beso que me Enterró Viva

8. Los Dürer

—Soy de la funeraria. Traigo documentación pendiente del entierro del señor Dürer.

Enseño mis credenciales a la seguridad del ingreso del Barrio Cerrado Los Alpes donde vive la familia de Rafael y el guardia llama por radio.
Un minuto después, el portón se abre con un chirrido metálico.
La mansión aparece al fondo, entre árboles centenarios.

La fachada es blanca, pero el tiempo —o algo peor— la ha manchado con vetas oscuras. Las ventanas parecen ojos.
Me tiemblan las manos, pero avanzo.

Isabela aguarda por mí en la galería.

—¿Otra vez usted? —pregunta sin ocultar el fastidio—. Pensé que su trabajo había terminado.

—Necesito información —respondo, directa—. Sobre su esposo. Y usted sabe a qué me refiero.

—Mi esposo está muerto.

—No lo está. —Mi voz tiembla, pero no me retracto—. Lo vi. Se movió. Habló conmigo.

Ella me observa un largo momento. No se sorprende.
Sonríe apenas.
—No debería haberlo visto.

Esa frase me hiela.
—¿Qué le hicieron?—pregunto—. ¿Por qué está así?

—¿Por qué no se lo pregunta directamente a él si es que ha decidido revelarse?

Creo que prefiero una respuesta que no tenga que ver con un cuerpo cuyo alma está en pena.

Isabel se aparta un poco, notando que me he quedado consternada ante no saber qué responder; da un paso hacia las escaleras y dice con calma:
—¿Usted cree en los contratos?

—¿Legales?

—No. En los otros.

Me quedo en silencio.
Ella suspira, cansada, como si yo fuera una niña lenta.

—Rafael tenía debilidad por lo hermoso. Por lo eterno. No soportaba ver cómo todo se marchita. Ni siquiera él. Y cuando un hombre con demasiado dinero teme envejecer, hace cosas… imprudentes.

—¿Qué cosas?

—Pactos.

La palabra se clava entre nosotros.
Isabel enciende un cigarrillo, exhala el humo hacia la luz.
—Pagó para no morir. Pero el precio no lo eligió él.

—¿Cómo es eso posible…?—pregunto, horrorizada.

—Con dinero, lo es—. Su tono se vuelve áspero—. Aún después de muerto sigue siendo excéntrico, ya es hora de que deje de arruinarnos la vida y de hacernos partícipe de sus locuras.

Doy un paso hacia ella.
—¿Qué le hicieron sus hijos?

—¿Mis hijos a él o él a mis hijos? Mejor no quiere saberlo, señorita. Lo mejor de todo es que Rafael quede del Otro Lado y se marche para siempre.

El cigarrillo se apaga entre sus dedos sin que ella lo note.
Me mira con una compasión fría.

—Creo están siendo injustos. Él también sufre—digo, con un hilo de voz.
—No lo toque más, Clara. No hable con él. Si lo llama, vendrá. Y si viene, no se irá solo.

Me da la espalda. La conversación ha terminado.

La puerta del salón está entreabierta y una ráfaga helada me lame la piel.



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En el texto hay: terror, romance oscuro, romantasy

Editado: 24.10.2025

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