El bosque 2...El regreso.

Capítulo 2: La nueva amenaza.

La neblina verdosa se aferraba a las calles de Sevilla como un sudario etéreo, envolviendo la ciudad en un silencio antinatural, solo roto por los susurros desorientados de sus habitantes. Román se abrió paso entre la gente, con Fátima en brazos, sintiendo el frío gélido que emanaba de su hija. El amuleto en el cuello de Fátima pulsaba con un brillo verdoso, el mismo color de la niebla que se extendía, densa y opresiva.
Susana caminaba a su lado, la linterna de su móvil lanzando un haz tembloroso que apenas penetraba la penumbra. "Están perdiendo sus recuerdos esenciales, Román", dijo, con la voz apenas un susurro. "No solo nombres o fechas, sino quiénes son. Sus lazos, sus pasiones... La Sombra Atada está borrando sus almas."
La melodía que brotaba de los labios de Fátima era ahora un lamento constante, un canto disonante que parecía resonar con el dolor de la ciudad. Román aceleró el paso, sus músculos tensos por el esfuerzo y la urgencia. La Catedral se alzaba en la distancia, una silueta imponente contra el cielo opaco. Era su única esperanza, un bastión de memoria en un mar de olvido.
Al llegar a la plaza de la Catedral, la visión fue aún más desoladora. Decenas de personas deambulaban sin rumbo, sus ojos vacíos, sus rostros marcados por la confusión. Un joven arquitecto, al que Román conocía, miró su propia mano con perplejidad. "¿Qué es esto?", murmuró, como si nunca antes hubiera visto su propio cuerpo. La amnesia colectiva era un virus que se extendía sin control.
Las enormes puertas de la Catedral, normalmente abiertas a los fieles y turistas, estaban cerradas y oscuras. Román golpeó con desesperación, su voz resonando en el silencio macabro. Un sacristán, anciano y tembloroso, finalmente abrió una rendija. Al ver a Román y a la niña en sus brazos, sus ojos se abrieron de par en par. "Detective... ¿qué está pasando? La gente... no saben quiénes son. Y el frío... un frío que cala los huesos."
"Necesitamos refugio, Padre", dijo Román, sin dar explicaciones. "Un lugar con historia, con memoria. La Sombra Atada está devorando los recuerdos de la ciudad. Fátima está conectada a ella. La Catedral es nuestra única esperanza."
El sacristán, aunque visiblemente asustado, pareció entender la gravedad de la situación. Abrió las puertas, y Román, Susana y Fátima entraron en la inmensa nave, donde la oscuridad era casi total, solo rota por la tenue luz de las vidrieras, que aún conservaban un atisbo de color en medio del caos.
El aire dentro de la Catedral era diferente. Más pesado, sí, pero también cargado con el peso de los siglos, con el eco de innumerables oraciones y la memoria de generaciones. Fátima, en brazos de Román, pareció calmarse ligeramente. La melodía disonante de sus labios se atenuó, aunque no desapareció por completo. El amuleto redujo su parpadeo, pero seguía emitiendo una luz tenue.
"Aquí... la Sombra tiene más dificultad para entrar", susurró Susana, sintiendo la diferencia en la energía. "La memoria colectiva, Román... es una barrera real."
Mientras Román acomodaba a Fátima en un banco, el altar mayor, en la distancia, comenzó a emitir un tenue resplandor. No era una luz eléctrica, sino algo más etéreo, como si la propia fe de los siglos se manifestara. La Sombra Atada había encontrado resistencia.
De repente, una figura apareció en la penumbra, saliendo de entre las sombras de las columnas. Era Don Elías, su rostro pálido pero resuelto. A su lado, para sorpresa de Román, caminaba una mujer. Era Doña Carmen, la archivista del Ayuntamiento, una mujer de unos cincuenta años, conocida por su memoria prodigiosa y su amor por la historia local.
"No pudimos irnos, Detective", dijo Don Elías, su voz grave. "La Sombra nos persiguió. Pero en el camino, nos encontramos con ella. Doña Carmen... es la memoria viva de este pueblo. Recuerda cada calle, cada fecha, cada nombre. Y la Sombra no puede tocarla del todo. Su mente es un fortín."
Doña Carmen asintió, aunque sus ojos mostraban un cansancio profundo. "Siento que me tiran de la mente, Detective. Pero no me sueltan. Son los recuerdos de la ciudad. Los que no quieren ser devorados."
La presencia de Doña Carmen era un faro de esperanza. Si la Sombra Atada se alimentaba de la amnesia, ella era su némesis. Pero el tiempo se agotaba. Afuera, la niebla verdosa se hacía más densa, y el eco de las máquinas de Vicente seguía resonando en la distancia, una sinfonía de destrucción que alimentaba el hambre de la Sombra.
El vasto interior de la Catedral ofrecía un respiro precario de la niebla verdosa que asfixiaba Sevilla. La luz de las vidrieras, aunque tenue, proyectaba sombras danzantes sobre las antiguas piedras, y el aire, cargado con el peso de siglos de historia, parecía repeler la influencia de la Sombra Atada. Fátima, en brazos de Román, se había calmado ligeramente, su melodía disonante reduciéndose a un murmullo inquietante. El amuleto en su cuello, sin embargo, seguía pulsando con un brillo verdoso, reflejando la lucha que se libraba en su interior.
Susana encendió una linterna de mano, su haz de luz cortando la penumbra. "La Catedral es una fortaleza de memoria", explicó, su voz resonando en el silencio. "Cada piedra, cada reliquia, cada oración... es un ancla contra el olvido. Pero no es impenetrable. La Sombra está ganando fuerza, y el Bosque... el Bosque está sufriendo."
Don Elías se acercó, su rostro grave. "La Sombra se alimenta del miedo y el olvido. Y Vicente está sembrando ambos. Cada árbol que cae, cada recuerdo que se desvanece en las calles, es un banquete para ella." Sus ojos se posaron en Doña Carmen, que se sostenía con dificultad, su mente una fortaleza asediada. "Ella es nuestra esperanza, Detective. Su mente es un archivo viviente. La Sombra no puede devorarlo todo."
Doña Carmen, a pesar de su agotamiento, asintió con determinación. "Siento los recuerdos de la gente. Son como hilos que se rompen. Pero los míos... los míos se aferran. Recuerdo las historias. Los nombres. Los rostros."
Román se arrodilló junto a Fátima, acariciando su frente febril. "Fátima, ¿qué te dice la Sombra? ¿Qué quiere?"
La niña abrió los ojos, que parecían demasiado viejos para su rostro. "Quiere... quiere el silencio. Quiere que nadie recuerde. Quiere que el Bosque sea solo tierra muerta. Y a mí... a mí me quiere para abrir la puerta del todo." Su voz se quebró en un sollozo. "Dice que si no la ayudo, devorará... devorará todo lo que amo."
La amenaza era clara. La Sombra Atada no solo buscaba la libertad, sino la aniquilación de la memoria y la vida misma. Y Fátima era la clave, el portal que podía abrir su prisión por completo.
"Necesitamos contrarrestar el olvido", dijo Susana, su mente ya en modo científico. "Si la memoria es el veneno de la Sombra, debemos inundar la ciudad con ella. Pero, ¿cómo?"
Don Elías, con una mirada enigmática, se acercó a un antiguo confesionario. "Los Cantos de la Remembranza", murmuró. "Las viejas canciones, las historias de nuestros ancestros, los nombres de los árboles sagrados. Son el lenguaje del Bosque, el antídoto que la Sombra aborrece. Pero no son solo palabras. Deben ser cantados con el corazón. Con la memoria de lo que somos."
Doña Carmen, con un destello en sus ojos cansados, añadió: "Y las campanas. Las campanas de la Catedral. Han sonado por siglos, marcando el tiempo, llamando a la memoria. Su sonido... puede ser un ancla."
Román comprendió. No podían luchar contra la Sombra con armas físicas. Su batalla era por el alma de la ciudad, por la esencia de su historia. Necesitaban despertar la memoria colectiva, usarla como un escudo y un arma.
Pero el tiempo se agotaba. Desde el exterior, un sonido grave y constante comenzó a resonar por encima del murmullo de la niebla: el inconfundible estruendo de una gran explosión. La tierra tembló ligeramente.
"¡Vicente!", exclamó Román, levantándose de golpe. "Está usando explosivos. Está acelerando la destrucción. Está abriendo la prisión más rápido de lo que pensábamos."
Susana corrió hacia uno de sus equipos portátiles, que había logrado encender con la batería. La pantalla parpadeó, mostrando un pico de energía monstruoso en el corazón del Bosque. "¡Román, mira esto! La Sombra... está reaccionando a la explosión. No solo está devorando la memoria; está canalizando la energía de la destrucción. Se está haciendo más fuerte, más rápido."
La situación era desesperada. La Sombra Atada no solo estaba liberándose, sino que estaba evolucionando, adaptándose, utilizando la propia ambición de Vicente como un motor para su resurrección. El último bastión de Sevilla, la Catedral, se había convertido en el centro de una guerra por la memoria, una batalla que decidiría el destino no solo de la ciudad, sino quizás del mundo.
El plan de usar la memoria y los Cantos de la Remembranza toma forma, pero la explosión de Vicente acelera la amenaza. ¿Cómo intentarán Román y los demás ejecutar su plan en medio del caos y la creciente fuerza de la Sombra Atada ?.
La explosión retumbó en las entrañas de la Catedral, haciendo vibrar las antiguas vidrieras y dispersando el ya tenue brillo de las Luminaria Noctis. Román miró a Susana, el terror reflejado en sus ojos. Fátima, en sus brazos, convulsionó, y la disonante melodía que brotaba de sus labios se convirtió en un grito gutural que helaba la sangre. El amuleto pulsó con una luz verdosa tan intensa que iluminó brevemente el vasto espacio.
"¡La Sombra la está arrastrando!", exclamó Susana, intentando calmar a Fátima. "¡Necesita más que solo la memoria de la Catedral! ¡Necesita la nuestra!"
Don Elías se acercó, su rostro marcado por la urgencia. "Las campanas, Detective. Deben sonar. Y no solo por el sonido, sino por el recuerdo. Cada campanada es un latido de la memoria de Sevilla."
Doña Carmen, aunque pálida y temblorosa, asintió con determinación. "Las campanas de la Giralda... son la voz del tiempo. Han visto nacer y morir generaciones. Cada toque encierra una historia."
La idea era audaz, desesperada. Hacer sonar las campanas de la Catedral en medio del apagón y el caos, cuando la ciudad estaba sumida en la amnesia. Román sabía que sería un acto de locura para cualquiera que no conociera la verdad. Pero la lógica ya no tenía cabida. Estaban librando una guerra por el alma de Sevilla.
"¿Podemos llegar a la Giralda?", preguntó Román, mirando la imponente torre que se alzaba invisible en la niebla exterior.
"Conozco los pasadizos", respondió el sacristán, su voz más firme ahora. "Siglos de historia. Rutas ocultas. Las usábamos en tiempos de peste o guerra."
La prioridad era Fátima. La niña se retorcía, su conexión con la Sombra Atada cada vez más fuerte, el lamento que salía de ella casi insoportable. Román la entregó con cuidado a Susana, quien la abrazó, intentando transmitirle calma. "Yo me quedo con ella. Intentaré contenerla con la tintura de Luminaria Noctis y la fuerza de la Catedral."
Román se volvió hacia Don Elías y Doña Carmen. "Vamos a las campanas."
Mientras el sacristán abría una pequeña puerta oculta tras un retablo, revelando una escalera de caracol de piedra antigua, Román se sintió un guerrero en una batalla que nadie más comprendería. Subirían por esa escalera, desafiarían la niebla, el olvido y la Sombra Atada para hacer sonar la memoria de Sevilla.
A medida que ascendían por la oscuridad, la escalera parecía estrecharse, las paredes de piedra cubiertas de un musgo húmedo y frío. El aire se hizo más denso, cargado con el olor dulce y ominoso del Bosque, que se filtraba incluso dentro de la Catedral. Román sintió la presencia de la Sombra Atada a su alrededor, no como una figura, sino como un frío penetrante que intentaba robar sus propios recuerdos. Imágenes de su infancia, el rostro de su esposa, el primer dibujo de Fátima... destellaron en su mente, la Sombra intentando borrarlas, deconstruir su propia identidad.
"¡Concéntrense!", exclamó Doña Carmen, su voz tensa pero firme. Ella comenzó a recitar nombres de reyes, fechas de batallas, versos de antiguos poemas sevillanos. Su mente era un torbellino de historia, un escudo viviente contra el olvido. Don Elías se unió a ella, entonando un canto bajo y gutural, palabras en un dialecto ancestral que Román apenas comprendía, pero que resonaban con la misma esencia del Bosque.
A medida que subían, el estruendo de las explosiones de Vicente se hizo más cercano y violento, resonando a través de la piedra. Cada estallido era un grito del Bosque, una nueva oleada de energía para la Sombra Atada. Román sabía que Vicente estaba demoliendo más que árboles; estaba rasgando el velo entre mundos, abriendo la prisión de la Sombra.
Finalmente, llegaron a la sala de campanas. El aire aquí era helado, y la niebla verdosa se arremolinaba con furia, filtrándose por las grandes aberturas. Las enormes campanas, suspendidas como gigantes silenciosos, estaban cubiertas por una fina capa de escarcha. Y en el centro de la sala, flotando como un remolino de oscuridad, estaba ella: la Sombra Atada, más definida que nunca. Su forma no era humana, sino una masa fluctuante de oscuridad con tentáculos etéreos que parecían buscar, buscar, devorar. Y lo que más aterrorizó a Román: sus "ojos", dos puntos de luz verde rojiza, estaban fijos en él, y en las campanas.
La Sombra había anticipado su movimiento. Su objetivo no era solo el Bosque, sino la memoria misma de Sevilla, y las campanas eran su corazón latente.
El aire en la sala de campanas era un sudario helado. La Sombra Atada, una masa fluctuante de oscuridad salpicada por dos puntos de luz verde rojiza que Román no dudaba eran sus "ojos", se arremolinaba ante ellos, anticipando su movimiento. Sus etéreos tentáculos se estiraban, no para atacar físicamente, sino para sondear sus mentes, buscando grietas en su memoria.
Román sintió el tirón, el intento de la Sombra de despojarlo de sus propios recuerdos. Vio destellos: el rostro de Fátima cuando era bebé, el día que conoció a Susana, una conversación con Don Elías. Eran hilos que la entidad intentaba cortar. Se aferró a ellos con desesperación, a la vez que el estruendo de las explosiones de Vicente desde el Bosque se hacía más violento, una sinfonía de destrucción que alimentaba la fuerza de la Sombra.
"¡Las campanas!", gritó Don Elías, su voz rasposa pero firme, alzándose por encima del zumbido mental de la Sombra. "¡La Maríana! ¡Es la voz más antigua!"
La Maríana era la campana más grande y pesada de la Giralda, una mole de bronce de siglos de antigüedad. Don Elías y Doña Carmen se lanzaron hacia ella, sus cuerpos frágiles, pero sus voluntades inquebrantables. Román los siguió, la adrenalina corriendo por sus venas, a pesar de que la Sombra arremetía con más fuerza contra su mente.
Mientras intentaban mover el enorme badajo, la Sombra Atada reaccionó con furia. Los tentáculos etéreos se solidificaron por un instante, formando barreras invisibles que los empujaban hacia atrás, congelando el aire a su alrededor. Un "grito" mental resonó en la sala, un lamento de furia y desesperación, pero también de algo más: miedo. La Sombra temía el sonido de la campana.
Doña Carmen, con los ojos cerrados, comenzó a recitar nombres y fechas con una velocidad asombrosa, cada palabra un pequeño martillo contra la pared de oscuridad. "Al-Mutamid, 1069... Fernando III, 1248... la peste negra, 1348... la Exposición del 29..." Su mente prodigiosa era un bastión de la historia, una biblioteca viviente que la Sombra luchaba por derrumbar.
Don Elías, con una fuerza sorprendente para su edad, se aferró al badajo de la Maríana. Con un esfuerzo sobrehumano, y ayudado por Román, que puso todo su peso en ello, tiraron. El metal frío se movió con lentitud.
La Sombra Atada lanzó un "rugido" de desesperación, sus tentáculos girando salvajemente, intentando envolverlos. Pero la memoria de Doña Carmen y el canto ancestral de Don Elías creaban un campo de fuerza a su alrededor. El aire se volvió un torbellino de emociones y recuerdos.
Con un último y agonizante esfuerzo, el badajo de la Maríana impactó contra el borde de la campana.
El sonido no fue solo un tañido. Fue una onda expansiva de memoria pura. Un GONG profundo, resonante, que se extendió por la sala de campanas, descendió por la Giralda y atravesó la niebla verdosa, irrumpiendo en el silencio de Sevilla.
La Sombra Atada se encogió sobre sí misma, lanzando un "chillido" mental que hizo a Román tambalearse. No era un sonido audible, sino una punzada de dolor puro, como si el tañido de la campana fuera veneno para su existencia. Los puntos de luz verdosa en su centro parpadearon erráticamente, y los tentáculos se disiparon.
Afuera, en la ciudad, la reacción fue instantánea. El GONG pareció sacudir la neblina verdosa, que comenzó a disiparse lentamente. La gente en las calles, los sonámbulos del olvido, se detuvieron. Una chispa de reconocimiento brilló en sus ojos vacíos. Un hombre murmuró un nombre. Una mujer sollozó, un recuerdo fugaz de un ser querido.
El tañido de la Maríana había sido un puñetazo en la conciencia colectiva de Sevilla. No había revertido por completo la amnesia, pero había detenido su avance y plantado una semilla de recuerdo.
Mientras la Sombra Atada, debilitada y resentida, se retiraba en un torbellino de oscuridad hacia el Bosque, Román miró a Don Elías y Doña Carmen. Estaban agotados, pero una chispa de victoria brillaba en sus ojos. Habían ganado una ronda. Pero la Sombra no se había ido. Solo se había retirado.
El sonido de una nueva explosión, más potente que las anteriores, retumbó desde el Bosque. Vicente no había cesado. Su ignorancia y ambición seguían siendo el motor de la amenaza.




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