El bosque de las sombras I: La ofrenda

VIII Trofeo de guerra

Reino de Balai, fronterizo al reino de Galaea.

Cerca del inmenso mar y escudado por enormes montañas, se encontraba el palacio real, majestuosa obra arquitectónica de las frías e inhóspitas tierras de Balai. Allí vivía el rey Ulster, único sobreviviente del linaje real, rodeado de sus siervos, súbditos y fieros guerreros.

—Así que el bufón de Barlotz pidió la mano de la hija de Camsuq ¡Que gracioso! —El rey se burlaba, arrellanado en su trono, de los rumores que rápidamente habían llegado a su reino—. Como si ese vejestorio pudiera satisfacer a una muchacha llena de energía como esa. Ella necesita un hombre de verdad, que le ponga las riendas y la monte como se debe.

El consejero reía, secundando todo lo dicho por su soberano. Era éste un hombre que bordeaba los cuarenta años, conocido por su temperamento explosivo, mirada lista y mente vivaz. Estricto amante de la rigurosidad y la excelencia, nada escapaba a sus ardientes ojos azules. Excepto la princesa Lis. Había pedido también la mano de la joven cuando ésta tenía catorce años, siéndole negada. Aquello sólo acrecentó sus deseos de poseerla.

—Camsuq es un viejo sabio. Si me negó su hija a mí, no podía dársela a Barlotz. Mi reino lo abastece de los regalos que el mar nos ofrece, sin mencionar que mi ejército sigue siendo poderoso. Nunca me he confiado de los tiempos de paz, sólo hay tiempo entre guerras —suspiró, admirando el cetro que aferraba en su mano, como si le hablara al objeto brillante en su ápice: un trofeo de guerra.

—Su majestad es muy sabio al hablar así.

Las puertas que llevaban al trono se abrieron de par en par y un hombre entró de prisa, dando largas zancadas. Se hincó sobre su rodilla al llegar a los pies del rey, mostrando sus respetos.

Era el informante enviado al reino de Arkhamis.

—El rey Camsuq se ha movilizado con una pequeña caravana hacia Frilsia después de las celebraciones. En ella también iba el rey Barlotz y la princesa Lis —informó el hombre, jadeante por la prisa que llevaba.

—¡Ese infame! ¿Será que al final le ha entregado la princesa al viejo y se han ido a celebrar las nupcias a escondidas?

—Creo que es algo peor que eso, majestad. El rey Camsuq partió con un grupo al bosque de las sombras. Ha ido y vuelto varias veces. El rey Barlotz regresó a su reino. Los soldados tienen prohibido revelar información, pero parecen asustados.

—¿Y la princesa? —preguntó el monarca.

—No se la ha vuelto a ver. Nadie sabe dónde está.

—¿Se la habrá llevado Barlotz?

—Puede ser.

—Envía algunos hombres a Galaea —ordenó el rey a su consejero—. ¿Tienes algo más que decir?

—Sí, señor. Hay rumores, no sé qué tan ciertos sean. Lo oí de la esposa de uno de los soldados que acompañó al rey a Frilsia. Ella dijo que los Dumas habían vuelto.

Un sonido seco hizo el cetro al caérsele de la mano. Rodó por las escaleras hasta llegar al informante. Él lo cogió rápidamente para entregárselo al rey. Cuando vio el brillante objeto en su ápice se cayó de espaldas, golpeándose el trasero. Allí, flotando en una oleosa resina dentro de la cúpula de cristal, había un ojo que lo miraba todo, sin ver nada en absoluto. Los rumores de los excéntricos gustos del monarca parecían quedarse cortos.

El rey recibió el cetro con su trofeo de guerra de la temblorosa mano del hombre. El espanto en su rostro pareció desvanecerse cuando le entregaron unas cuantas monedas de oro. Se retiró con una radiante sonrisa.

—Llama al general. Enviaremos una comitiva a Frilsia cuanto antes —le indicó el rey al consejero.

El hombre, de palidez mayor a la de antes, salió raudo a cumplir lo ordenado.

—Así que tiempos de paz ¿Eh? —comentó para sí el rey, admirando el inflamado ojo violeta que lo miraba incansablemente desde su tumba de cristal—. Siempre he estado listo para la guerra.

Las espeluznantes risotadas del rey dejaron la sala del trono y fueron más allá, resonando su eco en las profundidades de su hogar. En las enrevesadas mazmorras del palacio del rey Ulster, un hombre pasa entre los soldados con un canasto colgado del brazo y una antorcha en la mano. Camina por el oscuro pasillo, con celdas a ambos lados, la mayoría vacías. Se detiene frente a la gran puerta de metal al final y metiendo en la herrumbrosa cerradura una llave que saca de sus ropas, la empuja.

Las bisagras oxidadas se quejan como un animal herido, dejando entrar al hombre que trae la luz y que la cuelga de la pared. Avanza hacia la celda canasto en mano tal y como hace una vez cada tres meses, siendo observado por el animal que se agazapa en la oscuridad y que sigue cada movimiento con su único ojo violeta. Sonriente, arroja el contenido del canasto dentro de la celda.

—Hora de comer, monstruo.




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