El bosque de las sombras I: La ofrenda

XII Muéstrame tus ojos

Frilsia, Reino de Arkhamis

La caravana regresó a la aldea, liderada por el rey Camsuq. Traían una carreta cargada con Azurita extraída de las minas de Nuante y se reunieron en el puesto de vigilancia.

—La probaremos en los prisioneros, llévanos con ellos —pidió el rey al lugarteniente de Frilsia.

Habían capturado a cinco personas, cuatro hombres y una mujer. Se habían mostrado nerviosos con la presencia de los soldados en el pueblo y uno de ellos vagaba por los bosques. Pese a que opusieron resistencia, habían logrado ser capturados sin mayores problemas.

El rey, su general y otros soldados fueron a las mazmorras y le entregaron al primer prisionero un trozo de Azurita dentro de un pequeño saquito de piel. El hombre sacó el mineral y lo vio con curiosidad. Ningún cambio fue apreciado en sus ojos.

Repitieron el proceso con el segundo.

—¿Habías visto alguna vez algo así? —le preguntó el lugarteniente, tal como al primero.

—Es hermoso, como un atardecer —exclamó toscamente el sujeto, observándolo a la luz que se colaba por la pequeña ventana.

Los colores del mineral se proyectaron en las paredes de la mazmorra, pintándolas de ocaso, pero los ojos del hombre siguieron tan cafés como el día en que nació.

—¡Por favor, déjenme salir! ¡Yo no he hecho nada! —suplicaba en la siguiente celda la mujer, aferrada a los barrotes—. ¡Debo cuidar a mi hijo!

Fue el general quien, tomando un trozo de Azurita, lo acercó al rostro de la prisionera. Ella retrocedió, causando un sobresalto en los presentes, que se desvaneció al no ver reacción en sus ojos.

En la última mazmorra estaban los dos hombres restantes. El que vagaba en el bosque lucía una frondosa barba, el otro era delgado y caminaba de un lado a otro.

—Ustedes dos, vengan a ver esto —llamó el lugarteniente.

—¿Qué se supone que es eso? —preguntó el hombre de la barba, con ojos comunes y corrientes.

—¿Cuándo nos van a dejar salir de aquí? —quiso saber el hombre delgado, con ojos azules como el cielo.

Las pisadas del rey resonaron fuertemente por el pasillo cuando se retiró.

—Tal vez el Tarkut le mintió, majestad —sugirió el general, intentando darle alcance.

Más veloz se volvió la marcha del monarca.

—¡Ese animal no se atrevería! Sabe que está en mis manos —gruñó—. Supongo que fue muy ingenuo pensar que un Dumas se dejaría atrapar tan fácilmente —lamentó el rey, pateando uno de los sacos que contenía Azurita.

Un joven soldado que pasaba por ahí se apresuró a recoger el mineral repartido por el suelo, volviéndolo a meter dentro del saco. El rey lo observó con interés, acariciando la empuñadura de su espada.

—Eres un joven muy amable ¿Cuál es tu nombre?

—Bor, su majestad. Estoy para servirle.

El rey sonrió complacido.

—Estoy buscando soldados fuertes como tú para una importante misión.

—¡Encantado me uniré, señor! —exclamó sonriente, terminando de guardar los trozos de Azurita.

—Partirás cuanto antes, hablaré con el general para los preparativos.

—Iré por mi caballo, señor.

Camsuq vio al joven alejarse y llamó al general para hablar en privado.

—La bestia no mintió —informó el rey, con la sonrisa de quien ha aceptado un desafío que bien podría ser el último de su vida—. Reparte un trozo individualmente a cada uno de nuestros hombres, diles que se trata de algún amuleto. Si hay reacción, los incluirás en escuadrones con guerreros que no hayan reaccionado, indicándoles que irán a una misión en los bosques.

El general lo miró estupefacto.

—Ma-Majestad. ¡¿Cree que esas criaturas serían tan osadas como para penetrar en nuestras fuerzas?!

—Ya lo han hecho, Magak. Ya lo han hecho.




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