(Bojé, 9 años atrás)
Los demás niños del yucayeque Oretihá sabían correr, sabían gritar, trepar y nadar río abajo con los ojos cerrados, yo también lo hacía era buena en ello, pero yo solo lo hacía en circunstancias distintas.
Yo no corría detrás de las cosas por diversión yo corría detrás de ellas cuando un llamado surcaba mis oídos con urgencia y corría monte adentro cada que era requerido.
Era de mañana cuando a aquel nuevo llamado se presento haciéndome despertar, siempre eran inusuales, siempre tenían un toque de fantasía que solo me hacía sonreír llena de inocencia, pensaba que todo el mundo podía verlos, pero, resultaba ser que no.
Un dulce trinar me despertó fue un canto breve, agudo, un solo trino, sabía bien que era distinto, singular, uno particular nada parecido al de los muchos colibríes que viven entre los árboles alrededor del Guama sino uno diferente como si solo hubiese cantado dentro de mis sueños.
En silencio abro los ojos y me incorporo, de la fogata de la noche anterior solo quedaron apenas cenizas.
Tata Maorik dormía plácidamente en su lecho de bejucos, cubierto con un manto de jagua y plumas de múcaro, un ave nocturna de grandes ojos que suelen volar por aquí.
Su bastón de behique reposaba junto a su pecho, como si lo abrazara incluso en sueños escondiendo lo que parecía ser un secreto que solo guardaba para sí mismo.
Mire a tata un momento, sabía que no debía pero debía de hacerlo, no dije nada solo salí del bohío en silencio mientras la fría brisa matutina chocaba con mi piel como si me conociera, como si entendiera lo que yo hacía.
El aire olía extrañamente más que nunca al aroma de la sabia que salía de la gran ceiba mientras que las primeras luces del alba acariciaban la niebla que flotaba sobre el suelo como si se tratase de un blanco y delicado manto que ocultaba muchas cosas a la vista y aun así, pese a que no veía nada, camine como si lo conociera todo.
A lo lejos, el lago sagrado Guarokabey dormía bajo una calma inquietante, no croaban las ranas alrededor ni mucho menos chillaban los murciélagos cada que me veían como si me saludarán y hasta las hojas de la ceiba parecían contener el aliento.
Camine descalza como siempre, camine sin miedo y de nuevo el trino del colibrí se escucho esta vez más cerca como un susurro que me acariciaba el pecho queriendo tocar mi alma.
Y entonces en el centro del claro donde solo el paisaje eclético era lo que se deslumbraba a pocos metros del lago y a pocos metros de la gran ceiba justo al centro de los dos se encontraba él, un colibrí.
El pequeño ser era completamente blanco desde la cabeza hasta las patas, no gris, no pálido ni mucho menos en la gama de colores característico, sino uno completamente blanco, tan blanco como la nieve, como la lana misma con los ojos como gotas de obsidiana y allí suspendido en el aire alejado del suelo sin batir sus alas permanecía y él solo me miraba como si él tiempo se hubiera detenido.
— ¿Eres tu quien me llamaba? — pregunte con curiosidad con la inocencia que salía de mi interior.
El ave no lo confirmo pero yo aun así lo entendí y solo me arrodille y baje la cabeza.
— Si eres el que duerme en mi sangre por favor dime porque me escogiste.
Paso un momento nada se escucho pero el ave descendió suavemente y flotando justo frente a mi rostro y justo en ese instante, el primer rayo de sol rompió entre las palmas y tocó mi frente.
Una quemazón dulce me recorrió la piel, una corriente caliente se movió desde el centro de mi frente y atravesó mi pecho, algo que bailaba con alegría con emoción.
Era sorprendente, sentía vida, un alito que se desprendía de mí por entre mi ser e instintivamente termine llevando la mano a mi entrecejo llena de incertidumbre y de preguntas mismas que aumentaron al bajar la mano y contemplar entre mis dedos un fino polvo dorado.
El colibrí inmediatamente volvió a trinar esta vez más grave y más corto como si repitiera al viento mi nombre y desapareció ante mis ojos.
Niña al fin llena de preguntas corrí de regreso al yucayeque, no por miedo, sino porque algo dentro me decía que mi vida ya no era mía sino que tenía un nuevo misterio.
Al pasar por los bohíos note algo extraño, los perros que solían correr detrás de mí se detuvieron, los gallos dejaron de cantar, un bebé comenzó a llorar de la nada y una anciana canto un areito de protección anonada al mirarme.
Camine en silencio queriendo no alertar a tata regresando al bohío pero cuando entre me asusto, tata ya me esperaba con la mirada fija por donde entraba, tenía los ojos muy abiertos, el bastón en la mano y el corazón apretado y sin yo decir nada con solo verme él sabía que algo había ocurrido.
Tata me tomó del mentón y me giró hacia la luz por donde el sol entraba y me observo, solo murmuró como si no le sorprendiera.
— La marca.
Sin dudas él sabía algo y entendía más de lo que decía.
— Tata ¿Qué ocurre?
Me miró en silencio con los ojos vidriosos, parecían tristes pero escondía muy dentro sus emociones — ya empezó — murmuró como un suspiro lanzado al universo.
Esa tarde, todo cambió, los niños ya no jugaron más conmigo, las madres me miraban como si fuera algo que no debía de ser visto como si fuera algo roto que debía de ser dejado en el olvido.
Los niños se alejaban y solo decían — dicen que tú tienes la misma marca que tu madre, que por eso ella se fue — lo decían como si yo fuera la muerte, como si yo fuera algo malo.
Las madres cuchicheaban como si no tendrían cosas más importantes por hacer y una de ellas sin saber que yo escuchaba dijo.
— La hija de Aurey ya debe de estar marcada como su madre, no es una niña normal, es fuego disfrazado de flor, solo traerá desgracias y lo más seguro que muera al igual que su madre.
Era una niña yo no lo entendía mi pequeño corazón se arrugo pero la pregunta se acumulo en mi pecho — mamá murió por mi — repetía una y otra vez.