El bosque de las sombras I: La ofrenda

Prólogo

No entres al bosque de las sombras, si quieres seguir con vida.

En el bosque de las sombras, los árboles tienen ojos y la tierra respira.

En el bosque de las sombras, la niebla se vuelve carne y el sol no ilumina.

No confíes en lo que ven tus ojos u oyen tus oídos, en el bosque de las sombras, todo está perdido.


Canción popular.

∽•❇•∽

En una fría tarde invadida por la tormenta, los intensos dolores en su abultado vientre le avisaron que había llegado el momento que tanto anhelaba. Sonrió con emoción, buscando cuanto necesitaba. También lloraba, eran lágrimas de alegría, como las de cualquier mujer que pronto traería al mundo una nueva vida.

Corrió con dificultad bajo la lluvia, mirando en todas direcciones. Cuando llegó al establo, sus ropas estaban completamente mojadas y su cabeza más fría que nunca. Abriéndose paso entre los fardos de heno y las bestias, que la miraban con curiosidad, llegó hasta el rincón y se acomodó para el alumbramiento.

Pensó en su madre.

Si tan sólo hubiera escuchado sus advertencias. Las madres eran sabias, sabían sobre el mal y sobre el bosque. Sabían que cosas malas ocurrían donde comenzaba el bosque, más allá de los límites que los hombres civilizados habían conquistado.

Ella no oyó. Para ella y su juventud, la curiosidad era una criatura indomable que se encendía como la yesca al menor atisbo de misterio. Inflamada por aquel deseo de conocer, un día de esplendoroso sol, se aventuró a invadir la naturaleza indómita con la que sólo había soñado.

Allí, en el que llamaban bosque de las sombras, incluso el aire le pareció diferente, con un olor libre de los desechos de los humanos y del resto de animales, característico de la aldea en que vivía. Pudo oler el aliento de la mañana, que humedecía con su frescura los verdes brotes de árboles enormes y salvajes; olía la tierra y el agua pura y cristalina que corría por un arroyo cercano; olía la libertad.

Aquella libertad fue tan breve que le pareció que duró lo que duraba un parpadeo. Entre la densa bruma que la rodeaba, unos ojos la acechaban. Vio sombras surgir de los viejos árboles, para volver a fundirse con ellos, cada vez más cerca. Las sombras, los ojos, la tierra respirando bajo sus pies; no tuvo escapatoria. Unos fuertes brazos la aferraron y los árboles y sus sombras fueron testigos mudos de un ataque cruel y descarnado. El hombre harapiento que emergió de las entrañas del bosque se abalanzó sobre ella, invadiendo su débil cuerpo de aldeana con su bestialidad, usándolo para saciar sus deseos más profundos y primitivos. Jamás se borrarían de sus memorias los ojos embravecidos que la devoraron aquella mañana.

Sus gritos de auxilio fueron oídos por un cazador que, al igual que ella, estaba poseído por la curiosidad; él era fuerte y estaba bien armado. Una flecha bastó para hacer huir al criminal, que se perdió para siempre en las profundidades del bosque, donde ni siquiera los cazadores más valientes y más poseídos por la curiosidad se atrevían a entrar. Desapareció dejando atrás la carne desgarrada de una jovencita, en cuyo interior había alcanzado a depositar su semilla.

Las esperanzas de los padres, de casar a su bella y virtuosa hija con algún joven de buena familia, incluso con un soldado del rey, habían sido destruidas junto con su honra. Y no estuvieron dispuestos a compartir su techo con alguien que ahora valía menos que un cerdo, mucho menos deseaban una boca más que alimentar. Antes de que el vientre le creciera demasiado, su padre fue al mercado de una aldea cercana y la vendió. Las súplicas y llantos de su primogénita no fueron impedimento y, al atardecer, regresó a casa con un pato y un cerdo. Se sintió realmente afortunado.

El incierto destino la llevó a la casa de un recaudador de impuestos, donde su vida sería dedicada a cumplir las órdenes de su señor, su amo. Que cargara con un bebé bastardo en su vientre no fue problema; seguía siendo mujer y servía para lo que servían las mujeres. Ella no se quejó. Había muerto aquella mañana en que desobedeció a su madre y quiso saborear la libertad. Ahora sabía que su sabor era amargo y letal, un veneno que mataba lentamente, pero pronto terminaría.

Pronto podría comenzar de nuevo, pues traería al mundo una nueva vida; la suya.

Acuclillada en el sucio y pestilente rincón del establo de su señor, ella pujó entre gruñidos y gritos que nadie debía oír. Las entrañas se le desgarrarían en cualquier momento si la criatura en su interior seguía negándose a salir, negándose a dejar de vivir a costa suya. El ruido de la tormenta enmudecía sus gritos, esperaba que lo suficiente para no ser interrumpida. Allí, en el establo con olor a estiércol, ella expulsaría de su cuerpo algo que jamás debió llegar ahí, como si de defecar se tratara.

Ese era el valor de la vida en un mundo como el suyo: el de ella, un pato y un cerdo; el del bebé, una bola de excremento.

Tras pujar unas cuantas veces más y darse algunos golpes en el vientre, logró que el bebé se deslizara fuera de su cuerpo. No hubo mantas tibias y limpias que aguardaran su llegada, ni un padre ansioso que caminara, de un lado a otro, esperando ver cómo su existencia se proyectaba en un nuevo ser. Sólo hubo un montón de heno húmedo y pestilente, que recibió su cuerpo como un entramado de espinas.




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