El amanecer trajo consigo un silencio extraño.
El bosque parecía dormido, pero Elizabeth sentía que la observaba incluso desde la distancia, desde su ventana en la torre norte. Habían pasado dos días desde el encuentro con Hatriu y la emboscada de Varek, pero cada vez que cerraba los ojos, veía esas alas negras extendiéndose sobre la niebla.
—¿Sigues pensando en el bosque? —preguntó Ethan al entrar sin avisar.
Elizabeth apenas se volvió.
—Pensar no es un crimen.
—Entrar sí lo es —dijo su hermano con una media sonrisa—. Padre ya sospecha.
—Padre sospecha de todos.
—Y con razón —replicó él, acercándose a la ventana—. Dicen que anoche se vio una sombra con alas sobre el torreón este.
Elizabeth se tensó.
—¿Y tú lo crees?
—Creo que hay cosas que no entendemos, Lizzy. Cosas que deberías dejar en paz.
Ella guardó silencio. Ethan no era como los demás: era cauteloso, observador, pero su lealtad hacia ella siempre había sido inquebrantable. Desde que su madre murió, solo se tenían el uno al otro.
—No quiero perderte por tu curiosidad —murmuró él.
—No vas a perderme —respondió ella, aunque algo en su voz tembló.
El consejo del reino llegó esa misma tarde.
Arden, su prometido, también.
Elizabeth intentó mantener la compostura durante el banquete, pero su mente estaba lejos, vagando entre raíces y sombras.
Arden hablaba con voz suave, demasiado perfecta, y eso la irritaba.
—Mi señora Elizabeth —dijo él, alzando su copa—. Vuestro padre me ha hablado de vuestra bravura. Espero que tengamos tiempo para conocernos mejor.
—Seguro —respondió ella, sin mirarlo.
—Dicen que sois diferente a las demás damas —continuó, sonriendo con una amabilidad forzada—. Que preferís los bosques a los bailes.
—Prefiero la verdad a las apariencias —replicó ella.
El silencio que siguió fue espeso.
Arden no respondió, pero sus ojos —azules y vacíos— la atravesaron con una frialdad que le heló la sangre.
Más tarde, cuando el castillo dormía, Elizabeth salió al balcón.
La luna se filtraba entre las nubes, y en el borde del bosque, una figura se movió.
Sabía quién era antes de que el viento le trajera el eco de su voz.
—No sabes cuándo rendirte, ¿verdad?
Hatriu estaba allí, observándola desde el límite de la luz.
Elizabeth apretó la baranda.
—¿Vienes a amenazarme otra vez?
—Vengo a advertirte.
—¿Otra vez? —ironizó—. ¿No te cansas de ser tan sombrío?
—Varek no olvida. Te vio conmigo. Ahora te caza a ti también.
Eso bastó para hacerla callar.
Hatriu alzó la vista; la luna iluminaba las cicatrices de su rostro.
—¿Por qué me ayudarías? —preguntó ella con desconfianza.
—Porque si te atrapan, vendrán por mí después.
—Qué noble de tu parte —replicó con sarcasmo.
—No confundas mi egoísmo con bondad.
Elizabeth lo miró unos segundos, intentando entenderlo. No lo logró.
—Entonces, ¿qué se supone que haga? ¿Huir?
—Aprender. —Su voz sonó como un susurro del viento—. El bosque no perdona a los débiles.
Antes de que pudiera responder, desapareció, como si se hubiera desvanecido entre las sombras.
Solo quedó la sensación de que alguien más, además del bosque, la observaba.
Al día siguiente, Ethan se presentó en su habitación con el ceño fruncido.
—Lizzy, algo anda mal.
—¿Qué pasa?
—Padre habló con un cazador. Un hombre llamado Varek. Dice que anda tras una criatura alada que ronda nuestras tierras… y que tú podrías saber algo.
Elizabeth palideció.
—No sé de qué hablas.
—No me mientas. Te conozco —replicó él—. Si hay algo peligroso, quiero saberlo.
Ella dudó. Ethan era lo único que no quería perder.
Pero antes de que pudiera hablar, un ruido en la ventana los interrumpió.
Ambos se giraron: una pluma negra, enorme, se había clavado entre las cortinas.
Ethan la tomó.
—¿Qué demonios es esto?
—Nada. —Elizabeth se la arrebató—. Solo… una advertencia.
Esa noche, el castillo fue atacado.
No fue una invasión completa, solo una incursión: sombras entre los muros, flechas disparadas desde la distancia, un grito ahogado de un guardia.
Elizabeth despertó sobresaltada por el estruendo, y corrió hacia la habitación de Ethan.
Lo encontró defendiéndose con una espada corta, enfrentando a un hombre encapuchado.
—¡Ethan! —gritó ella, lanzando una daga.
El atacante la esquivó, pero Ethan aprovechó la distracción para herirlo.
El hombre cayó, pero antes de morir murmuró:
—Las alas negras… no deben mezclarse con sangre humana…
Elizabeth se arrodilló junto al cuerpo, pero no había más que decir.
Ethan respiraba con dificultad.
—¿Estás bien?
—Sí… pero esto no ha terminado.
Desde la ventana rota, el bosque parecía agitarse.
Y entre la niebla, una silueta con alas observaba.
Al amanecer, encontraron símbolos grabados en las murallas: círculos y líneas oscuras, escritas con algo que parecía ceniza y sangre.
Los sacerdotes del castillo las llamaron “marcas de advertencia”.
Elizabeth las reconoció.
Eran iguales a las que había visto en el cuerpo de Hatriu.
Liora, su amiga y doncella, la encontró más tarde en los establos.
—¿Qué pasa, Elizabeth? Apenas has dormido.
—No puedo quedarme aquí. Alguien nos quiere muertos.
—¿Y a dónde piensas ir?
—Al bosque.
—¿Otra vez?
—Sí. Allí empezó todo. Allí están las respuestas.
Liora quiso protestar, pero no lo hizo. Solo asintió con los ojos brillantes.
—Ten cuidado.
—Siempre lo tengo —mintió Elizabeth.
El Bosque de Elara la recibió con el mismo silencio expectante.
Caminó entre raíces y musgo, guiada por la intuición.
A medio camino, oyó un sonido familiar: el batir de alas.
Hatriu apareció detrás de ella, cayendo como una sombra viva.
—Eres una insensata.
—Tú otra vez —dijo ella, cruzándose de brazos—. ¿No tienes otro pasatiempo?
—No cuando mi vida depende de tus estupideces.
—¿Mis qué?
—¿Sabes lo que hiciste trayendo a Varek tan cerca? Si te sigue, me encontrará. Y si me encuentra, te matará a ti primero solo por diversión.