Dos años después, el verano andaluz caía con su peso dorado sobre Sevilla. El pueblo, aquel que una vez tembló al borde de la locura, había encontrado un nuevo ritmo, una coexistencia silenciosa con el Bosque. Las viejas heridas no habían desaparecido del todo, pero se habían convertido en cicatrices, recordatorios de una noche que desafió la razón y redefinió la realidad.
Basilio Román no era el mismo detective de antes. Las huellas de aquella noche se manifestaban en una calma inusual, una mirada que a veces se perdía en la distancia, como si aún escuchara los susurros del viento. Había rechazado ascensos y traslados, eligiendo permanecer en su pequeño puesto, en la comisaría que ahora sentía más como un punto de vigilancia que como una simple oficina. Su relación con Susana había florecido más allá de lo profesional; juntos, en su discreto laboratorio, continuaban documentando los ciclos de las Luminaria Noctis y la sutil pulsación de energía del Bosque. Habían descubierto que las flores reaccionaban no solo al miedo, sino también a la armonía, emitiendo un brillo más suave y cálido cuando el equilibrio del ecosistema estaba en paz.
Fátima, ahora una niña más crecida, había recuperado por completo su vitalidad infantil. Sin embargo, su conexión con el Bosque era un hilo invisible que la unía a lo extraordinario. A menudo, al anochecer, se sentaba en el pequeño jardín de su casa, tarareando melodías que no aprendía de la radio, sino de la brisa que venía del Gran Espíritu del Roble. El amuleto, pulido por el constante roce de sus dedos, era un talismán que nunca se quitaba. Román a veces la observaba, consciente de que Fátima era el puente, la joven que, sin saberlo, mantenía el delicado balance.
Don Elías, venerable y sabio, seguía siendo el guardián de la memoria. Cada semana, Román lo visitaba, y juntos compartían un té mientras el anciano relataba historias del pueblo, de tiempos remotos, de cómo los ancestros vivían en comunión con la tierra. Román entendió que esas historias, ese legado oral, eran el verdadero cimiento que mantenía a la Sombra Atada en su prisión. La memoria colectiva era el candado.
Vicente, el promotor, era ahora una figura olvidada, un fantasma de su antigua ambición. La última noticia era que se había mudado a una ciudad lejana, incapaz de sacudirse los terrores que había desatado. Su historia sirvió como una advertencia tácita: la codicia y la ignorancia podían abrir puertas que nadie estaba preparado para cruzar.
El Bosque de Sevilla seguía siendo un lugar de belleza inquietante. La gente lo respetaba, mantenía una distancia cautelosa. Sabían, en lo más profundo de su ser, que debajo de las hojas y la tierra, un poder antiguo dormía, custodiado por un roble milenario. Román, Susana y Fátima eran los custodios del velo, los silenciosos guardianes de un equilibrio que, aunque invisible, era tan real como el latido de sus propios corazones. El mundo había girado, pero ellos permanecían en el umbral, conscientes de que la naturaleza siempre reclamaría lo suyo, y que en los lugares más inesperados, la magia y el misterio seguían latiendo, esperando su momento para susurrar de nuevo.
FIN
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