El bosque 2...El regreso.

Capítulo 1: El eco durmiente.

Siete años se habían deslizado silenciosamente sobre Sevilla, cubriendo las cicatrices del pasado con una fina capa de aparente normalidad. El Bosque, que una vez había sido fuente de terror, ahora se alzaba en la distancia como un monumento enigmático, inspirando más respeto que pánico. Las Luminaria Noctis, las flores de luz fantasmal, seguían su ciclo, brillando con una intensidad suave, menos febril que antaño. Para la mayoría de los habitantes, la pesadilla de aquella noche de terror era solo un recuerdo lejano, una leyenda urbana atribuida a extraños fenómenos naturales o a la histeria colectiva.
Pero la paz, como bien sabía el Detective Basilio Román, era siempre un velo frágil. Él, y un puñado de elegidos, cargaban con el peso de la verdad, una verdad innegable que se había grabado a fuego en sus almas. Sabían que el Gran Espíritu del Roble era mucho más que un simple árbol centenario, y que la Sombra Atada no había sido aniquilada, solo confinada. La memoria del pueblo, el respeto por sus raíces y por la tierra misma, era el precario candado que mantenía a raya la oscuridad devoradora.
En los rincones de su mente, Román aún escuchaba el eco de aquella voz antigua y rasposa que había brotado de los labios de su hija, Fátima. "La memoria será devorada." Una advertencia que resonaba con cada atardecer, con cada informe sobre pequeños fuegos inexplicables en las profundidades del Bosque, con cada murmullo de pesadillas inusualmente vívidas en las aldeas más remotas. Señales, Román lo sabía, de que el equilibrio comenzaba a tambalearse.
Fátima, ahora una joven de catorce años, poseía una calma inusual para su edad. Sus ojos, aunque reflejaban la vivacidad de la adolescencia, a menudo parecían mirar más allá de lo visible, captando matices que escapaban a la percepción común. La conexión con el Bosque, ese hilo invisible que la unía a él, no se había roto; simplemente había madurado, transformándose en una sensibilidad casi telepática hacia los cambios sutiles en la naturaleza que la rodeaba. El amuleto, pulido por el roce constante, seguía colgando de su cuello, un recordatorio silencioso de su extraordinario pasado. Pasaba horas dibujando en sus cuadernos, llenándolos de intrincados patrones de raíces, hojas y, ocasionalmente, ojos que parecían observar desde la penumbra.
Susana, la botánica, había logrado establecerse en círculos académicos más amplios, aunque sus teorías sobre la "ecología psíquica" de ciertas especies vegetales eran a menudo recibidas con una mezcla de fascinación y escepticismo. Su laboratorio se había expandido a una instalación más grande y discreta en las afueras de Sevilla, financiada por misteriosos donantes anónimos que, quizás, habían sido tocados por el misterio de alguna forma. Mantenía un contacto constante con Román y Fátima, la triada silenciosa que compartía un conocimiento prohibido.
Román seguía siendo detective en su mismo puesto, un veterano con una reputación peculiar. Sus colegas lo respetaban, pero siempre había una distancia, la sensación de que él había presenciado cosas que escapaban a la comprensión ordinaria. Las canas adornaban ahora sus sienes y las líneas alrededor de sus ojos eran más profundas, testimonio de las cargas invisibles que llevaba. Se había convertido en el guardián no oficial del Bosque, vigilando de cerca cualquier informe de perturbación inusual, cualquier excavación no autorizada, cualquier indicio de que el frágil equilibrio pudiera romperse. A menudo, visitaba el Bosque al amanecer, una caminata solitaria para asegurarse de que el Gran Espíritu del Roble permaneciera en su apacible letargo.
Pero la paz, Román lo sabía por experiencia, era casi siempre un preludio.
Una tarde de finales de aquel verano, una serie de noticias inquietantes comenzaron a filtrarse desde las aldeas más remotas, aquellas que bordeaban los sectores más profundos y menos explorados del Bosque. Ganado desaparecía sin dejar rastro. Pequeños fuegos inexplicables surgían en el sotobosque, extinguiéndose tan rápido como aparecían. Murmullos de "pesadillas que se sienten reales" y "sombras que danzan en la periferia de la visión" se extendían como un eco. Román sintió un escalofrío familiar recorrerle la espalda. El Bosque no estaba en calma. Algo, o alguien, estaba provocando su despertar.
Y entonces llegó la llamada que lo confirmó todo. Un nuevo proyecto inmobiliario, esta vez de una escala mucho más ambiciosa, había obtenido los permisos para extenderse a un sector virgen del Bosque, justo en el lado opuesto al Gran Roble. La fuerza impulsora detrás de este desarrollo era una corporación multinacional, una fachada impoluta, pero la figura pública, el rostro del proyecto, era alguien que Román reconocería al instante, a pesar de los años y el aparente cambio de fortuna.
Vicente.
No era el mismo hombre destrozado por el miedo de hacía siete años. Este Vicente, aunque mayor, exhalaba una renovada arrogancia, un brillo peligroso en sus ojos que Román no había visto desde aquella noche fatídica. Era más cauto, más calculador, pero su ambición era tan vasta y desmedida como el mismo Bosque que ahora pretendía conquistar. Román supo en ese instante que el delicado equilibrio se había roto de nuevo. La Sombra Atada, la entidad que se alimentaba del caos y la desesperación, sin duda, sentiría la perturbación.
El Bosque estaba despertando. Y con él, los viejos fantasmas.
La llamada sobre el proyecto de Vicente dejó a Román con un nudo en el estómago. No era solo la reaparición de un viejo enemigo, sino la confirmación de su peor temor: el Bosque estaba de nuevo en peligro, y con él, la frágil paz de Sevilla. Esa noche, la cena con su esposa fue un acto mecánico. Su mente ya estaba en el Bosque, en la oscuridad que sabía que se cernía.
Temprano a la mañana siguiente, Román condujo hasta el linde del Bosque, en la zona que se había mantenido virgen, el punto exacto donde se proyectaba el nuevo desarrollo. La vista le heló la sangre. Ya habían comenzado. Topadoras y excavadoras, como monstruos metálicos, rugían contra el silencio ancestral. Los primeros árboles caían con un crujido desgarrador, un sonido que era un lamento para Román. Era una invasión, una herida abierta en el cuerpo del Bosque.
Mientras observaba desde la distancia, con el corazón apretado, una oleada de miedo comenzó a extenderse. No era el miedo de la gente, sino algo más profundo, algo primordial que emanaba del propio Bosque. Lo sintió en el aire, en el escalofrío que le recorrió la piel, en el susurro apenas audible que parecía envolverlo. Las Luminaria Noctis más cercanas, ocultas entre la maleza, comenzaron a parpadear con una intensidad febril, su luz verde volviéndose más brillante y errática.
De repente, una figura familiar se acercó por el sendero. Era Don Elías, su rostro surcado por los años, pero con una expresión de profunda tristeza y preocupación. "Lo sienten, Detective", dijo el anciano, con la voz grave, señalando hacia el corazón del Bosque. "La tierra. Los árboles. Y algo más antiguo, algo que duerme bajo ella, también lo siente. Las barreras se están debilitando."
Román asintió, su mirada fija en las máquinas que destrozaban la tierra. "Vicente no sabe lo que está haciendo. Está abriendo la puerta, Don Elías. La Sombra Atada... la está llamando de nuevo."
Don Elías cerró los ojos por un momento. "No es solo la llamada, Detective. Es el hambre. El miedo que este hombre y su ambición están generando... la alimenta. Y esta vez, no será solo la memoria del pueblo lo que buscará devorar. Buscará la memoria del Bosque mismo. La esencia de su ser."
La revelación fue aterradora. Si la Sombra Atada devoraba la memoria del Bosque, ¿qué quedaría? ¿Un desierto desprovisto de vida y de historia? Román sintió la urgencia de actuar, pero la impotencia lo abrumaba. Vicente tenía permisos, dinero, y el apoyo de una corporación poderosa.
Mientras Don Elías y Román observaban el avance inexorable de la destrucción, el sonido de un teléfono rompió el tenso silencio. Era Susana. Su voz, normalmente calmada, estaba teñida de alarma. "Román, estoy viendo algo extraño en las muestras de savia que tomamos cerca de la zona de construcción. Los patrones de energía son... erráticos. Y hay algo más. Fátima. Dice que las 'voces' han regresado. No son como antes, son más... exigentes. Y hablan de 'sed'."
La llamada de Susana confirmó los peores temores de Román. La Sombra Atada no solo estaba despertando, sino que había comenzado a manifestarse a través de Fátima. La "sed" era, sin duda, su hambre.
La voz alarmada de Susana al otro lado del teléfono martilleaba en la mente de Román. No era solo la inminente destrucción del Bosque por parte de Vicente, sino el impacto directo en Fátima. La "sed" que mencionaba la niña solo podía significar una cosa: la Sombra Atada no solo estaba agitándose, sino que su hambre, esa necesidad de devorar la memoria, estaba creciendo.
Román se subió al coche, el motor rugiendo como un depredador impaciente. En su mente, una carrera contra el tiempo se había desatado. No podía detener las topadoras con un argumento legal en ese momento, pero podía intentar proteger a su hija y quizás, solo quizás, encontrar una forma de volver a sellar esa oscuridad.
Mientras conducía a toda velocidad hacia el hospital, su teléfono vibró de nuevo. Era un mensaje de Don Elías: "Las viejas historias. Los Cantos de la Remembranza. La Sombra los odia. Son su veneno." Román asimiló el mensaje. Si la entidad se alimentaba del olvido y el miedo, la memoria era su antídoto. Pero, ¿cómo despertar una memoria tan antigua, tan profunda, en un pueblo que había elegido olvidar?
Al llegar al hospital, Fátima estaba sentada en la cama, con los ojos bien abiertos, pero su mirada perdida en algún punto más allá de las paredes. Su piel estaba pálida y finas gotas de sudor perlaba su frente. La melodía de ultratumba que la había poseído años atrás, esa cacofonía discordante que anunciaba la presencia de la Sombra Atada, resonaba débilmente desde sus labios.
"Papá... tiene sed", susurró Fátima, su voz apenas un hilo, pero con una resonancia gutural que no era la suya. "Mucha sed. Y el Bosque... el Bosque está llorando."
Román tomó su mano, sintiendo el frío gélido que emanaba de ella. La temperatura de la habitación había descendido perceptiblemente. Se giró hacia la enfermera, que lo miraba con una mezcla de confusión y preocupación. "Necesito llevarla a casa", dijo Román con firmeza, ignorando las posibles objeciones. Sabía que el hospital no era lugar para lo que se avecinaba.
Mientras salían del hospital, el cielo de Sevilla, normalmente vibrante y azul, estaba cubierto por una extraña neblina verdosa que se extendía desde la dirección del Bosque. No era una neblina normal; pulsaba con una luz tenue, casi imperceptible, pero cargada de una energía ominosa. La gente en las calles se miraba entre sí, susurrando, la preocupación tiñendo sus rostros.
Román sabía que no había tiempo para explicaciones. Llevó a Fátima directamente al laboratorio de Susana. La botánica, al ver la expresión de Román y el estado de Fátima, no hizo preguntas. Sus ojos se posaron en el amuleto que Fátima llevaba al cuello, y luego en el rostro de Román.
"La Sombra se está manifestando con más fuerza", dijo Susana, su voz grave. "Está usando a Fátima como conducto. Y esa niebla... es un velo. Está tratando de cubrir el Bosque, de ocultar lo que hace."
La pantalla de uno de los monitores de Susana parpadeó, mostrando un gráfico de energía que se disparaba a niveles alarmantes. El punto central de la anomalía era, sin duda, la zona del Bosque que Vicente estaba demoliendo. La Sombra Atada estaba sintiendo la ruptura de su prisión, y su "sed" se estaba volviendo incontrolable. El Capítulo 1 concluía con la inminente materialización de la amenaza, forzando a los guardianes a una acción desesperada mientras el Bosque y Fátima sentían la creciente sed de la Sombra Atada.
La neblina verdosa se había espesado sobre Sevilla, una mortaja etérea que se extendía desde el corazón del Bosque. El aire, pesado y frío, vibraba con una energía que solo unos pocos podían sentir, pero cuya inquietud se propagaba como un virus silencioso entre los habitantes. La melodía de ultratumba que resonaba desde los labios de Fátima en el laboratorio de Susana no era un canto, sino un lamento cada vez más potente, un augurio de la oscuridad que se aproximaba.
Román observaba los gráficos de energía en los monitores de Susana. La línea que representaba la actividad del Bosque se disparaba, un electrocardiograma de un gigante en agonía. El epicentro, sin duda, era la zona donde Vicente y sus topadoras seguían destrozando la tierra, ignorantes de las consecuencias que estaban desatando.
"Las fluctuaciones son extremas, Román," dijo Susana, con la voz tensa, sin apartar la vista de los datos. "Es como si el Bosque estuviera gritando. Y la Sombra Atada... está absorbiendo esa agonía, la está convirtiendo en su propia fuerza. La 'sed' de Fátima es la suya."
Román se acercó a Fátima, quien yacía en una camilla, su cuerpo temblaba ligeramente, y el amuleto en su cuello pulsaba con un tenue y preocupante resplandor verdoso, el mismo color de la niebla que se cernía sobre la ciudad. El rostro de la niña estaba contorsionado por el esfuerzo, y de sus labios brotaban palabras inconexas, fragmentos de recuerdos olvidados que la Sombra Atada intentaba devorar.
"Nos está usando, papá," susurró Fátima, su voz apenas reconocible, distorsionada por la presencia. "La Sombra está abriendo las cerraduras con el miedo que Vicente siembra. Y quiere que la ayudemos a... a salir por completo."
Las palabras de Fátima eran un golpe directo al corazón. La Sombra Atada no solo buscaba escapar, sino que estaba manipulando la situación, utilizando la ambición de Vicente y el miedo del pueblo para sus propios fines. Y, lo más aterrador, estaba usando a Fátima, su umbral, para comunicarse y, quizás, para guiar su propia liberación.
De repente, las luces del laboratorio parpadearon y se apagaron. Un apagón masivo había engullido la ciudad. En la oscuridad, la luz verdosa de las Luminaria Noctis que Susana cultivaba en las macetas se intensificó, creando un ambiente fantasmal. Al mismo tiempo, la melodía de Fátima se volvió más fuerte, un eco resonante que parecía salir de las paredes mismas.
"Es el efecto del caos," explicó Susana, intentando mantener la calma. "La energía se realimenta. Sin la distracción de las luces y el ruido de la ciudad, el Bosque puede proyectarse con más fuerza. Y la Sombra Atada... ahora tiene menos obstáculos."
El teléfono de Román vibró de nuevo. Era Don Elías. "Detective, la niebla ha llegado al pueblo. La gente está... desorientada. Hablan de recuerdos que no son suyos, de imágenes de un pasado que no vivieron. Es el hambre de la Sombra, que se extiende más allá del Bosque. Está probando su alcance."
La voz de Don Elías se cortó abruptamente. La preocupación de Román se disparó. La Sombra Atada no solo estaba despertando, sino que había comenzado a devorar la memoria a gran escala, sembrando confusión y desasosiego en el pueblo. El ataque no era físico, era psíquico, un asalto directo a la identidad colectiva.
Román miró a Fátima, luego a Susana, y finalmente al exterior, donde la neblina verdosa parecía vibrar con una vida propia. No había tiempo para dudas. El Bosque estaba bajo asedio, y con él, la esencia misma de Sevilla. La batalla que creyeron haber ganado hace siete años apenas había sido una tregua. La Sombra Atada había regresado, más fuerte, más hambrienta, y ahora, más inteligente.
El laboratorio de Susana estaba sumido en una oscuridad fantasmal, iluminado únicamente por el parpadeo errático de las Luminaria Noctis que luchaban por mantenerse encendidas en sus macetas. La melodía macabra que brotaba de los labios de Fátima se había vuelto un crescendo, una sinfonía distorsionada que resonaba en las paredes, un eco de la pesadilla que se extendía más allá del cristal.
Román apretó los dientes, observando los gráficos de energía de Susana, que ahora parecían una sierra descontrolada. El epicentro de la perturbación era inequívocamente la zona donde Vicente y sus máquinas continuaban su asalto al Bosque. El sonido distante de la tala se mezclaba ahora con el lamento psíquico de Fátima.
"La Sombra está absorbiendo la agonía del Bosque, Román", dijo Susana, su voz tensa, sin apartar la vista de los monitores. "La está convirtiendo en su propia fuerza. La 'sed' de Fátima es la suya. Está desatando el caos para alimentarse."
Román se acercó a Fátima, quien temblaba en la camilla. El amuleto en su cuello pulsaba con un resplandor verdoso, el mismo color de la niebla que se extendía sobre Sevilla. El rostro de la niña estaba contorsionado por el esfuerzo, y de sus labios brotaban fragmentos de recuerdos olvidados, las almas que la Sombra Atada intentaba devorar.
"Nos está usando, papá", susurró Fátima, su voz apenas reconocible, distorsionada por la presencia que la poseía. "La Sombra está abriendo las cerraduras con el miedo que Vicente siembra. Y quiere que la ayudemos a... a salir por completo."
Las palabras de Fátima golpearon a Román con una fuerza brutal. La Sombra Atada no solo buscaba escapar; estaba manipulando la situación, utilizando la ambición ciega de Vicente y el terror del pueblo para sus propios fines. Y lo más aterrador: estaba usando a Fátima, su umbral, para comunicarse, para guiar su propia liberación.
De repente, las luces del laboratorio parpadearon y se apagaron por completo. Un apagón masivo había engullido la ciudad. En la oscuridad total, el brillo verdoso de las Luminaria Noctis se intensificó, creando un ambiente fantasmal. Simultáneamente, la melodía de Fátima se volvió un eco resonante que parecía surgir de las paredes mismas.
"Es el efecto del caos", explicó Susana, su voz tensa, buscando a tientas una linterna. "La energía se realimenta. Sin la distracción de las luces y el ruido de la ciudad, el Bosque puede proyectarse con más fuerza. Y la Sombra Atada... ahora tiene menos obstáculos."
El teléfono de Román vibró de nuevo. Era Don Elías. "Detective, la niebla ha llegado al pueblo. La gente está... desorientada. Hablan de recuerdos que no son suyos, de imágenes de un pasado que no vivieron. Es el hambre de la Sombra, que se extiende más allá del Bosque. Está probando su alcance."
La voz de Don Elías se cortó abruptamente, y la preocupación de Román se disparó. La Sombra Atada no solo estaba despertando, sino que había comenzado a devorar la memoria a gran escala, sembrando confusión y desasosiego en el pueblo. El ataque no era físico; era un asalto directo a la identidad colectiva, una plaga de olvido.
Román miró a Fátima, luego a Susana, y finalmente al exterior, donde la neblina verdosa parecía vibrar con una vida propia. No había tiempo para dudar. El Bosque estaba bajo asedio, y con él, la esencia misma de Sevilla. La batalla que creyeron haber ganado hace siete años apenas había sido una tregua. La Sombra Atada había regresado, más fuerte, más hambrienta, y ahora, más inteligente.
La oscuridad del apagón se había tragado el laboratorio de Susana, dejando solo el tenue y ominoso resplandor verdoso de las Luminaria Noctis y la cacofonía fantasmal que brotaba de los labios de Fátima. La niña temblaba, y el amuleto en su cuello pulsaba con el mismo tono enfermizo de la niebla que se extendía, densa y fría, por las calles de Sevilla.
Román sintió el miedo como un escalofrío helado que le recorría la columna. No era solo la amenaza de la Sombra Atada, sino la angustia de ver a su hija convertida en un conducto para esa antigua malevolencia. Los gráficos de Susana confirmaban la catástrofe: la energía del Bosque se desestabilizaba a pasos agigantados, drenada por el caos que la ambición de Vicente había desatado.
"Tenemos que sacarla de aquí, Román", dijo Susana, su voz tensa, mientras buscaba a tientas una batería portátil para la linterna. "La Sombra la está usando. Cuanto más tiempo esté aquí, más vulnerable será. Necesita un lugar donde la influencia del Bosque sea menor, donde podamos protegerla."
La mente de Román funcionaba a mil por hora. Si la Sombra se alimentaba del caos y el miedo, y la memoria era su antídoto, necesitaba un lugar de calma y con historia. Había un solo sitio en Sevilla que le venía a la mente, un lugar que había ignorado durante años, pero que ahora se alzaba como una última esperanza.
"La Catedral", espetó Román. "La memoria de siglos, de fe, de historias. Puede ser una barrera."
Susana lo miró con escepticismo. "Es una idea arriesgada, Román. Pero en este momento, ¿qué no lo es?"
La confirmación llegó en forma de un mensaje de voz urgente de Don Elías que sonó en el teléfono de Román, justo antes de que la batería muriera por completo. La voz del anciano era rasposa, quebrada por el miedo. "Detective... la gente... están perdiendo... sus nombres... sus vidas... la Sombra está devorando... la memoria... corre..." El mensaje se cortó con un sonido distorsionado, como un grito ahogado. La Sombra Atada ya no solo "probaba su alcance"; había comenzado a cosechar.
Román cargó a Fátima en sus brazos, su cuerpo pequeño y frágil. La melodía de ultratumba que salía de sus labios era ahora un murmullo constante, casi una nana macabra. Susana tomó su maletín de investigación, con sus muestras de Luminaria Noctis y sus tinturas. Los tres salieron a la noche, hacia la ciudad sumida en el apagón.
La niebla verdosa lo cubría todo. Las calles estaban extrañamente silenciosas, el pánico palpable pero contenido por una confusión generalizada. La gente deambulaba como sonámbulos, sus ojos vacíos, balbuceando fragmentos de nombres o fechas que no les pertenecían. Un hombre mayor tropezó y cayó, y al intentar levantarse, miró a Román con una expresión de perplejidad. "¿Quién... quién soy?", preguntó, su voz desorientada.
El ataque psíquico de la Sombra Atada era más devastador de lo que Román había imaginado. No era una posesión individual, sino un borrado masivo de la identidad, una plaga de amnesia que se extendía desde el Bosque, alimentada por la ambición de Vicente y el miedo de la propia población. La "sed" de la Sombra no era de sangre, sino de la esencia misma del ser.
Mientras se abrían paso entre la niebla y los confundidos habitantes, Román sintió el peso de la responsabilidad. La primera batalla, siete años atrás, había sido por la vida de Fátima. Esta vez, era por el alma de Sevilla. El Bosque había regresado, y con él, la certeza de que el pasado nunca se olvida del todo.




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