El bosque de las sombras I: La ofrenda

II Traicionados

Reino de Nuante, veinte años atrás.  

El enorme palacio reposaba tranquilo en las alturas, desde donde las verdes tierras lucían bañadas por el sol de mediodía. Las únicas voces en el aire eran las de los ocupantes del antiguo castillo, que había visto el correr de los siglos a su alrededor. Nuante era tierra de Tarkuts, bestias enfrentadas a los humanos desde tiempos inmemoriales.

—El trabajo ya está hecho, mi rey. Acabamos con los últimos Dumas que quedaban —informó con solemnidad el guerrero.

El rey, de fríos ojos grises, pareció complacido, esbozando una casi imperceptible sonrisa.    

—Bien. Hay que informarle a Camsuq que hemos cumplido nuestra parte del trato.

—Si me lo permites, Desz, creo que sería prudente enviar algunos de nuestros guerreros a vigilar las aldeas humanas situadas en las fronteras de los territorios de los Dumas. Alguno pudo huir y esconderse entre los humanos. Es bien sabido que tienen la habilidad de modificar su aspecto —dijo un hombre de apariencia tan lozana como la del propio rey y cuya sabiduría le había ganado el cargo de consejero. Su nombre era Gentz.

—Ya lo escuchaste —dijo el rey Desz mirando al guerrero, que salió presuroso a cumplir lo ordenado—. Todo este trato con los humanos me causa dolor de cabeza —se quejó—. Espero que acabe pronto, para no tener que aguantar a ningún otro en nuestro territorio.

El bosque de las sombras los mantenía lejos, pero últimamente se las habían arreglado para cruzarlo, cada vez con más frecuencia.

—Son un mal necesario —aseguró Gentz—. Hoy un rey ha enviado un regalo para ti, como ofrenda de paz.

Unos siervos llegaron con una mujer humana. Tenía ella una palidez mortal y las ropas maltrechas por la resistencia que ofrecía a sus captores. Sobre sus hombros desnudos caía una lustrosa cabellera roja, de innegable atractivo. El miedo no le permitía hablar, pero de haberlo hecho, sólo habría podido pronunciar súplicas desesperadas.

—¡¿Qué es esto?! —exclamó Desz indignado, haciendo temblar a la mujer frente a él.

—Es la hija de uno de los reyes —explicó Gentz—. Al parecer, se ha vuelto común entre los humanos entregar a su prole como prueba de fe. Con esto, él demuestra su respeto, confianza y gratitud hacia ti, majestad.

—¡¿Y qué espera que hagamos con ella?!

El consejero se encogió de hombros, a lo que el rey dejó salir un pesado suspiro.

—Yo me encargo —ofreció un tercer Tarkut, de aspecto despreocupado, entrando con plena libertad a los aposentos reales.

Cogiendo del rojo cabello a la muchacha, la arrojó sobre uno de los espléndidos sillones y se acomodó entre sus piernas. Los desesperados y estridentes gritos de la mujer se acoplaron en la cabeza del rey, haciéndole palpitar las sienes.

—¡Vamos, preciosa, no te resistas! Esto te gustará —decía Flamand, entre caricias rudas y besos forzados, frente a la atónita mirada de quienes seguían en la habitación.

Los gritos y súplicas fueron acallados con una bofetada. Con vehemencia, el Tarkut lamió la sangre que brotaba del enrojecido labio. La saboreó como si evaluara el estado de una sopa.

—Aún no está lista —concluyó. Luego le levantó el vestido y se bajó su pantalón.

—¿Por qué tienes esa maldita costumbre de jugar con tu comida? —lo recriminó el rey.

—No es un juego, Desz, es preparación. La sangre más deliciosa es la de una mujer excitada. Está llena de vida y te sacia como nada en el mundo.

—Esa mujer no está excitada, está aterrada —agregó Gentz, muy seriamente.

—¿En serio? ¿No lo estás disfrutando? Me esmeraré más —prometió.

Era una promesa funesta y los otros dos Tarkuts no estaban dispuestos a verlo cumplirla. Se dirigieron al balcón, desde donde, sin más remedio, oyeron cómo los desgarradores gritos de dolor y miedo de la princesa se tornaban en cadenciosos y seductores gemidos. Luego, sólo hubo silencio. Poco después, Flamand llegó junto a ellos.

—¡Hmm! ¡Me siento como nuevo! Creo que podría matar diez Dumas de un sólo golpe —aseguró, flectando los brazos para enseñar sus músculos—. Deberían intentarlo, después de todo, las emociones humanas impregnan la sangre que bebemos, llegando así a nosotros. Ella estaba excitada y feliz y ahora yo también lo estoy.

—Absurdo —exclamó el rey, con la mirada fija en el paisaje frente a él.

El valle de Nuante se extendía ampliamente, verde al amanecer, rojizo cerca del atardecer; las imponentes montañas del este, las áridas llanuras del oeste y el bosque de las sombras, llamándolo a lo lejos.

—Piensa en ti, por ejemplo —continuó Flamand—. Prefieres atacar por sorpresa y tus víctimas ni siquiera se enteran de lo que les pasó. Eres como un mosquito de tamaño descomunal y la sangre que bebes es sosa y desabrida, por eso eres tan frío y aburrido. ¿Tengo o no razón, Gentz?

El aludido se aclaró la garganta.

—Tengo cosas más importantes que hacer —aseguró, huyendo al interior del palacio y causando las risas de Flamand.

El rey mantuvo la seriedad que lo caracterizaba y su terso semblante se vio marcado por una pequeña arruga en su ceño. Hablar sobre sus hábitos alimenticios no estaba en discusión y menos en el actual contexto de guerra.




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