La comprensión me golpea como un latigazo de hielo. La niebla de mi euforia oscura se disipa, revelando la verdad más cruda y aterradora. No voy a unirme a él en un limbo etéreo. No voy a ser una sombra de su sombra. Voy a ser la otra mitad de su pacto. Voy a ser la que se pudra.
Mis ojos se abren de golpe, fijos en su rostro. La sonrisa que antes me pareció menos triste, ahora se antoja depredadora. Los ojos, antes llenos de una vida que me hipnotizaba, ahora tienen un brillo que no es el mío, sino el de mi propia energía, de mi propio aliento.
Un escalofrío me recorre, pero no es de frío. Es el horror más puro y ancestral. La imagen de mi cuerpo, mi propio cuerpo, tendido en un ataúd, inerte, descomponiéndose lentamente bajo tierra, se graba en mi mente con una nitidez insoportable. Los gusanos, la piel que se vuelve gris, los ojos vacíos. Todo lo que yo, en mi profesión, había visto innumerables veces, ahora es mi propio destino.
—No… —mi voz es un gemido ahogado, apenas audible. Intento apartarme, pero mis músculos están débiles, flácidos. La fuerza que antes me impulsaba, la vida que sentía fluir de mí, ahora es su poder. Soy una marioneta.
Rafael me mira con una expresión indescifrable, una mezcla de triunfo y una sombra de la tristeza que conocí. —El intercambio está hecho, Clara. Tu vida por la mía.
—No... yo no quería esto —las lágrimas brotan, quemando surcos en mis mejillas. La paz extraña que sentí se ha disipado, reemplazada por un terror tan abrumador que me revuelve las entrañas. Quiero gritar, quiero huir, pero mi cuerpo no responde. Es como si una parte de mí ya no me perteneciera.
—Querías ser vista, Clara. Querías sentirte viva. Te lo di. Te di lo que anhelabas—su voz es suave, casi melódica, y esa dulzura me aterra más que cualquier grito. Es la dulzura del verdugo.
—¿Y ahora? ¿Qué voy a ser? ¿Una sombra? ¿Un recuerdo? —La desesperación me ahoga.
Él sonríe, y esta vez, la sonrisa es completamente suya, sin atisbos de la anterior melancolía.
—Serás... una parte de este lugar. De la memoria de la muerte. Estarás conmigo, a mi lado, pero no como esperabas.
Un relámpago me golpea. La "eternidad" que me prometió. No es una eternidad compartida en un amor oscuro. Es una condena. Me doy cuenta de que la vida que tanto desprecié, la vida que me hizo sufrir, era aún preciosa. Cada aliento, cada dolor, cada pequeña alegría, era infinitamente mejor que este vacío que se abre ante mí. O al menos, era una oportunidad. Una que ya no tendré más.
Mis ojos buscan desesperadamente la luz de las velas, las sombras danzantes. Pero ya no son las mismas. Las sombras se estiran, se retuercen, cobran formas grotescas. Y entre ellas, veo figuras. Siluetas indistintas al principio, que luego se materializan con una claridad espantosa.
Son otros. Otros que cayeron en pactos, otros que buscaron la inmortalidad, otros que entregaron su aliento. Rostros desfigurados por la agonía, cuerpos que se retuercen en silencio, espectros que emiten lamentos inaudibles pero que resuenan en mi alma con una fuerza ensordecedora.
Veo a una mujer, sus ojos huecos fijos en un punto lejano, sus manos invisibles intentando tocar un rostro que ya no existe. Un hombre, con la boca abierta en un grito eterno que nadie puede oír. Niños, pequeñas sombras que lloran sin lágrimas, buscando un abrazo que jamás llegará.
Este lugar. Esta capilla. Este mundo de "vivos" que yo creía conocer. No es un lugar de paso. Es un purgatorio. Es un infierno para aquellos que se aferran, para aquellos que hacen pactos con lo prohibido. Y yo, Clara, con mi alma rota y mi necesidad de pertenencia, he saltado de cabeza al mismo abismo.
—Estos son los otros —la voz de Rafael llega a mí como un eco distante—. Los que no lograron trascender. Los que quedaron atrapados en el umbral. Estarán contigo, Clara. Por siempre.
Mis ojos, llenos de un horror que me hiela hasta la médula, miran a Rafael. Su rostro, antes pálido, ahora tiene un leve rubor. Sus labios, antes fríos, parecen cálidos. Un brillo de vida ha regresado a él, una vitalidad que se ha alimentado de mí.
La culpa me desgarra. La rabia. La desesperación. Por mi ceguera. Por mi anhelo de una conexión, caí en la trampa. No fue amor. Fue un sacrificio. Y yo, que he visto la muerte mil veces, que he manipulado los cuerpos, que he creído dominar el final, ahora soy la víctima.
Quiero gritar, quiero decirle que no, que se detenga. Pero mis cuerdas vocales apenas vibran. Mi cuerpo ya no es mío. Siento una pesadez extraña, como si mis miembros se volvieran de plomo.
La luz gris del amanecer se filtra con más fuerza por los vitrales. Escucho un sonido distante. Unas pisadas. Fuertes, decididas. El sepulturero. La realidad se precipita sobre mí con una crueldad despiadada.
Rafael se inclina, sus ojos fijos en los míos.
—Es hora, Clara. Es hora de tu descanso.
Su voz ya no tiene el rastro de la tristeza. Es una voz llena de propósito, de vida. La vida que me ha robado.
Escucho la puerta de la capilla abrirse. El sepulturero entra, su figura corpulenta recortada contra la luz del exterior. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, se fijan en el altar. Me mira a mí, y por un instante, veo una chispa de sorpresa en su mirada. Luego, sus ojos se posan en Rafael, y veo reconocimiento. No hay sorpresa, solo un leve asentimiento.
Me doy cuenta entonces de que el sepulturero sabía. Que siempre supo. Que era parte de esto. De este pacto, de esta condena. Él es el guardián de este purgatorio, el que facilita el tránsito, el que vela porque el ciclo se cumpla.
Rafael se aparta de mí, y siento un vacío helado. Un frío que me consume desde dentro. Mis párpados pesan, se cierran lentamente, la imagen del sepulturero acercándose, su sombra proyectándose sobre mí, es lo último que veo.
Siento cómo me levantan. La piedra fría del altar, la calidez de su cuerpo, todo se desvanece. Ahora solo hay una sensación de ingravidez, y luego, una dureza fría y estrecha a mi alrededor. La madera. El féretro. El lugar al que siempre supe que pertenecía, pero no así.