La puerta de la funeraria cede ante mi credencial. El aire que me recibe está helado, impregnado de ese aroma a flores muertas y cera vieja que se adhiere a la piel como un recuerdo. Camino despacio, los pasos huecos resonando en el suelo encerado, hasta la sala donde debería esperarme el féretro.
Pero el espacio está vacío.
—Rafael… ¿estás aquí? —mi voz sale apenas, una pregunta que no espera respuesta.
Solo el silencio me contesta, un silencio tan denso que parece respirar. Entonces lo escucho: una melodía tenue, casi un gemido, que se desliza desde la capilla del fondo. Es una oración, o un lamento.
Mis pies se mueven solos. Me arrastran hacia el sonido sin que mi mente lo ordene. La puerta está entreabierta. Me asomo, y las sombras danzan a la luz temblorosa de las velas, respirando con una vida que no les pertenece.
Y ahí está él.
De pie. Esperándome.
No lleva la mortaja. Una camisa blanca se abre en su pecho, revelando una piel de palidez irreal, casi luminosa bajo el titilar anaranjado de las velas. Sus ojos —esos abismos azules que ya conozco— arden ahora con una intensidad que duele mirar. No hay muerte en ellos. Solo una furiosa vida, renacida de las cenizas.
—Sabía que volverías —dice, su voz áspera se desliza bajo mi piel, helándome los huesos y encendiendo cada nervio.
No puedo moverme. Mi cuerpo es un temblor constante, una lucha entre el terror que me paraliza y un deseo oscuro que me arrastra hacia él.
—¿Qué… qué haces aquí? —balbuceo, con el aire atrapado en la garganta.
—Esperarte.
La simplicidad de su respuesta me desarma. Da un paso hacia mí, y el frío se vuelve insoportable, como si el invierno mismo hubiera entrado en la sala. Veo el leve vaho de su aliento. Es imposible, pero está ahí.
—No deberías estar fuera del féretro… —mis palabras suenan huecas, absurdas.
Una sonrisa se dibuja en sus labios. Triste. Hermosa.
—No debería estar en ningún lugar, Clara. Pero aún estoy.
Su voz es profunda, grave como la tierra húmeda, y me envuelve. La cercanía me golpea, y el impulso de tocarlo, de comprobar si es real o una alucinación febril, me resulta insoportable.
—No me tengas miedo —murmura, acortando la distancia. Sus palabras se deslizan sobre mi piel, tibias y heladas al mismo tiempo, como un beso de hielo.
—No sé si puedo.
—Lo que te asusta no soy yo —sus ojos no se apartan de los míos, hipnóticos, inmóviles—. Es lo que sientes.
Lo entiendo. El escalofrío que me recorre no es por el espectro frente a mí, sino por la atracción que emana de él. Por el vértigo de un deseo nacido del horror y lo prohibido.
—Quise conocerte —mi voz tiembla, pero no se rompe—. Antes de que te vayas. Antes de que te entierren.
Inclina la cabeza, escrutándome con atención.
—¿Conocerme?
—Sí. No sé qué te hicieron, pero fue injusto. No merecías este destino.
Rafael me observa con una expresión imposible de leer.
—Nadie me dice eso. En vida la gente pensaba que yo lo tenía todo, que una persona como yo no podía sufrir. Nadie siente pena por mí.
Doy un paso hacia él. Cada paso es una rendición, una invitación al abismo. Estoy tan cerca que puedo aspirar su aroma. No huele a muerte. Huele a tierra fresca, a bosque después de la lluvia, a algo primitivo y vivo.
—Yo sí me apiado de ti—susurro.
El temblor de mis manos cesa cuando lo toco. Su piel está fría, pero bajo esa frialdad siento un pulso débil, irregular, una promesa imposible. Él cierra los ojos al sentir mi contacto. Un temblor leve lo recorre, y esa fragilidad me desarma.
—No sabes lo que haces, Clara.
—Lo sé—miento, aunque mi cuerpo entero grita lo contrario.
Su mano sube lentamente y roza mi mejilla. El contacto es una descarga eléctrica que me atraviesa, despertando cada nervio, como si la vida que él perdió regresara a través de mí.
—No quiero que sufras—digo, apenas respirando.
—Ya sufro—responde—. Desde hace demasiado.
Su voz se quiebra. En ella hay algo humano, dolorosamente humano.
—¿Por qué te hicieron esto?—pregunto, inclinándome hacia él.
—Me lo hice a mí mismo… Un pacto con el Otro Lado tiene consecuencias. Y se siente tan frío estar aquí, temo tanto marcharme del todo, Clara.
Me cubro la boca, un sollozo ahogado escapándose entre mis dedos.
Él sonríe con tristeza.
—Ahora solo soy un recuerdo que se niega a morir.
—Y yo no quiero que te vayas —las palabras salen solas, sinceras, inevitables.
Rafael me mira. Sus ojos brillan con una intensidad sobrenatural, una belleza que duele.
—Entonces quédate conmigo, aunque sea esta noche.
No hay amenaza en su voz, solo súplica.
Doy un paso. Otro. Hasta que nuestros cuerpos casi se rozan. Su frío se mezcla con mi calor, una disonancia que de algún modo armoniza.
Sus dedos rozan mi cuello, y el contacto me roba el aliento.
—Eres una chica que ha sufrido mucho—sentencia.
—En eso combinamos y aunque no nos conozcamos mucho, sabemos leerlo en el otro.
—Por eso el magnetismo.
—El dolor que atrae dolor…
—Eres fuego, Clara. Y yo soy ceniza.
—Entonces quémame—susurro, rendida.
El silencio se espesa. La luz de las velas titila en sus ojos. Él baja la mirada hacia mis labios. No hay prisa. Solo esa lentitud insoportable que anticipa lo inevitable.
Cuando me besa, el mundo se desvanece.
No hay frío ni calor. No hay arriba ni abajo. Solo el roce de su boca, el sabor de la muerte mezclado con el pulso frenético de la vida. Sus labios, firmes e inhumanamente suaves, me reclaman. El aire que respiro sabe a tierra húmeda y a lluvia.
Su mano se enreda en mi cabello, me atrae más. Profundiza el beso que me duele, que me llena, que me roba el aliento. Siento que algo se disuelve entre nosotros, que los límites se rompen, que lo imposible se convierte en verdad.
Por un instante, pienso que todo vale la pena.
Que si la locura es esto, la elijo sin dudar.