El bosque 2...El regreso.

Capítulo 3: El canto de la memoria perdida.

La promesa del amanecer se debatía contra la persistente neblina verdosa que envolvía Sevilla. La primera campanada de la Maríana había sido un puñetazo en la conciencia de la ciudad, un grito de guerra contra el olvido, pero la Sombra Atada seguía agazapada, y las explosiones de Vicente resonaban desde el Bosque como latidos de un corazón enfermo.
Román dejó a Fátima al cuidado de Susana en el refugio de la Catedral. La niña dormía un sueño inquieto, la melodía disonante de la Sombra aún un susurro en sus labios, el amuleto en su pecho brillando débilmente. Susana, pálida pero resuelta, preparaba más tintura de Luminaria Noctis, su mirada enfocada en los monitores que seguían registrando la agonía del Bosque.
"La energía está fluctuando de forma salvaje en el epicentro de la construcción", explicó Susana. "Vicente no solo está destruyendo; está abriendo fisuras. La Sombra Atada está canalizando esa energía para manifestarse por completo."
Román asintió, su mirada fija en la entrada de la Catedral. Su plan era audaz, casi suicida. Necesitaba llevar la memoria directamente al corazón del Bosque, donde la Sombra Atada era más vulnerable. Y no iría solo.
Don Elías y Doña Carmen lo esperaban en la entrada lateral. El anciano portaba un pequeño morral con hierbas y amuletos ancestrales. Doña Carmen, a pesar de su edad, sostenía un viejo grabador, su mente un torbellino de historias que desafiaban el olvido.
"Vamos a llevar los Cantos de la Remembranza al Bosque", dijo Román, sintiendo el peso de la misión. "La campana solo fue el comienzo. Necesitamos un pulso constante de memoria."
El sacristán les abrió la puerta, y se adentraron en la niebla verdosa. La ciudad exterior seguía sumida en un extraño letargo. Algunos deambulaban, aún confusos, pero la desesperación se había atenuado. El tañido de la campana había plantado una semilla de resistencia.
A medida que se acercaban al Bosque, la niebla se hizo más densa, cargada con un frío sobrenatural. El aire se volvió opresivo, y Román sintió la presencia de la Sombra Atada, envolviéndolos como un manto invisible. Era una presión mental, un intento de sofocar sus pensamientos, de borrar sus nombres.
Doña Carmen comenzó a hablar en voz alta, su voz clara y vibrante a pesar del ambiente. "El Alcázar, construido sobre ruinas romanas... la Torre del Oro, testigo de mil batallas... la Giralda, que ha visto crecer a esta ciudad por mil años..." Cada palabra era un ancla, un grito de resistencia contra el olvido. Don Elías, a su lado, entonaba un canto gutural en un dialecto olvidado, una letanía de nombres de árboles sagrados y espíritus ancestrales del Bosque.
La Sombra Atada reaccionaba a cada palabra, a cada nota. La niebla se arremolinaba con más furia, y los árboles a su alrededor parecían retorcerse, sus ramas como garras intentando atraparlos. Pero la fortaleza mental de Doña Carmen y el canto de Don Elías creaban un pequeño santuario a su alrededor.
Finalmente, llegaron al linde del Bosque, donde el rugido de las máquinas de Vicente era ensordecedor. El paisaje era una devastación: árboles arrancados de raíz, tierra revuelta, el aire lleno de polvo y el hedor a combustible. Y en el centro de la destrucción, Vicente, de pie sobre un montículo de escombros, gritaba órdenes a sus operarios, una figura poseída por una ambición ciega. Su rostro, surcado por el sudor y la suciedad, mostraba una euforia febril. No parecía darse cuenta de la niebla verdosa que lo envolvía a él y a sus máquinas.
"¡Vicente!", gritó Román, su voz resonando en el caos.
El promotor se giró, sus ojos inyectados en sangre por el esfuerzo y la locura. Una sonrisa torcida se dibujó en su rostro. "¡Román! ¿Vienes a ver mi imperio? ¡Esto es el futuro! ¡Destruir el pasado para construir lo nuevo!"
Mientras hablaba, Román notó algo inquietante. Los ojos de Vicente no eran los suyos; un brillo verdoso, el mismo de la niebla, danzaba en sus pupilas. La Sombra Atada lo había influenciado, lo estaba usando como una marioneta, amplificando su ambición para servir a sus propios fines.
"Estás liberando algo que no puedes controlar", advirtió Román. "La Sombra Atada está devorando la memoria de Sevilla. Te está usando para abrir su prisión."
Vicente soltó una carcajada, un sonido hueco y sin humor. "¡Tonterías! Son gases del pantano. ¡Y yo soy el que los controla! Con cada metro de tierra que gano, ¡soy más poderoso!"
Justo en ese momento, una de las excavadoras cercanas, moviéndose erráticamente, derribó un enorme árbol que se desplomó con un estruendo ensordecedor. El impacto fue brutal. El suelo tembló, y del agujero que dejó el árbol, brotó un torbellino de niebla verdosa mucho más densa y oscura, con ramificaciones que parecían tentáculos. La Sombra Atada se manifestaba en su forma más pura.
El aire se volvió gélido, y un "grito" mental resonó, no de dolor, sino de triunfo. La voz de Fátima, distorsionada y lejana, resonó en la mente de Román: ¡La cerradura! ¡Se ha roto la cerradura!
La Sombra Atada había encontrado su punto de ruptura. La ambición de Vicente había abierto el portal. La batalla final por la memoria de Sevilla había comenzado, y no era solo contra una entidad ancestral, sino también contra la ceguera de la ambición humana.
La Sombra Atada se ha liberado en el Bosque debido a las acciones de Vicente.
El aire se desgarró con un alarido gutural, no del Bosque, sino de la propia tierra. Del agujero abierto por la última explosión de Vicente, brotó un torbellino de niebla verdosa y oscura, más densa y maligna que nunca. Se arremolinó, cobrando forma: la Sombra Atada, ahora casi sólida, con una silueta humanoide distorsionada y dos ojos de brillo esmeralda que irradiaban un hambre insaciable. Su "grito" mental resonó en las mentes de Román, Don Elías y Doña Carmen, una punzada de triunfo y una promesa de olvido total.
¡La cerradura! ¡Se ha roto la cerradura! La voz de Fátima, distorsionada y lejana, se grabó en la mente de Román. La Sombra Atada se había liberado.
Vicente, ajeno al horror sobrenatural que había desatado, se reía a carcajadas sobre el montículo de escombros. Sus ojos brillaban con la misma luz verde que los de la Sombra, una confirmación escalofriante de su posesión. "¡El futuro, Román! ¡Aquí! ¡Todo lo viejo, borrado! ¡Todo lo nuevo, por construir!" Su ambición, alimentada por la Sombra, lo había convertido en un títere perfecto.
"¡Vicente no es él mismo!", gritó Román, la voz ronca. "¡La Sombra lo controla! ¡Debemos llevar la memoria al Bosque, ahora!"
La Sombra Atada se lanzó hacia ellos, no con prisa, sino con una lentitud aterradora, como un depredador seguro de su presa. Los tentáculos etéreos se extendían, buscando atraparlos, no para dañarlos físicamente, sino para aplastar sus mentes, para devorar los últimos vestigios de sus recuerdos.
Doña Carmen, con una valentía asombrosa, levantó el viejo grabador. "¡Aquí está la memoria, bestia! ¡La historia de Sevilla! ¡Cada vida, cada piedra, cada sueño!" Encendió el grabador, y de sus altavoces emergió, tenue al principio, pero creciendo en volumen, el sonido puro y resonante del tañido de la Maríana de la Giralda. El mismo GONG que había repelido a la Sombra de la Catedral.
El sonido puro y cargado de memoria golpeó a la Sombra Atada como una onda de choque. La entidad se detuvo, sus tentáculos se encogieron, y un "lamento" mental de puro dolor resonó en el aire. El brillo verde de sus ojos parpadeó con desesperación.
"¡Ahora, Don Elías!", exclamó Román, aprovechando la distracción de la Sombra.
El anciano, con una solemnidad imponente, avanzó un paso. Sus ojos cerrados, sus brazos extendidos hacia el corazón del Bosque, comenzó a entonar los Cantos de la Remembranza. No era un simple recitado, sino un canto profundo y vibrante en un dialecto ancestral, un lamento y una alabanza a los espíritus del Bosque, a los árboles milenarios, a las raíces profundas que guardaban la verdadera historia de la tierra. Cada palabra, cada sílaba, era un ancla de memoria que se clavaba en la misma esencia del Bosque.
La combinación del tañido de la campana grabado y el canto ancestral de Don Elías creó un campo de fuerza vibratorio. La Sombra Atada retrocedió, sus formas fluctuando violentamente, incapaz de soportar la avalancha de memoria y vida que se le oponía.
Pero la Sombra no estaba sola. Vicente, bajo su influencia, rugió y cargó contra ellos, sus ojos cegados por la locura y la ambición. Blandía una palanca de metal, un arma improvisada, un ataque físico en una batalla que era psíquica.
"¡Román, cuidado!", gritó Doña Carmen.
Román se interpuso, pero no para luchar. Justo cuando Vicente se abalanzaba, Román extendió su mano y, con un movimiento rápido y desesperado, arrancó el amuleto que colgaba de su cuello, el talismán que Fátima siempre llevaba y que había estado pulsando con la misma luz verdosa de la Sombra. Pero esta vez, Román sintió la oportunidad, la grieta.
"¡La Sombra te está usando, Vicente!", gritó Román, presionando el amuleto, que se había sobrecargado con la energía de Fátima y el Bosque, directamente contra el pecho de Vicente.
El contacto fue como un rayo. Un destello cegador de luz verde estalló del amuleto. Vicente gritó, un sonido de agonía y liberación. La Sombra Atada, que se había incrustado en su ser, fue expulsada de su cuerpo con una fuerza brutal, arremolinándose como un fantasma herido antes de ser arrastrada de nuevo hacia el agujero del que había emergido. El promotor cayó al suelo, inerte, su cuerpo convulsionando.
La Sombra Atada, su forma ahora más pequeña y débil, luchó desesperadamente por resistirse al tirón. El pozo se cerraba, no con tierra, sino con una luz verde etérea que se solidificaba como un nuevo sello, impulsado por el canto de Don Elías y la memoria de Doña Carmen. La entidad lanzó un último "aullido" mental de pura impotencia y desesperación, mientras el sello de luz se cerraba sobre ella, una vez más.
El aire se aclaró de repente. La niebla verdosa se disipó por completo, y los primeros rayos del sol naciente tiñeron de oro los cielos. El Bosque, aunque herido por la destrucción de Vicente, ya no gemía. Un silencio, doloroso pero esperanzador, lo envolvió.
Vicente yacía en el suelo, su cuerpo temblaba. Sus ojos, ahora desprovistos del brillo verdoso, se abrieron lentamente. Miró a su alrededor, a la devastación que había causado, a Román, Don Elías y Doña Carmen, y un terror puro y abrumador se apoderó de su rostro. La amnesia que la Sombra había infligido se había disipado, pero la memoria de sus propios actos era una carga insoportable.
El rugido de las máquinas de Vicente se extinguió en el corazón del Bosque, reemplazado por un silencio espeso, roto solo por el suave susurro del viento entre las copas de los árboles heridos. La niebla verdosa de la Sombra Atada se disipó por completo, absorbida de nuevo por la tierra, y los últimos vestigios de su presencia se desvanecieron como un mal sueño.
Román, Don Elías y Doña Carmen permanecieron de pie en el claro devastado, agotados, pero una punzada de triunfo resonaba en sus almas. El tañido de la Maríana, los Cantos de la Remembranza de Don Elías y la inquebrantable fortaleza mental de Doña Carmen habían sido la fuerza que repelió a la Sombra. El amuleto, ahora en la mano de Román, brillaba con un último pulso tenue antes de volverse inerte, su energía agotada, pero su propósito cumplido.
Vicente yacía en el suelo, su cuerpo temblaba con espasmos. El brillo verdoso había desaparecido de sus ojos, reemplazado por una mirada de puro horror y confusión. Los recuerdos, los suyos propios y la magnitud de la destrucción que había causado, regresaban a él como una marea implacable. Se incorporó con dificultad, sus ojos vagando por el paisaje devastado, por las topadoras inmóviles, por la herida abierta en la tierra que antes fue bosque.
"¿Qué... qué he hecho?", susurró Vicente, su voz ronca de incredulidad. La ambición que lo había cegado se había esfumado, dejando solo la cruda y dolorosa realidad de sus acciones.
Román se acercó a él, una mezcla de ira y compasión en su rostro. "Fuiste una herramienta, Vicente. Una marioneta. La Sombra Atada se alimenta de la ambición ciega, del olvido. Y tú le abriste la puerta."
Justo entonces, un Jeep de la Guardia Civil irrumpió en el claro, sus luces barriendo la desolación. González, el compañero de Román, saltó del vehículo, su rostro una mezcla de alivio y asombro al ver la extraña escena: Román, el anciano, la archivista y el promotor tendido en el suelo, en medio de la tierra revuelta.
"¡Román! ¿Qué demonios ha pasado aquí?", exclamó González. "La ciudad... las luces acaban de volver. Y la gente... están confundidos, pero..." González se interrumpió, observando la herida en el Bosque y la expresión de Vicente.
"Un incidente", dijo Román, la voz firme, aunque sabía que la verdad completa era incomprensible para la mayoría. "Un incidente relacionado con una mala gestión de los permisos y... un fenómeno natural inesperado. Vicente será llevado para interrogatorio."
Vicente no opuso resistencia. Se dejó esposar, sus ojos fijos en la tierra que había desfigurado. La Sombra Atada lo había liberado, pero a cambio le había devuelto la memoria de su propia ceguera, una carga que lo acompañaría por mucho tiempo.
Mientras tanto, en la Catedral, Susana había logrado estabilizar a Fátima. La niña seguía dormida, pero el lamento había cesado. El Gran Espíritu del Roble, lejos de allí, comenzaba a emitir un tenue resplandor, una señal de que el sello de la Sombra Atada, aunque dañado, se había restaurado. El Bosque había sido herido, pero no derrotado.
El sol terminó de ascender, bañando el Bosque en una luz dorada que intentaba curar las heridas. Las aves, que habían enmudecido durante el ataque de la Sombra, comenzaron a cantar de nuevo, un coro tímido pero esperanzador. Sevilla, aunque confundida, empezaba a recordar, poco a poco. Las historias perdidas se sentían como un eco lejano, esperando ser reconstruidas.
La Sombra Atada había regresado, pero había sido repelida de nuevo. Esta vez, sin embargo, la victoria había sido más costosa. El Bosque estaba marcado, y la memoria de Sevilla había sido puesta a prueba hasta el límite. Román sabía que esta no sería la última vez que tendrían que luchar. La memoria, como el Bosque, era un ser vivo. Y siempre habría quienes intentarían borrarla.




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