El bosque.

Capítulo 7: El legado del guardian.

Pasó un año desde la noche en que el Bosque despertó. Sevilla, la hermosa ciudad andaluza, había recuperado su ritmo, pero una sutil capa de reverencia y precaución se había posado sobre sus habitantes. Las noticias sobre el "misterioso gas tóxico" y la "histeria colectiva" se habían diluido en el éter de los informes sensacionalistas, reemplazadas por nuevos escándalos y titulares. Sin embargo, para aquellos que habían presenciado la furia del Gran Espíritu del Roble y la amenaza de la Sombra Atada, el mundo ya no era el mismo.
Román había resistido la embestida de Vicente. Aunque su carrera había quedado marcada por el escrutinio y las insinuaciones, la falta de pruebas contundentes y el caos general de aquella noche le permitieron conservar su placa, aunque su ascenso profesional se detuvo por completo. Vicente, por su parte, había perdido su fortuna y su reputación. Su obsesión con Román y el Bosque lo llevó a una bancarrota personal y a un aislamiento autoimpuesto, un castigo más efectivo que cualquier pena de prisión. Se rumoreaba que a veces lo veían al anochecer, deambulando cerca de los límites del Bosque, su mirada vacía y su mente consumida por los fantasmas que había ayudado a desatar.
Susana se había convertido en una figura indispensable en la vida de Román. Juntos, establecieron un pequeño "centro de investigación" no oficial, oculto en una antigua biblioteca rural, donde continuaban estudiando las muestras de savia y de las Luminaria Noctis. Descubrieron que las flores solo florecían con fuerza bajo condiciones específicas de humedad y fase lunar, y que su resplandor verde actuaba como un sistema de alerta temprana para la actividad del Bosque. Susana desarrolló una tintura más potente, no solo para repeler, sino para calmar y reequilibrar la energía de las plantas, una especie de bálsamo para el Bosque.
Fátima había regresado a casa. La niña, aunque llevaba las cicatrices invisibles de su experiencia, había recuperado su alegría. Su conexión con el Bosque persistía, pero ahora era una relación de entendimiento y respeto mutuo. A veces, al atardecer, Fátima se sentaba junto a la ventana, tarareando suavemente la melodía que una vez la había poseído. Ahora, sin embargo, era un canto armonioso, un diálogo con los susurros del viento entre los árboles. El amuleto, que Román le había dado, siempre colgaba de su cuello, un talismán que representaba su protección y su vínculo.
Don Elías continuaba siendo el guardián silencioso, un vínculo viviente con la historia del lugar. Se reunía regularmente con Román, compartiendo viejas leyendas y observando los sutiles cambios en el Bosque. "El equilibrio es frágil, Detective", le había dicho una tarde, mientras paseaban por el linde. "La Sombra Atada duerme, pero su prisión debe ser mantenida. Y la memoria... la memoria del pueblo, de lo que pasó, es lo que la mantiene encerrada."
Román entendió su nuevo propósito. No era solo un detective, sino un guardián. Su deber iba más allá de la ley y el orden; se trataba de proteger un equilibrio invisible, de asegurar que la historia del Bosque no fuera olvidada para que el mal ancestral no despertara de nuevo. Sabía que la amenaza nunca desaparecería del todo, pero que, con el conocimiento, la vigilancia y la conexión de Fátima, podrían mantener a raya la oscuridad.
El Bosque se mantenía en su letargo, una masa verde y misteriosa que ahora inspiraba tanto respeto como temor. Sus secretos estaban bien guardados, conocidos solo por unos pocos que comprendían su verdadera naturaleza. Y en el corazón de ese misterio, un detective, una botánica y una niña con ojos que veían más allá, custodiaban un legado ancestral, esperando la próxima vez que el Bosque decidiera hablar.
Un año había transcurrido desde aquella noche en que el Bosque reveló su verdadera naturaleza, dejando cicatrices invisibles en el alma de Sevilla. La ciudad, con su bullicio y su historia, había retomado su ritmo, pero bajo la superficie, una nueva capa de reverencia y precaución se había asentado en el corazón de sus habitantes. Las crónicas periodísticas sobre el "misterioso gas tóxico" y la "histeria colectiva" se habían desvanecido en el éter de los ciclos de noticias, pero para quienes habían presenciado la furia del Gran Espíritu del Roble y la amenaza de la Sombra Atada, el mundo ya no era el mismo.
Román había capeado la tormenta de las acusaciones de Vicente. Aunque su reputación en ciertos círculos profesionales quedó marcada por el escrutinio, la ausencia de pruebas contundentes y el caos innegable de aquella noche le permitieron conservar su placa. Sin embargo, su ascenso en la carrera policial se detuvo abruptamente. Vicente, por su parte, se desvaneció de la escena pública, su fortuna y su arrogancia desmoronadas. Se rumoreaba que, consumido por los fantasmas que había ayudado a desatar, a veces se le veía deambulando al anochecer cerca de los límites del Bosque, una sombra de su antiguo ser.
La alianza entre Román y Susana se había solidificado en un pacto silencioso de conocimiento compartido. Juntos, establecieron un pequeño "centro de investigación" no oficial, oculto en una antigua biblioteca rural. Allí, entre pergaminos centenarios y equipos de laboratorio, continuaban estudiando las muestras de savia y las Luminaria Noctis que Susana había logrado mantener con vida. Descubrieron que las flores solo florecían con fuerza bajo condiciones específicas de humedad y fases lunares, y que su resplandor verde no era solo belleza, sino un sistema de alerta temprana. Susana incluso había logrado desarrollar una tintura más potente, capaz no solo de repeler las manifestaciones del Bosque, sino de calmar y reequilibrar sus energías, un bálsamo para un ecosistema que sentía.
Fátima había regresado a casa, su risa infantil nuevamente una melodía en el hogar. Las cicatrices de su experiencia eran invisibles a los ojos, pero Román y su familia sabían que la niña había sido tocada por algo profundo. Su conexión con el Bosque persistía, aunque ahora era una relación de entendimiento y respeto mutuo, no de tormento. A veces, al atardecer, Fátima se sentaba junto a la ventana, tarareando suavemente la melodía que una vez la había poseído, una armonía que resonaba con los susurros del viento entre los árboles. El amuleto, que Román le había entregado, colgaba siempre de su cuello, un talismán que representaba su protección y su inquebrantable vínculo con lo inexplicable.
Don Elías continuaba siendo el guardián silencioso de la sabiduría ancestral. Se reunía regularmente con Román, compartiendo viejas leyendas y observando los sutiles cambios en el Bosque. "El equilibrio es frágil, Detective", le había dicho una tarde mientras paseaban por el linde. "La Sombra Atada duerme, pero su prisión debe ser mantenida. Y la memoria... la memoria del pueblo, de lo que pasó, es lo que la mantiene encerrada."
Román comprendió su nuevo propósito. No era simplemente un detective, sino un guardián. Su deber trascendía la ley y el orden; se trataba de proteger un equilibrio invisible, de asegurar que la historia del Bosque no fuera olvidada. Sabía que la amenaza nunca desaparecería por completo, pero que, con el conocimiento, la vigilancia y la conexión de Fátima, podrían mantener a raya la oscuridad. El Bosque de Sevilla permanecía en su letargo, una masa verde y misteriosa que ahora inspiraba tanto respeto como temor. Sus secretos estaban bien guardados, conocidos solo por unos pocos que comprendían su verdadera naturaleza. Y en el corazón de ese misterio, un detective, una botánica y una niña con ojos que veían más allá, custodiaban un legado ancestral, esperando la próxima vez que el Bosque decidiera hablar.




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