Me encontraba en la cocina, la estaba limpiando luego de hacer la cena mientras mi esposo estaba afuera limpiando el patio trasero y entonces escuche unos fuertes aleteos. Era como si una bandada de pájaros pasaran aleteando con desesperación por encima de nuestra casa. Miré hacia fuera por la ventana y vi como los árboles se retorcían de lado a lado, como si quisieran liberar sus raíces del suelo y echarse a correr en todas direcciones. Sus ramas crujían al golpearse una con otras y sus hojas caían al suelo cubriéndolo por completo. Vi como mi esposo caía al suelo de rodillas llevándose las manos a la cabeza, dirigí instintivamente la vista al bosque y vi como de él, surgía una pequeña figura con un impermeable amarillo. Mis ojos se llenaron de lágrimas y solté un plato que se reventó en mil pedazos al chocar contra el suelo. ¡Era el de nuevo!, no tenía duda era ¡mi pequeño Juan!
Supe que no era ninguna alucinación, ¡no podía serlo! No de nuevo. Era el, de eso estaba segura. Había regresado con la misma ropa y la misma apariencia. Abrí la puerta y el paso caminando con pasos lentos y cansados, pasos torpes. Por un momento pensé que caminaba como lo hace un zombi. Detrás de él, pasó mi esposo asustado y con los ojos desorbitados. Pero esta vez no cometería el mismo error de antes, de inmediato fui por mi teléfono y le tome varias fotografías a mi hijo pero Marcos me pregunto qué por qué lo hacía, que dejara ese teléfono y viniera con ellos, que disfrutara el momento. Pero extrañamente y por muy raro que parezca yo solo quería seguir tomando fotografías, quería tener pruebas de que mi hijo había vuelto del bosque. Nos sentamos y le hicimos preguntas pero él como la vez anterior nunca respondió, seguía ido, atolondrado con esos ojos hundidos y totalmente negros que veían sin mirar. ¡Era como si algo le faltara!, sentía que el solo era un cuerpo. Sin percatarme seguía tomando fotos, Marcos me veía con cierta molestia pero yo solo quería documentarlo todo, pues como dije, no quería cometer el mismo error. Lo metimos de nuevo a la bañera, el agua no tardo en ponerse oscura por la tierra y los insectos no tardaron en salir a flote, se retorcían en el agua intentando escapar de ella. ¡Eran muchos! y algunos salían asquerosamente de su cabello, se enredaban en él y algunos caían al agua. Tomé uno de ellos, uno que le caminaba por la cara y con cuidado y bastante asco lo aventé a la papelera. Tuve que cambiar el agua varias veces pero siempre se ponía del mismo color y los insectos nunca dejaban de salir. Lo enjaboné y noté que aún tenía los moretones en el cuello así que lo comencé a revisar. Revisé sus pies, sus manos, el torso pero cuando llegue a su cabeza note que en la parte posterior, al meter mis dedos entre sus largos cabellos estos se hundieron en su cráneo pudiendo sentir como se abrían paso entre la carne y los pedazos de huesos partidos. Me asusté y brinqué para tras pero él solo me veía con esos ojos apagados y atrincherados.
- ¡Mamá! – Me dijo entre balbuceos mirándome fijamente mientras de su boca salía una especie de baba negra. Era mi hijo de eso no tenía la menor duda, pero algo no estaba bien con él. Me acerqué lentamente mientras él veía como los insectos flotaban en el agua. Lo tomé por el cuello y revisé con detenimiento su cabeza y efectivamente tenía una contusión. En la parte posterior de la cabeza tenía un herida de al menos unos 10 centímetros, no había sangre y la carne que se asomaba era grisácea y viscosa, sin olor y al parecer no le dolía. Toqué la parte que la rodeaba y podía sentir como el carneo se movía, lo deje de tocar algo asqueada pero para mi sorpresa ¡este aún se movía! Algo se contorsionaba dentro de su cabeza, hasta que de la herida se asomó lo que al parecer era un pico seguido de una par de alas de color negro y luego unas patas. ¡Era un cuervo!, este se abrió paso entre la carne. Mi hijo no se inmutó pero yo retrocedí instintivamente mientras el ave caía al suelo croando y batiendo sus alas.