Mientras hablaban un joven, indiferente al problema que tenían, los veía avergonzado.
—Disculpen que los interrumpa —intervino— ¿Dónde consigo los libros de geografía?
—Siga derecho, cuando vea un montón de libros en el suelo, ahí es —le contestó Bael.
—¿Qué? —Nara se sobresaltó, pero recobró la calma de inmediato—. No, no me expliques. Bael, necesito que me cubras aquí, tengo que buscar mis llaves.
—¿Y qué hago con Sofía y la loca rompe libros?
—Sofía, ¿Quieres ir conmigo de nuevo? —Nara apoyó las manos sobre sus rodillas para estar a la altura de la niña, que la vio a los ojos por un segundo y le volteó la cara con desprecio.
—¡No! Tú no consigues a Chicles. Qué pérdida de tiempo
—Paciencia, Nara —le susurró Bael entre risas al ver como su compañera ponía los ojos en blanco—. Recuerda, si ves a la vieja rompe libros, sácala.
Nara no contestó, limitándose a darle la espalda mientras se encaminaba hacia la sección para niños. Él no podía hacer nada más, sentó a Sofía a su lado antes de atender a dama que tenía frente a él.
—Ten paciencia ¿Sí, Sofí? Pronto podremos buscar Chiles.
—Me llamo Sofía, no Sofí —le respondió mientras abría el libro que tenía en las manos.
Él solo pudo inhalar profundo.
—Supondré que esa fue tu forma de decir sí. Dígame, señora —dijo mirando al frente.
—Buenos días ¿tiene el libro de Yorja Moil llamado «Un Romance en Paramidia»? —La pregunta de aquella dama, de aspecto prominente, era precisa, y requería una respuesta igual de precisa. Sus ropas impecables de telas delicadas y su peinado complejo y adornado demostraban cierto estatus y su mirada altiva reafirmaba esa primera impresión.
Sin demora, Bael buscó en el registro y en efecto el libro estaba presente en la sección de literatura clásica.
—Sí, está al fondo subiendo las escaleras, en la sección de literatura...
—Perfecto —lo interrumpió, y exclamando esa simple palabra se dio la vuelta y se marchó, dejando a Bael con la boca abierta.
—A ella si le puedes conseguir lo que quiere —susurró Sofía con desdén, sin despegar su mirada del libro.
—Ella sí dijo el nombre completo del libro que quiere.
—¡Chicles!
—Dame fuerza, Lyris.
—No llevan más de tres horas abiertos y ya clamas por la ayuda de la diosa.
Cuando Bael alzó la mirada se encontró a Alejo, que aguardaba con una pequeña bolsa de tela en la mano.
—Te he traído el almuerzo, veo que lo estás llevando muy bien... debes estar aburrido.
Alejo echó una mirada rápida hacia la biblioteca que estaba llena de gente. La mayoría estaba en silencio o se comentaban cosas sin alzar la voz. Los maestros asignados por los emisarios del emperador mantenían el orden y superficialmente todo parecía ir bien.
—Ya puedes dejar el sarcasmo, Alejo, el día ha sido más agitado de lo que pensaba, lo admito.
—Y lo que te falta por vivir, hermano mío... y dime, ¿quién es tu compañera?
—Mi nombre es Sofía.
—Mucho gusto, Sofía.
—Hermano, ¿sabes qué libro tiene un protagonista llamado Chicles? Lleva pidiéndolo toda la mañana —le preguntó Bael.
La mirada de Sofía se iluminó, pero Alejo negó lentamente con la cabeza.
—Me suena de algo... Chicles. Pero no, lo siento mucho, Sofía... aunque tengo algo de tiempo libre —dijo extendiéndole la mano a Sofía—. Si quieres, puedo acompañarte y buscar contigo.
—No es necesario, Alejo.
—¿Cómo qué no? —exclamó Sofía mientras se levantaba de la silla.
—No te preocupes, Bael, no creo que me tome demasiado tiempo —lo calmó Alejo riendo antes de alejarse con Sofía hacia el interior de la biblioteca.
De pronto, Bael se quedó solo por primera vez en todo lo que iba de día, y sin nadie más en la fila, simplemente se quedó en silencio tras su escritorio, pensando en todo lo que había pasado.
—¿Nara habrá encontrado sus llaves? —se preguntó en voz baja mientras veía hacia las estanterías.
«Debería ir a ayudarla a buscar, o ayudar a Tefy. No... tengo que quedarme aquí recibiendo a la gente», pensó con calma, mirando hacia la puerta que daba hacia la calle.
Justo en ese momento un olor peculiar le llegó. Por la puerta entró un hombre de mediana edad que comenzó a pasearse por el lobby con un paquete de sarlesa en la mano; el aperitivo más salado y grasiento de toda Noelmia, hecho de pescado seco y rebanadas fritas de papa bañadas con varias salsas picantes y mucha sal.
—Señor —Lo llamó apenado—, no puede comer aquí.
—¿Quién dice? —el tono altanero que usó era desquiciante.
—Yo, señor – indicó con el dedo el bordado de su chaleco—, y son las reglas de la biblioteca.
—¿Y dónde están escritas? —Bael, incrédulo, señaló lentamente al cartel que colgaba sobre su cabeza.
—Pues yo no lo veo —no dejaba de comer y ensuciarse las manos mientras hablaba.
A Bael le llegaba el olor fuerte del pescado y la salsa picante, aunque todo el aperitivo estuviese envuelto en un papel desechable de palma. Más allá de la altanería de aquel hombre, lo que de verdad le preocupaba a al bibliotecario era el desastre que podía causar. No le hizo falta tener una gran imaginación para ver, en el futuro cercano, como la salsa picante y la grasa manchaban las hojas de los libros; y no contento con eso, atraía las moscas y otras alimañas al interior de la biblioteca. «No puedo permitir esto» se dijo levantándose del asiento.
—Señor, es la cuarta regla.
—No te creo.
—Señor... —hubo un silencio incómodo, ambos se veían fijamente mientras Bael tomaba fuerza para preguntar— ¿Usted sabe leer?
—¡Claro que sé leer! ¡¿Me toma por imbécil?!
Para Bael fue un verdadero reto, una prueba de los cielos, resistir la tentación de asentir con la cabeza tras esa pregunta.
—No, señor... yo nunca haría tal cosa.
—¡Solo era sarcasmo! ¡Sé leer muy bien!—insistió aquel hombre.