El bosque.

Capítulo 1: La sombra del roble.

El hacha de Miguel resonaba con un eco sordo en la inmensidad del Bosque, un sonido familiar que había marcado el ritmo de su vida durante décadas. Cada golpe era un lamento para el árbol caído, una penitencia silenciosa por el sustento que le arrebataba a la tierra. No era un hombre de muchas palabras, ni de muchas alegrías. Su rostro, surcado por el sol y el viento, era un mapa de la soledad que lo había acompañado desde que la enfermedad se llevó a su esposa, dejándolo solo con Fátima.
Fátima. Ella era la excepción a su mundo de sombras. Con sus dieciséis años, poseía una vitalidad que contrastaba con la melancolía del hogar y la quietud del Bosque. No era como las otras muchachas del pueblo; sus ojos, del color de las hojas de otoño, veían más allá de lo evidente, y sus oídos captaban los susurros del viento entre las ramas como si fueran palabras. Pasaba horas en el Bosque, no talando, sino observando, dibujando, hablando con las criaturas que Miguel apenas percibía. Para él, era una extraña bendición, una flor silvestre que había brotado en un terreno árido.
Esa mañana, el aire era espeso, cargado de una humedad inusual que presagiaba una tormenta. Miguel sentía una punzada en el pecho, una inquietud que no era solo por el clima. Fátima había salido al amanecer, como de costumbre, con su cuaderno de bocetos y su mochila, prometiendo regresar antes del mediodía. Pero el sol ya comenzaba su descenso y ella no aparecía.
Miguel dejó caer el hacha, el sonido metálico resonando en el silencio repentino. Un escalofrío le recorrió la espalda. No era la primera vez que Fátima se demoraba, pero esta vez, algo era diferente. La quietud del Bosque no era la habitual, la de la paz de la naturaleza, sino una quietud tensa, expectante. Los pájaros habían callado, y el viento, que antes susurraba, ahora parecía contener la respiración.
"¡Fátima!", gritó, su voz ronca rompiendo el hechizo. El eco se perdió entre los árboles, sin respuesta. Caminó hacia el sendero estrecho que Fátima solía tomar, un camino apenas visible entre la maleza. A medida que se adentraba, la luz se desvanecía, y las sombras danzaban a su alrededor, transformando los árboles familiares en figuras amenazantes.
Llegó a la orilla del pequeño arroyo donde Fátima solía sentarse. Allí, junto a una roca cubierta de musgo, encontró el cuaderno de bocetos de su hija. Estaba abierto, con un dibujo a medio terminar de una flor extraña, de pétalos oscuros y un centro casi luminoso. Pero lo que heló la sangre de Miguel fue la mochila de Fátima, tirada descuidadamente a un lado, con su cantimplora y una manzana a medio comer. Fátima nunca dejaba sus cosas tiradas.
"¡Fátima!", volvió a gritar, esta vez con desesperación. El Bosque respondió con un silencio aún más profundo, un silencio que se sentía como una burla. El sol se ocultó por completo, y la oscuridad se apoderó de los árboles, envolviendo a Miguel en un abrazo frío y aterrador. La punzada en su pecho se convirtió en un dolor agudo. Sabía, con la certeza brutal de un padre, que algo terrible había sucedido. El Bosque había reclamado a su hija.
Miguel corrió, o más bien tropezó, por el sendero cada vez más indistinto, llamando el nombre de Fátima una y otra vez. La desesperación se retorcía en su estómago como una bestia salvaje. El aire se volvió más frío, y las primeras gotas de lluvia, grandes y pesadas, comenzaron a caer, presagiando no solo una tormenta, sino el caos que se avecinaba. No había ni rastro de su hija. El Bosque se la había tragado, como si nunca hubiera existido.
De repente, una figura esbelta emergió de entre los árboles, avanzando hacia él. Al principio, el miedo le atenazó el pecho, pensando en alguna criatura de las viejas historias, pero al segundo la reconoció. Era Susana, la botánica recién llegada, con su gorro de lana y su libreta de campo, empapada por la lluvia. Sus ojos, normalmente llenos de curiosidad científica, ahora mostraban una mezcla de alarma y confusión.
"¿Miguel? ¿Qué sucede? ¿Has visto algo extraño por aquí?", preguntó Susana, su voz intentando sonar calmada pero traicionada por un temblor. Había oído los gritos de Miguel, y una intuición la había llevado hasta allí.
Miguel no pudo articular una respuesta coherente. Solo pudo señalar el cuaderno y la mochila de Fátima en el suelo, el horror grabado en su rostro. "Fátima... se ha ido. El Bosque... se la ha llevado".
Susana se arrodilló junto a los objetos, su mirada se detuvo en el dibujo de la flor. Su expresión cambió, de la preocupación a una intensa concentración. "Esta flor... es increíblemente rara. No debería crecer aquí. Solo he leído sobre ella en viejos textos... dicen que tiene propiedades únicas". Recogió con cuidado una pequeña hoja de la planta que rodeaba el dibujo.
Mientras Susana examinaba el suelo, la voz estridente de otro recién llegado rompió la tensa quietud. Era Vicente, el promotor inmobiliario, que avanzaba con dificultad por el terreno embarrado, con su ropa de marca ya manchada. Venía de inspeccionar una parte del Bosque que tenía en mente para su proyecto, y la tormenta lo había sorprendido.
"¿Qué diablos pasa aquí? ¡Este lugar es un desastre! Miguel, ¿es que no puedes controlar a tu hija?", espetó Vicente, con su arrogancia habitual, sin comprender la gravedad de la situación.
Miguel lo miró con furia, un brillo peligroso en sus ojos que Vicente rara vez había visto. "Mi hija ha desaparecido, Vicente. Y si algo le ha pasado, juro por Dios que te haré pagar".
La tensión en el aire era palpable, más densa que la niebla que comenzaba a subir del suelo. Justo en ese momento, un sonido metálico y repetitivo se escuchó a lo lejos, el tintineo de una radio de coche y el crujido de neumáticos sobre el barro. Una camioneta de la policía apareció al final del camino. De ella descendió un hombre con un abrigo impermeable, de complexión robusta y una mirada penetrante que parecía analizar cada detalle del entorno. Era el Detective Basilio Román, enviado desde la capital tras una llamada anónima sobre una posible desaparición en el pueblo.
Román, con su expresión de escepticismo profesional, observó la escena: un padre desolado, una botánica intrigada, y un promotor impaciente, todos bajo el yugo de un Bosque que ahora, con la oscuridad y la lluvia, se sentía aún más vasto y siniestro. Sus ojos se detuvieron en el cuaderno de bocetos y la mochila, luego en la mirada perdida de Miguel. El detective supo de inmediato que este caso no sería como los demás. El Bosque guardaba más que árboles, y Fátima no era solo una niña perdida. Era el inicio de algo mucho más grande, un misterio que se tejía en las entrañas de la tierra.
El Detective Basilio Román se acercó a Miguel, su mirada evaluando al leñador con la mezcla de experiencia y cansancio que solo años de casos difíciles pueden forjar. "Soy el Detective Román. ¿Ha encontrado algo más, señor?", preguntó, su voz grave pero firme. No había reproche, solo una pragmática búsqueda de hechos.
Miguel, con la voz quebrada, señaló el cuaderno y la mochila. "Solo esto. Ella... ella nunca deja sus cosas así." Su impotencia era palpable, un dolor que el Bosque parecía absorber y amplificar.
Mientras Román examinaba los objetos con guantes, Susana se incorporó, sosteniendo la pequeña hoja que había recogido. "Detective, esta planta... es el Luminaria Noctis. Es extremadamente rara y se cree que tiene propiedades bioluminiscentes. En viejos textos, se la relaciona con leyendas sobre una luz guía en la oscuridad." Había una chispa de emoción científica en sus ojos, a pesar de la gravedad de la situación.
Vicente, ajeno a la sutileza de la botánica, resopló. "¡Propiedades luminiscentes! Por favor, Detective, estamos hablando de una niña perdida, no de cuentos de hadas. Esto es una negligencia, de su padre y de quien sea que la haya dejado vagar por aquí sin supervisión." La lluvia, ahora más intensa, caía sobre su traje, empapándolo.
Román lanzó una mirada fría a Vicente, silenciándolo sin una palabra. Luego, se volvió hacia Miguel. "¿Alguien más la vio hoy, señor? ¿Fátima tenía enemigos? ¿Problemas?"
Miguel negó con la cabeza, su mente en un torbellino. "No. Fátima era... especial. Hablaba con los animales, conocía el Bosque como nadie. Todos la querían, o la evitaban por lo extraña que les parecía. No tenía enemigos."
"Lo extraño a menudo atrae problemas, Miguel," murmuró Román, más para sí mismo que para el leñador. Su mirada recorrió el Bosque, intentando descifrar su silencio. "Necesito un equipo de búsqueda de inmediato. Y ustedes dos", añadió, dirigiéndose a Susana y Vicente, "tendrán que venir a la comisaría a dar sus declaraciones. Cualquier detalle, por insignificante que parezca, puede ser crucial."
La noche había caído por completo, y el Bosque se había transformado en un laberinto de sombras amenazantes. Los sonidos de la naturaleza, antes un arrullo, ahora parecían crujidos y lamentos. El viento ululaba entre los árboles deshojados, creando formas fantasmales. El Detective Román, un hombre de ciencia y lógica, sintió un escalofrío que no tenía que ver con la baja temperatura. Había algo más en este Bosque, algo que escapaba a la razón y a la experiencia.
Mientras las linternas de los primeros agentes de búsqueda comenzaban a perforar la oscuridad, el aroma a tierra mojada y pino se mezclaba con un olor sutil pero inconfundible, casi imperceptible: un perfume dulzón, como de flores marchitas, que Román guardó en su memoria. Sabía que la desaparición de Fátima no era un simple extravío. El Bosque había abierto sus fauces, y el detective se encontraba al borde de un misterio que desafiaría todo lo que creía conocer. La búsqueda de Fátima apenas comenzaba, y con ella, la revelación de los antiguos secretos que el Bosque había guardado celosamente por generaciones.
La noche se cernía como un sudario sobre el Bosque. El Detective Basilio Román, a pesar del cansancio que le oprimía los hombros, se negaba a abandonar la búsqueda. Había despachado a Miguel, a Susana y a un Vicente quejumbroso hacia la comisaría, pero él permanecía en el linde, observando cómo las linternas de su equipo danzaban como luciérnagas inquietas entre los árboles. El rumor de sus pasos y las llamadas entre ellos apenas hacían mella en la opresiva quietud del lugar.
Román se agachó junto al punto donde habían hallado las pertenencias de Fátima. El aroma a tierra mojada ahora se mezclaba con el tenue y dulce perfume que había percibido antes, una fragancia floral casi hipnótica. No era el olor de las flores silvestres comunes; este era más profundo, más... embriagador. Tomó una muestra de la tierra húmeda, notando una extraña capa casi pegajosa bajo la hojarasca.
Mientras escudriñaba el suelo con la luz de su linterna, un destello fugaz captó su atención. Entre las raíces de un viejo roble, uno de esos colosos antiguos que parecían custodiar el Bosque, algo brillaba débilmente. Román se acercó, apartando la tierra con cuidado. Era un pequeño amuleto, de aspecto tosco, tallado en madera oscura y pulida. Parecía representar una figura abstracta, casi tribal, y emitía una luz muy suave, intermitente, como si respirara.
La luz, apenas perceptible, le recordó la descripción de la botánica sobre el Luminaria Noctis. ¿Podría ser una manifestación de esa planta, o algo más? Román guardó el amuleto en una bolsa de pruebas, la sensación de que acababa de tocar algo antiguo y poderoso le erizó los vellos de la nuca. Este Bosque no era solo un espacio natural; era un testigo, una entidad con memoria.
Un grito distante de uno de los agentes lo sacó de sus pensamientos. "¡Detective! ¡Hemos encontrado algo!"
Román se apresuró en la dirección de la voz. Al llegar, encontró a un joven agente pálido, apuntando con su linterna a una formación rocosa oculta por la maleza. Allí, grabados en la piedra, había símbolos extraños, similares a los del amuleto que acababa de encontrar. Eran glifos antiguos, cubiertos de musgo, pero aún legibles. Parecían parte de un patrón, una advertencia o quizás un mapa.
"Parece... antiguo, jefe", balbuceó el agente, su voz cargada de una mezcla de asombro y aprensión.
Román pasó sus dedos por las inscripciones, sintiendo la rugosidad de la piedra. Recordó las leyendas que la gente del pueblo había mencionado sobre el Bosque y sus secretos. Por primera vez en su carrera, el pragmático Detective Basilio Román sintió que se adentraba en un territorio donde la lógica y la ciencia se encontraban con algo mucho más viejo y misterioso. La desaparición de Fátima ya no era un simple caso de persona perdida; era el preludio de una revelación que el Bosque, por fin, estaba dispuesto a desvelar. Y él, el escéptico forastero, estaba justo en el umbral.
Con el amuleto en el bolsillo y la imagen de los glifos grabada en su mente, el Detective Basilio Román se mantuvo en la zona, supervisando los esfuerzos de búsqueda a pesar de la incesante lluvia. Los linternazos de los agentes se extendían como dedos nerviosos a través de la densa niebla que ahora envolvía los árboles. La esperanza de encontrar a Fátima con cada minuto que pasaba se desvanecía, reemplazada por la cruda realidad de una noche gélida y un Bosque que no cedía sus secretos fácilmente.
Mientras los equipos se adentraban más, los ladridos ansiosos de los perros rastreadores se sumaron a la orquesta sombría del Bosque. De repente, un aullido agudo y lastimero rompió el silencio. Román se dirigió hacia el sonido, encontrando a uno de los perros rastreadores acurrucado, temblando, negándose a avanzar por un punto específico. Su adiestrador intentaba en vano animarlo.
"¿Qué ocurre, chico?", preguntó Román, arrodillándose junto al animal. La linterna del adiestrador iluminó el suelo. Allí, apenas visible entre el barro y las hojas, había una huella. No era una huella humana, ni animal, al menos no una que Román reconociera. Era alargada, con una especie de garra en un extremo, demasiado grande para ser un lobo, demasiado extraña para cualquier criatura conocida de la región. El perro gimió, frotándose contra la pierna de su amo, rehusando ni siquiera oler la marca.
"No quiere acercarse, detective. Parece... asustado", dijo el adiestrador, con una voz que denotaba su propia inquietud.
Román se levantó, su ceño fruncido. La huella. El amuleto. Los glifos. La flor Luminaria Noctis. Todo empezaba a tejer una red que trascendía un simple caso de desaparición. El escepticismo profesional de Román comenzaba a resquebrajarse ante la acumulación de lo inexplicable. Este Bosque no solo ocultaba, sino que revelaba a su propio ritmo, pieza a pieza, un rompecabezas que olía a antigüedad y peligro.
Pasaron las horas. El frío se hizo insoportable, y la lluvia no cesaba. Román finalmente dio la orden de suspender la búsqueda hasta el amanecer. Los agentes, exhaustos y calados hasta los huesos, regresaron a sus vehículos, sus caras reflejando la frustración y una creciente sensación de desasosiego.
De vuelta en la comisaría improvisada del pueblo, Miguel, con los ojos rojos e hinchados, se negaba a moverse. Vicente, impaciente y furioso por el retraso en sus planes, discutía acaloradamente con Susana, quien intentaba explicar la rareza botánica de la zona.
Román entró, su semblante grave. "No hemos encontrado nada, Miguel. Suspenderemos hasta el amanecer." La noticia cayó como una losa.
Miguel solo pudo hundir su rostro entre sus manos, un lamento ahogado escapando de su garganta. Vicente, al ver la oportunidad de presionar, espetó: "Se lo dije, Detective. Esta es una tragedia. Esas tierras son peligrosas, y lo mejor sería... despejarlas."
Susana lo miró con furia. "¡Despejarlas sería un error catastrófico! Hay un ecosistema único, y esas leyendas... ¡podrían estar basadas en algo real!"
Román levantó una mano, silenciándolos a ambos. "Mañana por la mañana, reanudaremos la búsqueda con equipos adicionales. Mientras tanto, necesito que todos piensen. Cualquier detalle, cualquier cosa, por pequeña que sea, sobre Fátima, sobre el Bosque, sobre cualquier persona o evento inusual. Este caso... no es normal."
Con esa declaración, el detective se retiró a su oficina improvisada. Se sentó frente a un mapa del Bosque, trazando con su dedo las áreas ya cubiertas, la ubicación de los objetos de Fátima, los glifos. La huella de la garra. El amuleto yacía sobre la mesa, emitiendo una luz tenue que parecía palpitar en la oscuridad de la habitación. Román se reclinó en la silla, observando el mapa y el brillo del amuleto. El Bosque había abierto su telón, y el Detective Román sabía que el papel que le tocaba representar en esta obra de misterio y terror acababa de comenzar.
La lluvia golpeaba las ventanas de la pequeña comisaría de policía de pueblo, una sinfonía monótona que solo acentuaba el vacío que sentía Miguel. Se había negado a irse, aferrándose a la tenue esperanza de que, si permanecía allí, Fátima de alguna manera regresaría. Susana, la botánica, tecleaba frenéticamente en su ordenador portátil, buscando información sobre el Luminaria Noctis y cualquier leyenda asociada. Vicente, por su parte, se paseaba de un lado a otro, su impaciencia creciendo con cada minuto que el "caso" retrasaba sus ambiciosos planes.
El Detective Basilio Román salió de su improvisado despacho. La fatiga le pesaba, pero su mente estaba en ebullición. El amuleto que había encontrado, ahora sobre una mesa de examen, emitía un pulso lumínico casi imperceptible, como el latido de un corazón dormido. Román se acercó, la mirada clavada en la extraña pieza.
"Este amuleto...", comenzó, su voz atrayendo la atención de los demás. "Lo encontré cerca de donde estaba la mochila de Fátima. ¿Alguien lo reconoce?"
Miguel se acercó lentamente, su rostro demacrado por la angustia. Observó el amuleto con una mezcla de reconocimiento y temor. "Es... es un viejo talismán de mi familia", dijo en voz baja. "Mi abuela decía que protegía a los nuestros de los malos espíritus del Bosque. Fátima lo llevaba a veces, pero creía que lo había perdido hace años."
Susana dejó de teclear. "Los glifos que describes, Detective, y la forma de este amuleto... son muy similares a los símbolos de antiguas tribus que habitaban esta región. Creían en una conexión profunda entre el Bosque y el mundo de los espíritus. Y las leyendas del Luminaria Noctis a menudo se asocian con estas culturas, se decía que era una planta sagrada, un puente entre mundos."
"¿Un puente entre mundos?", espetó Vicente, con una risa sarcástica que resonó en la pequeña sala. "Por favor, estamos en el siglo XXI. Esto es ridículo. Una niña se ha perdido, y están hablando de espíritus y plantas mágicas. La lógica dicta que se ha perdido o, peor aún, que ha habido un accidente."
Román ignoró a Vicente, sus ojos fijos en Susana. "Explíquese, señorita. ¿Qué quieren decir esas leyendas?"
Susana dudó un momento, consciente de lo improbable que sonaría. "Se decía que en ciertas noches, bajo condiciones muy específicas, el Luminaria Noctis podía abrir 'portales' o 'umbrales' en el Bosque. Lugares donde el velo entre nuestro mundo y el de 'ellos' se volvía delgado. Pero son solo leyendas, por supuesto." Su mirada se posó en el amuleto, que parecía palpitar con más intensidad. "Aunque si Fátima era tan sensible al Bosque como dices, Miguel... y si llevaba este talismán..."
Un silencio pesado cayó sobre la habitación, roto solo por el crepitar del fuego en la pequeña estufa y el incesante golpeteo de la lluvia. Román, el detective curtido en la realidad, sintió un escalofrío. La huella desconocida, el amuleto luminoso, los glifos ancestrales, las leyendas susurradas... Demasiadas coincidencias para descartarlas como folclore. Este caso no era sobre un criminal ordinario, ni un simple accidente. El Bosque guardaba un secreto mucho más profundo y antiguo de lo que nadie se había atrevido a imaginar. Y Fátima, con su conexión mística con la naturaleza, podría haber cruzado un umbral que nadie más podía ver.
La noche se hizo más larga que nunca. Miguel se sentó, inmóvil, mirando la lluvia golpear los cristales, su alma tan empapada como la tierra exterior. El amuleto sobre la mesa de pruebas seguía emitiendo su débil, casi imperceptible resplandor, una luz fantasma en la penumbra de la comisaría. Era el único indicio tangible de Fátima, y a la vez, una puerta a lo inexplicable que aterraba a Miguel más que la propia desaparición.
Vicente, agotado y frustrado, finalmente cedió al sueño, roncando ruidosamente en una silla plegable. Susana, en cambio, seguía absorta en su investigación. Había encontrado referencias a ritos antiguos vinculados al solsticio y a la aparición del Luminaria Noctis. Textos oscuros hablaban de una "migración" en estas fechas, no de animales, sino de energías, de almas.
El Detective Basilio Román, ajeno al sueño, se dedicó a estudiar mapas topográficos del Bosque, trazando círculos y cruces donde los glifos habían sido hallados y donde el perro se había negado a avanzar. Había una correlación. Las marcas parecían converger en un punto específico, una cicatriz en el corazón del Bosque que en los mapas antiguos se señalaba como "El Ojo del Viento". Nunca había creído en esas supersticiones, pero la evidencia física, por insólita que fuera, comenzaba a forzar su mano.
De repente, la radio del coche patrulla, que habían dejado encendida, crepitó con estática antes de emitir un mensaje apenas audible. Era un agente que había quedado de guardia en el linde del Bosque, su voz entrecortada por la interferencia y el miedo.
"¡Detective! ¡Algo... algo se mueve! En la zona de... del Roble Viejo. Hay... hay una luz. ¡No es una linterna!"
Román se puso de pie de un salto, la adrenalina corriendo por sus venas. Miguel levantó la cabeza, sus ojos inyectados en sangre. Susana cerró su portátil de golpe, su rostro una mezcla de expectación y temor.
"¿Qué tipo de luz?", preguntó Román por la radio, su voz tensa.
"Es... es como si el Bosque respirara luz, Detective. Pulsa... y se mueve. Y... creo que he oído... he oído una voz. Como un canto. Parece... parece que viene de dentro, muy profundo."
El detective no esperó más. Tomó su impermeable, su linterna y su arma. "¡Vamos!", ordenó, dirigiéndose a Miguel y Susana. "Ustedes quédense aquí. Yo iré a comprobarlo."
"¡No! ¡Es Fátima! ¡Tiene que ser ella!", exclamó Miguel, poniéndose en pie, la esperanza y el miedo compitiendo en su mirada. "¡Voy con usted!"
Susana asintió con determinación. "Detective, si lo que busco es cierto, no puede ir solo. Necesitará una mente que entienda lo que podría estar ocurriendo. Mis conocimientos sobre la flora y las leyendas podrían ser cruciales."
Román los miró a ambos. Sabía que no podía detenerlos. Había una fuerza impulsora en la desesperación de Miguel y en la curiosidad científica de Susana que era casi tan poderosa como la del Bosque mismo. Con un suspiro, asintió. "Bien, pero sigan mis instrucciones al pie de la letra. No se separen de mí."
Los tres salieron de la comisaría, adentrándose de nuevo en la noche empapada y helada. El rugido de la lluvia era ahora el telón de fondo de una aventura que se salía de todo lo conocido. El Bosque los esperaba, y en su corazón, una luz danzante invitaba a un misterio que desafiaría no solo la lógica, sino la misma realidad.
El trayecto de vuelta al Bosque fue un asalto a los sentidos. La lluvia torrencial se estrellaba contra el parabrisas de la camioneta del Detective Román, apenas mitigada por los limpiaparabrisas que luchaban inútilmente. El viento aullaba como un espíritu furioso entre los árboles, sacudiendo sus ramas desnudas. Miguel se aferraba al asiento trasero, con la mirada perdida en la oscuridad, su mente consumida por la imagen de Fátima. Susana, en el asiento del copiloto, sostenía su portátil con una mano, su rostro iluminado por el tenue resplandor de la pantalla mientras leía en voz alta pasajes de antiguos tratados, buscando respuestas.
"Aquí dice... 'En la Noche del Desvelo, cuando el velo entre mundos se desgarra, el Luminaria Noctis brillará con su máxima intensidad, atrayendo a aquellos de alma pura hacia el Sendero Invisible'", recitó Susana, su voz casi inaudible sobre el fragor de la tormenta.
Román frunció el ceño, el escepticismo luchando con la creciente inquietud. "Noche del Desvelo... ¿y cuándo se supone que es eso?"
"Coincide con un evento astrológico poco común, un tipo de conjunción lunar que... ¡es esta noche!", exclamó Susana, sus ojos abriéndose de par en par. La camioneta se detuvo bruscamente.
Habían llegado al límite del Bosque, donde el agente había dado la alerta. La luz a la que se refería no era una linterna. Era una luminiscencia verdosa y pulsante que se filtraba entre los árboles, un brillo etéreo que parecía respirar. No era un foco, ni un incendio. Era el propio Bosque el que resplandecía.
"¡Ahí está!", exclamó Miguel, su voz apenas un susurro cargado de esperanza y terror.
El agente de guardia, empapado y tembloroso, se acercó a la camioneta. "Detective, no me atreví a ir más adentro. Es... es como si el aire vibrara. Y el canto... es hipnótico."
Román salió del vehículo, seguido de cerca por Miguel y Susana. El frío húmedo calaba hasta los huesos, pero el calor de la extraña luz parecía emanar del Bosque. Los ladridos distantes de un animal, luego un silencio abrupto. El canto, apenas audible al principio, se hizo más claro: una melodía ancestral, sin palabras, pero llena de una melancolía profunda, casi inhumana.
"Es la melodía del Bosque", susurró Miguel. "Mi abuela la cantaba... decía que era la llamada de los antiguos."
Ignorando el escalofrío que le recorría la espalda, Román encendió su linterna y apuntó hacia la fuente de la luz. Los árboles parecían abrirse ante ellos, revelando un sendero que antes no estaba allí. El aire se hizo más denso, y un olor dulce y penetrante, el mismo que Román había percibido antes, llenó sus pulmones. No era desagradable, pero sí abrumador.
Avanzaron con cautela por el nuevo sendero, la luz verdosa pulsando con más intensidad a cada paso. El canto se volvió más fuerte, arrullador, casi magnético. Los árboles, ahora más retorcidos y antiguos, formaban un dosel impenetrable. El suelo estaba cubierto de una extraña vegetación brillante, pequeñas matas de plantas que emitían su propia luz suave, como estrellas caídas.
De repente, llegaron a un claro. En el centro, un majestuoso roble, el más grande y viejo que Román jamás había visto, se alzaba hacia el cielo nocturno. Sus ramas, gruesas como troncos, se retorcían en espiral, y su corteza brillaba con la misma luz verdosa. En la base del roble, rodeada por un círculo de Luminaria Noctis que resplandecían con una intensidad cegadora, había una figura.
Era Fátima. Estaba de pie, inmóvil, sus ojos cerrados, con las manos extendidas hacia el tronco del roble. La melodía parecía emanar de ella misma, o a través de ella. Su rostro, iluminado por el fulgor de la planta, parecía en paz, sereno, casi etéreo. Pero lo que Román vio a continuación le heló la sangre. Alrededor de Fátima, danzando en el aire, había figuras translúcidas, siluetas apenas visibles que se movían con una gracia espectral, como sombras de otros seres, atraídas por su luz. No eran animales. No eran humanos. Eran los "espíritus" de las leyendas, o algo mucho peor.
Miguel dio un paso adelante, un grito de alivio y terror atrapado en su garganta. "¡Fátima!"
En ese momento, los ojos de Fátima se abrieron. No eran sus ojos. Eran orbes luminosos del mismo color verde esmeralda que la planta, y la mirada que lanzó no era la de su hija. Era antigua, vasta, y llena de una sabiduría que no pertenecía a este mundo. El canto se intensificó, un crescendo que vibraba en el pecho de Román.
El detective, acostumbrado a la lógica y a los criminales de carne y hueso, se encontró en la encrucijada de lo real y lo imposible. La desaparición de Fátima no era un crimen, ni un accidente. Era una invocación. Y el Bosque, con su antiguo poder, acababa de reclamar no solo a una niña, sino también la comprensión de la realidad del Detective Basilio Román.




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