El bosque.

Capítulo 6: El canto de la memoria.

La noche se cernía sobre el pueblo de Sevilla, más densa y opresiva que de costumbre. Román miró el reloj: faltaban pocas horas para el amanecer, el momento en que Vicente planeaba demoler el corazón del Bosque. El aire estaba cargado de una quietud tensa, un presagio de la batalla que se avecinaba.
En la comisaría, Susana revisaba frenéticamente antiguos mapas y textos. "Las leyendas hablan de los 'Cantos de la Remembranza'", susurró, su voz febril. "Historias, poemas, melodías... transmitidos de generación en generación. Eran la forma de mantener viva la memoria del pueblo ancestral que habitaba aquí antes de que el Bosque creciera." La teoría era audaz: si la Sombra Atada se alimentaba de la falta de memoria, quizás la remembranza, la historia cantada, podría ser su veneno.
El plan de Román se forjó en la desesperación. Necesitaban llegar al roble antes que Vicente, antes de que la dinamita borrara la prisión de la Sombra Atada y la liberara por completo. La clave sería el amuleto y la memoria misma.
Llamó a Don Elías. El anciano, con una voz que denotaba una profunda preocupación, aceptó unirse a ellos. "Las historias del Bosque no se leen, Detective. Se sienten. Se cantan. Solo así el eco puede llegar a los que duermen y a los que están atrapados."
Con las primeras estrellas apareciendo en el cielo, Román, Susana, Don Elías y un par de agentes leales (aquellos que, a pesar de las presiones de Vicente, aún confiaban en su criterio) se dirigieron hacia el Bosque. La atmósfera era eléctrica, cargada con la promesa de lo desconocido. Vicente, obsesionado con su venganza, había cortado la electricidad en el pueblo, sumiéndolo en una oscuridad casi total, excepto por las luces distantes de la maquinaria pesada en el linde del Bosque.
Mientras se adentraban en la oscuridad, las Luminaria Noctis comenzaron a parpadear a lo lejos, el brillo tenue pero persistente de sus flores se abría paso entre la maleza. La niebla, esa niebla verdosa y etérea, comenzaba a formarse de nuevo en el aire, densa y fría, trayendo consigo el inconfundible aroma dulzón y ahora ominoso de las plantas. Román sintió el escalofrío en su nuca: la Sombra Atada, despertada por el miedo y la inminente destrucción de su prisión, estaba comenzando a manifestarse de nuevo.
"¡Aceleren el paso!", urgió Román, sintiendo la presión del tiempo y de la presencia invisible que los rodeaba. El destino del pueblo, y de un mal ancestral, pendía de un hilo.
La densa niebla verdosa se aferraba al Bosque, un sudario frío y húmedo que se volvía más espeso con cada paso. El tenue parpadeo de las Luminaria Noctis guiaba a Román, Susana, Don Elías y a los dos agentes leales a través de la oscuridad. El aire vibraba con una electricidad palpable, un presagio de la inminente confrontación.
A medida que se adentraban, las figuras translúcidas comenzaron a manifestarse de nuevo, deslizándose entre los árboles como sombras errantes. Eran más numerosas y audaces que la noche anterior, atraídas por el miedo que Vicente había desatado en el pueblo con su plan de demolición. Sus lamentos eran susurros inaudibles que arañaban la cordura, intentando sembrar el pánico. Susana esparcía la tintura de Luminaria Noctis que había preparado, creando un sendero de luz pálida que las repelía momentáneamente.
El sonido de la maquinaria pesada, un rugido metálico y sordo, se hizo más fuerte. Podían oír las voces de los hombres de Vicente y el traqueteo de los camiones. Estaban cerca.
"¡Mire, Detective!", exclamó Susana, señalando hacia adelante. A través de la niebla, la silueta imponente del Gran Espíritu del Roble se alzaba, iluminada por los potentes focos de los equipos de demolición de Vicente. A sus pies, la masa de Luminaria Noctis brillaba con una intensidad febril, un campo de estrellas verdes que pulsaba con la agonía del Bosque.
Mientras se acercaban, Román divisó a Vicente. Estaba de pie junto a un detonador, gritando órdenes a sus hombres. Su rostro, iluminado por el resplandor de los focos, no mostraba más que una obsesión ciega. No había miedo en él, solo una rabia vengativa.
"¡Alto ahí, Vicente!", gritó Román, adelantándose.
El promotor se giró, una sonrisa sardónica en sus labios. "¡Vaya, Detective! ¿Viene a ver cómo se limpia la basura? Esta vez, nadie me detendrá. Ni usted, ni sus cuentos de fantasmas, ni esa niña endemoniada." Sus ojos se posaron en Don Elías y Susana, y luego volvió a Román. "Esto es por lo que me ha hecho. Por arruinarme."
De repente, la niebla alrededor del roble comenzó a arremolinarse violentamente, no por el viento, sino por una fuerza invisible. La masa oscura y pulsante de la Sombra Atada, la misma que habían visto en el hospital, comenzó a formarse de nuevo frente al tronco del roble. Esta vez, era más grande, más definida, y de ella emanaba una presencia de pura desesperación y hambre. Las Luminaria Noctis a los pies del roble estallaron en un frenesí de luz, como si la prisión estuviera a punto de ceder.
Vicente se quedó paralizado, su sonrisa se desvaneció, reemplazada por un terror absoluto al ver la manifestación de la entidad. Las figuras espectrales a su alrededor se volvieron más densas, algunas incluso se abalanzaron sobre los operarios de las máquinas, quienes gritaron de horror al sentir el frío de lo intangible.
"¡Román, ahora!", gritó Susana. "¡El roble se está desestabilizando! ¡La Sombra Atada está a punto de liberarse!"
El Detective Román no dudó. Sacó el amuleto. Estaba frío, pero sentía su peso familiar en la palma de su mano. Miró a Don Elías.
El anciano asintió, sus ojos llenos de una seriedad ancestral. "La memoria, Detective. La historia de los que vivieron aquí. La verdad del Bosque. Eso es lo que la Sombra Atada quiere devorar. Y lo que el roble ha guardado."
Don Elías comenzó a cantar. Era una melodía antigua y extraña, palabras en un dialecto olvidado, una historia contada a través de un lamento rítmico. Su voz, aunque frágil por la edad, resonó en el claro, cortando el aire cargado de tensión. A medida que Don Elías cantaba, Román levantó el amuleto hacia la Sombra Atada. No sabía si funcionaría, pero era su única esperanza.
El canto de Don Elías se elevó sobre el claro, una melodía ancestral que parecía tejerse con la misma esencia del Bosque. Sus palabras, en un dialecto olvidado, resonaban con la historia de generaciones, de vidas que habían florecido y decaído en esa misma tierra. A medida que la voz del anciano llenaba el espacio, Román levantó el amuleto, su superficie pulida hacia la masa oscura y pulsante de la Sombra Atada.
La entidad respondió de inmediato. No con un rugido, sino con un "grito" mental que sacudió los árboles y retorció el aire, un lamento de furia y desesperación. La niebla a su alrededor se arremolinó con violencia, y las Luminaria Noctis a los pies del Gran Espíritu del Roble parpadearon salvajemente, como si estuvieran a punto de extinguirse. Las figuras translúcidas que acechaban entre los árboles se lanzaron hacia el grupo de Román, sus formas volviéndose más densas y agresivas, impulsadas por el temor y la furia de la Sombra Atada.
Susana, con la linterna de camping en alto, la hizo oscilar con frenesí, intentando repeler a las apariciones. Los dos agentes dispararon sus armas al aire, un acto inútil pero que liberaba la tensión. Vicente, aterrorizado por la manifestación de la Sombra Atada, había soltado el detonador y ahora retrocedía tropezando, sus ojos fijos en la entidad con horror. Sus hombres habían huido, abandonando la maquinaria pesada en medio del claro.
Mientras Don Elías continuaba su canto, Román sintió una extraña conexión con el amuleto. Era como si el talismán se calentara en su mano, no con una temperatura física, sino con una energía latente. El rayo de luz blanca y pura que había surgido del amuleto en el hospital se manifestó de nuevo, pero esta vez, no era solo un destello. Era una columna constante, un faro brillante que atravesó la niebla y golpeó directamente a la Sombra Atada.
Al contacto de la luz con la oscuridad, la entidad se retorció. No era un dolor físico, sino una agonía de la memoria. Imágenes fugaces y fragmentadas destellaron en la mente de Román: rostros antiguos, paisajes olvidados, momentos de alegría y tristeza que se desvanecían. La Sombra Atada se encogía, se disipaba, como si la luz del amuleto estuviera forzando la "devolución" de las memorias que había devorado, sobrecargándola.
El canto de Don Elías se intensificó, un coro de voces ancestrales que parecían surgir de la tierra misma, arremetiendo contra la entidad. El Gran Espíritu del Roble pareció reaccionar. Las grietas en su corteza se abrieron un poco más, y de ellas emanó una luz verde tenue que se unió al haz blanco del amuleto. El roble no era solo la cárcel; también era parte del "Canto de la Remembranza", una parte viva de la memoria.
La Sombra Atada emitió un último "lamento" mental, una explosión de desesperación y derrota, antes de contraerse sobre sí misma y desaparecer, absorbida de nuevo en las profundidades del roble. Las figuras translúcidas se desvanecieron por completo. El brillo de las Luminaria Noctis disminuyó hasta un tenue parpadeo, y la niebla comenzó a levantarse, revelando un claro en calma.
El silencio que siguió fue profundo y absoluto, solo roto por la respiración agitada de Román, Susana y los agentes, y el suave susurro del viento entre las ramas del roble. Don Elías terminó su canto, y su voz, aunque cansada, sonaba llena de una victoria tranquila. El amuleto en la mano de Román se enfrió, su trabajo, por ahora, terminado. .
El silencio que siguió a la desaparición de la Sombra Atada no fue absoluto. Un suave susurro del viento entre las ramas del Gran Espíritu del Roble y el distante canto de los grillos llenaron el claro, ahora bañado por el tenue resplandor de las Luminaria Noctis que volvían a su estado de calma. El aire, aunque aún fresco, había perdido el peso opresivo de la presencia maligna.
Román bajó el amuleto, su superficie ahora completamente fría e inerte. El agotamiento lo golpeó como una marea. Se desplomó sobre la tierra húmeda, su respiración agitada, mientras Susana y los agentes se acercaban, sus rostros pálidos pero llenos de un asombro reverente.
"Lo logramos, Detective", susurró Susana, arrodillándose junto a él, sus ojos fijos en el roble. "La Sombra Atada... ha regresado a su prisión."
Don Elías, de pie junto al roble, tocó su rugosa corteza con una mano temblorosa. "La memoria ha sido restaurada. El Bosque ha recordado su propósito. Ha recordado por qué es el guardián. No olvidará esta vez." Su voz, aunque cansada, sonaba llena de una profunda satisfacción.
Los hombres de Vicente habían huido, dejando la maquinaria pesada abandonada en el claro. El propio Vicente, en estado de shock, había sido encontrado por uno de los agentes, balbuceando incoherentemente sobre sombras y voces, su arrogancia completamente destrozada por el terror. Su campaña de demolición había fallado, y al hacerlo, había provocado la misma manifestación que tanto despreciaba.
A medida que el sol comenzaba a despuntar en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos rosados y anaranjados, Román miró el roble. Los rostros en su corteza, aunque aún visibles, parecían menos atormentados, sus expresiones atenuadas por la calma recién encontrada. Pensó en Miguel, el padre de Fátima. ¿Estaría su alma finalmente en paz?
Las consecuencias de esa noche resonarían profundamente en el pueblo de Sevilla. La historia del "gas tóxico" se mantendría, por supuesto, pero en los susurros y las miradas, la verdad del Bosque se perpetuaría. El cordón de seguridad alrededor del Bosque se mantuvo, pero esta vez, la gente lo respetaría no por la ley, sino por un miedo reverente y una nueva comprensión.
Fátima, en el hospital, experimentó una recuperación milagrosa. Aunque los médicos no entendieron la rapidez con la que su fiebre cedió y su mente se aclaró, Román sabía por qué. La conexión permanecía, pero ahora era una de equilibrio y entendimiento, no de tormento. En su siguiente visita, Fátima le hizo otro dibujo: el roble, ahora con hojas vibrantes, y en su base, una pequeña figura de una niña, sonriendo, con el amuleto colgado de su cuello.
El Detective Basilio Román no regresaría a su vida anterior. Había visto la delgada línea entre la razón y lo inexplicable, y había caminado en ella. La campaña de Vicente, aunque molesta, perdería fuerza sin el catalizador del miedo. Román se había convertido en el guardián de un secreto, el protector de un equilibrio delicado entre el mundo humano y el ancestral. Sabía que el Bosque dormía, pero que su vigilancia nunca podría cesar. Había una nueva responsabilidad sobre sus hombros, una que iba más allá de la placa y la ley.




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