El aire en el Bosque de Elara se había vuelto más espeso.
Cada paso que Elizabeth daba parecía resonar bajo la tierra, como si el suelo tuviera memoria. A su lado, Hatriu avanzaba en silencio, las alas plegadas y los ojos atentos. La luz apenas lograba filtrarse entre los árboles retorcidos, y el sonido del agua distante era lo único que rompía el silencio.
—Estás temblando —dijo Hatriu sin mirarla.
—No es miedo —respondió ella, ajustando la capa sobre sus hombros.
—Claro, es la emoción de internarte en un bosque que devora humanos.
Elizabeth lo fulminó con la mirada.
—¿Siempre tienes que hablar así?
—Sí, si eso mantiene a los idiotas con vida —replicó él, y continuó caminando.
Habían pasado dos días desde que abandonaron el castillo. Ethan no sabía nada; o al menos, eso creía Elizabeth. Pero en el fondo, algo le decía que su hermano no se quedaría quieto mientras ella se lanzaba al peligro.
El sendero se inclinaba hacia una zona donde la niebla era más densa. Las raíces formaban arcos naturales sobre el camino, y los árboles parecían susurrar entre sí. De vez en cuando, Hatriu se detenía, observando algo que solo él podía sentir.
—¿Qué buscas? —preguntó Elizabeth, cansada de su silencio.
—Los límites.
—¿Del bosque?
—De la paciencia de las sombras —dijo él, y sonrió apenas, sin humor.
Elizabeth frunció el ceño.
—Hablas en acertijos.
—Y tú haces preguntas que no deberías.
—Entonces estamos empatados.
Siguieron avanzando hasta llegar a una grieta abierta entre los árboles. Era un claro circular, cubierto de hojas secas y símbolos antiguos grabados en piedra. En el centro, una estructura derrumbada —como un altar olvidado— se erguía bajo una lluvia de luz pálida.
—¿Qué es esto? —preguntó Elizabeth, acercándose.
Hatriu la detuvo con un gesto brusco.
—No toques nada. Este es un santuario de juramento. Un lugar donde se sellaban alianzas entre humanos y los custodios... antes de que todo se rompiera.
Elizabeth recorrió las inscripciones con la mirada.
—Están escritas en una lengua que no conozco.
—Y mejor que siga así —dijo Hatriu—. Estas palabras atan, no cuentan historias.
El silencio volvió.
Hasta que algo crujió entre los árboles.
Elizabeth dio un paso atrás, empuñando su daga.
—¿Qué fue eso?
—No estamos solos —dijo Hatriu, desplegando parcialmente una de sus alas.
Una sombra se movió rápido entre los troncos. Luego otra.
Y una voz conocida, jadeante, los alcanzó:
—¡Lizzy!
Elizabeth giró.
—¿Ethan? —corrió hacia él—. ¡Por qué demonios me seguiste!
—Porque no confío en ese sujeto —respondió él, señalando a Hatriu—. Y porque no voy a dejarte morir sola.
Hatriu bufó.
—Qué conmovedor.
—Cállate —espetó Elizabeth, sin dejar de mirar a su hermano—. No debiste venir.
—Y tú no debiste entrar aquí. Pero ya estamos los dos.
Antes de que pudieran discutir más, el suelo vibró.
Una bandada de cuervos salió disparada del follaje.
Y entonces, un silbido cortó el aire.
Una flecha pasó rozando la cabeza de Ethan y se clavó en el altar con un sonido seco.
Desde la niebla surgieron figuras encapuchadas, armadas con lanzas y ballestas.
Delante de ellas, caminando con paso firme, apareció Varek.
—Sabía que el ala caída no se alejaba sin compañía —dijo con una sonrisa fría.
Elizabeth apretó los dientes.
—Eres tú.
—La cazadora curiosa —respondió Varek—. Te buscaba. Y mira, me ahorraste el viaje.
Hatriu dio un paso adelante.
—Varek.
—Viejo amigo —replicó el cazador—. O debería decir, traidor.
El silencio se tensó como una cuerda.
Luego, Varek levantó la mano.
—Mátenlos.
Las flechas volaron.
Elizabeth rodó al suelo, Hatriu extendió las alas, cubriéndola con ellas, y una lluvia de acero rebotó contra las plumas negras. El sonido fue como el choque de metal y piedra.
—Corre —dijo él con los dientes apretados.
—¡No pienso dejarte!
—No es una petición.
Pero antes de que pudiera moverse, Ethan ya había desenvainado su espada.
—¡No se atrevan a tocarla! —gritó, lanzándose hacia los cazadores.
Hatriu lo maldijo en voz baja.
—Estúpido humano.
Elizabeth trató de seguirlo, pero Varek la interceptó.
Su mirada era como una herida abierta.
—No sabes lo que él es, ¿verdad? —dijo, apuntando a Hatriu—. No sabes la bestia que proteges.
Ella no respondió, esquivando su golpe.
Sus dagas chocaron contra su espada. El metal vibró.
El bosque rugía. Las sombras parecían moverse solas, y los gritos de los cazadores se confundían con el silbido de las flechas.
Elizabeth alcanzó a ver a Ethan luchando con dos hombres a la vez, rápido, decidido, con una furia que nunca le había visto.
—¡Ethan, atrás! —gritó ella.
—¡No voy a dejarte, Lizzy!
Pero en ese instante, Varek cambió su objetivo.
Giró, tomó una lanza caída, y la lanzó con una fuerza imposible.
Elizabeth apenas tuvo tiempo de volverse.
La lanza cruzó el aire, cortando la niebla.
Ethan se interpuso sin pensarlo.
El impacto lo lanzó hacia atrás.
Elizabeth se quedó sin aliento.
El sonido del bosque desapareció. Todo fue un vacío.
Varek sonrió.
—Ahí termina tu linaje.
Ella cayó de rodillas, la vista borrosa.
Hatriu apareció a su lado, derribando a dos cazadores con un solo movimiento.
Sus alas se desplegaron con furia, y por primera vez, su voz tronó como un trueno:
—¡Varek!
Pero el cazador ya se había retirado, desapareciendo entre la niebla con los suyos.
Elizabeth corrió hacia su hermano, pero Hatriu la detuvo por un segundo.
—No lo toques todavía.
—¡Suéltame!
Y cuando logró arrodillarse junto a él, vio el filo de la lanza atravesando su pecho.
Ethan la miró, pálido, pero aún consciente.