El bosque.

Prólogo.

El Bosque no era solo un conjunto de árboles. Era un ser vivo, antiguo y silencioso, cuyas raíces se hundían más allá de la tierra, en la memoria misma del pueblo. Sus copas, oscuras y densas, devoraban la luz del sol, creando un crepúsculo perpetuo en su interior, incluso en el mediodía más brillante. Los lugareños, con el tiempo, habían aprendido a respetar su silencio, a temer sus susurros y a evitar sus profundidades. Se contaban historias, viejas como los robles centenarios, sobre lo que el Bosque guardaba: secretos, tragedias y, para algunos, una conexión inquebrantable con lo que se había perdido.
Nadie se atrevía a desafiarlo, salvo aquellos que, por necesidad o por una curiosidad imprudente, se aventuraban en su abrazo sombrío. Miguel, el leñador, lo conocía mejor que nadie, pero incluso él sentía el escalofrío de su presencia. Y luego estaba Fátima, su hija, que se movía entre sus sombras con la gracia de un espíritu, como si el Bosque mismo la llamara.
Pero el Bosque también era un testigo. Había visto la ambición de hombres como Vicente, ciego a las advertencias, y la búsqueda de la verdad de mentes curiosas como Susana. Y ahora, con la llegada del Detective Basilio Román, el Bosque se preparaba para revelar sus secretos más oscuros, aquellos que habían permanecido ocultos bajo el manto de sus hojas y el peso de su historia. Porque cuando el Bosque decidía hablar, nadie podía ignorar su voz.




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