El bosque de las sombras I: La ofrenda

XV El secreto de la sangre

Los ojos de Desz se movieron rápidamente bajo el vendaje, en un intento por escapar de los rayos del sol que entraron por la ventana. Inhaló profundamente, haciendo una mueca de dolor. Su cuerpo había estado muy cerca de ser partido por la mitad. Se esforzó para mirar que tal estaba. De los blancos vendajes que la humana le había puesto sólo quedaba el recuerdo, incluso las sábanas de su lecho se habían teñido de rojo casi en su totalidad. Y seguía vivo porque la muerte huía de él; él era eterno y su dolor se fundía con el tiempo.

Su olfato, que despertó tardíamente, pero con una intensidad asombrosa, le trajo aquel desagradable aroma. A pocos pasos de su lecho, sobre un sillón y cubierta con una manta estaba la princesa. Ni siquiera la había oído llegar, así de mal se hallaba. Pero la olía. Resopló, deseando alejar el aroma de su nariz. A la pestilencia característica que él le atribuía, se sumaban ahora los miasmas de la sangre contaminada del caballo, la esencia de la tierra estéril y el aroma a hombre. Realmente olía como un hombre.

Sin duda Camsuq seguía ganándose su odio, pero no reiría al final, de eso estaba seguro, pensó, viendo a la humana despertar.

—¿Qué haces aquí? ¿Acaso viniste a cuidarme? —El sarcasmo colmaba su voz.

Ella se desperezó, frotándose los ojos.

—Estaba asustada. Este castillo es oscuro y solitario y nada dijiste sobre la criatura que te atacó.

—Ya no existe.

—¿Y Bor? ¿Él alcanzó a irse antes de que la criatura apareciera?

Desz exhaló, dejando de verla.

—Todavía hueles a él... Hazme un favor y aséate.

Ella se levantó. Ni siquiera le preguntaría por el paquete que había enviado su padre, pues sospechó que no le contaría. Se retiró en silencio, mirando sus ropas que, según él, olían a Bor.

Desz intentó volver a conciliar el sueño, el descanso le permitiría usar sus energías en sanar. Ya no pudo oler a la princesa, pero había empezado a oírla. Pese a los tapones, oía sus pasos como una estampida de elefantes, oía su respiración entrecortada por el llanto y a una mosca zumbando en los establos, posándose sobre el caballo, cuyo corazón no escuchó.

—¡Maldición, que pare ya! —gruñó, presionando las telas en sus oídos, que no cumplían su labor como deseaba.

La irritación era perjudicial, la irritación le daba hambre y su temperatura corporal aumentaba proporcionalmente a aquella necesidad. Pronto sería difícil de controlar.

—Ven... Ven aquí... —llamó.

Y su llamado fue oído, como siempre.

El pequeño conejo salió de su escondite y subió al lecho de un brinco, llegando hasta su mano. La suavidad del pelaje fue silenciando la estampida de la humana y la de los aldeanos entrando al palacio. Sus expresiones de sorpresa al ver la sangre que había derramado luego de su enfrentamiento le parecieron meros murmullos.

—Quédate aquí... Te necesito... —rogó, sujetando al animalito sobre su pecho.

En el establo, Lis se secó las lágrimas, despidiéndose del caballo, el último vestigio de su hogar perdido. Una opresión en el pecho le sobrevino al sentirse atrapada tras los muros del palacio. Los aldeanos habían vuelto para limpiar como habían prometido y la interrogaron sobre la procedencia de la sangre. El anciano que los lideraba se reunió con otros tres, hablando acaloradamente, mientras una joven frotaba el mármol manchado con la sangre de la criatura.

—Sus heridas deben ser muy graves, nunca había visto tanta sangre —exclamó ella, secándose el sudor de la frente.

—Su mal humor no menguó en lo absoluto. Él estará bien, es más fuerte de lo que parece. Me llamo Lis ¿Cuál es tu nombre?

—Arua —dijo la aldeana, extendiéndole la mano. La recogió con rapidez al notar que estaba manchada con sangre.

Lis rio y ella se atrevió a hacerlo también. La aldeana le recordaba a su hermana. No era tan joven, pero sí compartían el cabello claro y liso, el rostro pálido y la mirada soñadora. A diferencia de Daara, que era muy pálida, las mejillas sonrosadas de la muchacha le daban un aspecto más saludable y los rojos labios, un aire más seductor. Sus ojos eran pardos y no azules como los de su hermana, pero le transmitían una confianza similar.

Los aldeanos se harían cargo del cuerpo del caballo y Lis quiso ayudar a Arua a limpiar. No pasó mucho tiempo hasta que los hombres que antes tenían su pequeña reunión en el salón, regresaran acompañados de una joven que lloraba desconsoladamente.

—¿Quién es ella? ¿A dónde la llevan? —preguntó Lis, interponiéndose frente a las escaleras.

—A los aposentos de su majestad, es una ofrenda para él.

El llanto de la joven se intensificó. El miedo en sus ojos era algo que Lis conocía muy bien.

—¡No necesita ofrendas! Les paga para que limpien, eso es todo lo que deben hacer.

—El rey está herido y necesita alimentarse para sanar. No podemos permitir que permanezca débil —explicó el anciano, sacando a Lis del camino para continuar arrastrando del brazo a la joven.

La princesa lo empujó de vuelta, corriendo hasta los aposentos de Desz.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.